Arde Madrid
La muchacha de casa (donde no se las llamaba «criadas», pero todavía no se conocía el eufemismo ni la «corrección política» que las denominaría «empleadas del hogar»; eran muchachas, chicas: por su edad) se llamaba Victoria y era de una antigua familia de churreros; vivía en Tetuán de las Victorias (¿de qué victorias? ¡Ah!, de las de los generales «africanistas»: los que ahora se sublevaban) y probablemente debía su nombre al barrio. Barrio de traperos, de gitanos. Casitas bajas (aún quedan algunas, medio olvidadas, en las últimas callejuelas; no las han derrumbado por la última resistencia de los ancianos, o por las dificultades de las testamentarías: sus solares tienen un elevadísimo valor), pequeños patios con gallinas y cerdos que alimentaban con los residuos de la basura que recogían con sus carros por los barrios céntricos: todo un ciclo económico y alimentario. Recuerdo muy bien el carro del trapero, y una traperita encaramada en el pescante, y una campanilla para advertir a los vecinos, además del grito del trapero, y del «cacharrero por trapos», que daba sus cacharros, la quincalla (quincalleros: los quinquis, casi una raza, unos marginados), a cambio de los trapos viejos: las viejas ropas ya imposibles que iban a tirar las amas de casa.
«Era un día de diciembre con mucha neblina. Anduve por las calles del barrio obrero de Tetuán. Casitas medio arruinadas, descuidadas: oscuridad.
Cambalaches, baratillos, mercaditos. Entremezclados, sillas de montar, cabezas de repollo, quincallería. Un vendedor de antigüedades. Detrás de una pequeña vidriera un barbero afeitaba a un soldado. Niños, muchos niños de Madrid, bulliciosos, traviesos.
Doblé para entrar a la calle Rafael Sabila. Los aviadores alemanes habían arrojado ayer una bomba en este lugar. Ya no hay más casas, ya no existe la calle, sólo hay escombros, montones de cascotes, bomberos. En este momento extraen dos cadáveres, el de una vieja y el de una niña, a la que le faltan las piernas. La cara, serena, parece la de una muñeca rota. En el fondo, solloza una mujer joven. De repente enmudece, su cara se pone rígida, como petrificada. Queda parada, los brazos extendidos. Quieren llevarla a otro lugar. Es la madre de la niña que mataron. No se mueve. Un obrero, vistiendo una camisa manchada de cal, se le acerca. De repente la mujer cae sobre un montón de escombros, como tocada por el segador terrible. Han extraído noventa y seis cadáveres. Detrás de la ventana de una casa destruida, milagrosamente intacta, hay una máquina de coser en el suelo, con un pedacito de tela azul celeste bajo la aguja. Un anciano ha encontrado entre los escombros un retrato. Hablando consigo mismo, se aparta. Está riéndose. No, la neblina me está engañando: me acerco, y veo sus lágrimas. Es un carpintero. Ha perdido a su mujer y a su hijita.
Pasó una camilla con el cadáver de una mujer encinta. Un vientre grande. La cara cubierta de sangre coagulada.
¿Qué debe uno escribir? Repetir siempre lo mismo, gritando al teléfono que los fascistas son bestias, que los hombres no pueden vivir en un mismo mundo, que el combate de la Casa de Campo es el principio de una lucha desesperada…»[19]
La familia de Victoria salía por las mañanas a las verbenas de los barrios, ponía su fogón y su sartén, y la artesa para la masa, y el juego de jeringas, y los hierros para retirar del fuego los churros y los buñuelos, y el haz de junquillos en que se enhebraban y se entregaban al cliente. En el barrio eran una cierta aristocracia, porque no tocaban la inmundicia, y sus ropas y sus delantales tenían que lucir absolutamente blancos.
Victoria aspiraba aún a más. Por eso se puso a servir, para estar en el centro y «conocer gente»; y llegó a mi casa. La recuerdo alta y guapísima y carnal, con las líneas curvas y agitadas y el habla de la madrileña. Quién sabe cómo sería: pero a mí me dejó esa impresión. Debía de tener dieciséis, diecisiete años: cuatro o cinco más que yo. Apenas cuajó la guerra, se presentó a mi madre una mañana y le dijo:
—Señora, con su permiso, me voy al frente. Haré lo posible por venir esta noche a servir la mesa…
Volvió por la noche, con su mono azul y su pistola al cinto, y su gorrillo de soldado. El fusil se lo dejaba al camarada que se quedaba por la noche. Muchos lo hacían así; los que se quedaban de noche en la guerra volvían a trabajar de día: para no perder el jornal. Victoria iba de día, pero volvía al atardecer. Algunas veces me iba a recoger al instituto; se acercaba a la calzada y paraba un coche con la pistola en la mano:
—Camaradas, haced el favor de llevarme a este compañero —¡era yo!— y a mí, que hace mucho frío…
Mi madre se lo prohibió:
—No hagas eso nunca más: piensa que los del coche, al verte con la pistola en la mano, os pueden disparar…
—Como usted mande, señora.
A estas milicias, a estas milicianas, las retiraron del frente. Se luchaba por formar un ejército profesionalizado, regular. Victoria encontró un día un novio y se fue con él. «Con el permiso de la señora», y con el de sus padres, los churreros. No tenían aceite, no tenían harina… Hacían lo que podían. Los hermanos estaban en la guerra.
Nunca he sabido más de Victoria. Eso sí, su combate fue inútil para los suyos. Es lógico: lo perdieron. Han pasado sesenta años, y nada cambió:
«Casas sin retrete ni ducha en Tetuán.
Rodeados de vecinos de lujo como las torres KIO y el paseo de la Castellana, algunos vecindarios del distrito de Tetuán viven como en los tiempos de La busca de Baroja, con retrete colectivo y sin ducha.
Zonas próximas al rastro dominical de Marqués de Viana y a la calle del Capitán Blanco Argibay, como las calles de Panizo, Ricardo Gutiérrez, Saúco o Genciana, son las que más sufren estas carencias. Siempre han sido barriadas proletarias, habitadas por busqueros y pequeños artesanos que en muchos casos construían ellos mismos su casa sin cimientos y con materiales modestos. Ahora también viven en ellas inmigrantes magrebíes, filipinos y dominicanos.
Las deficiencias que reflejaba el censo de 1991 se confirman en el padrón de 1996: en una zona donde el metro cuadrado de vivienda nueva vale una media de 243.374 pesetas hay 5.634 casas de menos de 30 metros, 2.356 sin retrete individual y 5.202 sin bañera.
Esta situación ha llevado a las asociaciones de vecinos de la zona a reclamar a la Comunidad y al Ayuntamiento que destinen los solares públicos del distrito a la construcción de pisos sociales para realojar a los moradores de las casuchas. Mientras, es la piqueta privada la que va cambiando la faz de la barriada, pero sin resolver los problemas de sus habitantes[20]».
Las dos grandes mujeres del momento, Pasionaria, comunista, y Federica Montseny, anarquista, se oponían respecto al papel de la mujer: Dolores la quería en la retaguardia, haciendo el trabajo de los hombres, que debían ir a la guerra unánimemente; Federica instaba a la participación de la mujer en el frente en igualdad con los hombres. Dolores Ibárruri nunca vistió el mono azul, ni fue armada: vestida de negro, de pies a cabeza, hablaba siempre como mujer, madre, esposa, viuda: su voz era cálida y arrebatadora. Federica Montseny visitaba los frentes con la pistola al cinto. El escritor cubano Pablo de la Torriente, comunista, contaba en una carta una manifestación de mujeres en Madrid:
«Madrid, 22.X.36. […] Por la mañana presencié los primeros desfiles de mujeres por las calles principales de Madrid. Era alentador. Cientos y cientos de mujeres, muchachas y viejas, cocineras, modistas, operarias, en fila triple, con los estandartes de las radios del Partido Comunista, de la Juventud Socialista Unificada, de sus talleres, iban rítmicamente lanzando las consignas urgentes del día: “Hombres al frente; mujeres a retaguardia”; y una serie de arbitrarias y aun humorísticas demandas numéricas: “Primera, segunda y tercera, los hombres a la trinchera”. “Una, dos, tres y siete, los hombres al frente”. “Una, dos, tres y cuatro, que cierren los teatros”. “Una, dos y tres, que cierren los cafés”. Y por el estilo muchas más que en el curso del día, durante el cual no cesaron tales demostraciones, aumentando su intensidad, se fueron creando espontáneamente por las manifestaciones[21].
La reacción de Madrid, ante el peligro, ha sido estupenda; en vez de amilanarse ante la amenaza, ha levantado la cabeza, ha sacudido su casi inexplicable frivolidad y te aseguro que no lo tomarán, porque todo el mundo se ha dado cuenta, como decía ayer la arenga de Álvarez del Vayo, que será preferible morir en el parapeto o la trinchera a caer en el paredón de los fusilamientos. Te aseguro no sólo que no pasarán, sino que de este empujón del entusiasmo, si hay talento, energía y ciencia para ello, para darle tenacidad y constancia, puede caer la última esperanza fascista. No pasarán y pasaremos. Y no importa que la situación se ponga más grave en estos días, porque hay que dar tiempo a la coordinación de la creación».
(Pablo de la Torriente Brau. 1901-1936. Nacido en Puerto Rico de padres españoles de origen montañés, vizcaíno y catalán, aunque se consideraba cubano «porque siempre he vivido en Cuba, porque aprendí a leer en La edad de oro de José Martí» y porque luchó en las calles de La Habana contra la dictadura de Machado, escribió libros y artículos comprometidos, militó en el Partido Comunista, estuvo encarcelado varias veces: muchos años de preso político. Cuando cayó Machado, subsistió el machadismo, decía él, y el sucesor fue peor, el criminal sargento Fulgencio Batista, que se mantendría hasta el triunfo de la revolución de Fidel Castro. Pablo de la Torriente se fue al exilio de todos los cubanos, Miami. En 1936 estalló España y Pablo sintió la llamada de sus ideales. Estuvo en los frentes, fue comisario, vio morir a sus camaradas —«… nos mataron a una compañera, una miliciana de dieciocho años, Lolita Máiquez, querida por toda la compañía, la Tercera de Acero. Nuestra pena fue grande», escribía el 10 de octubre—; su cuerpo caribeño sentía un frío imposible en la sierra madrileña. «Moriré no de bala, sino de frío», escribió. Murió de bala el 19 diciembre de 1936; no se encontró su cadáver hasta tres días después, medio enterrado en la nieve. Le impusieron las insignias de capitán de milicias. Y Miguel Hernández escribió su elegía:
«Me quedaré en España, compañero»,
me dijiste con gesto enamorado.
Y al fin sin tu edificio tronante de guerrero
en la hierba de España te has quedado.
Nadie llora a tu lado:
desde el soldado al duro comandante,
todos te ven, te cercan y te atienden
con ojos de granito amenazante,
con cejas incendiadas que todo el cielo encienden. […]
Ya no hablarás de vivos y de muertos,
ya disfrutas la muerte del héroe, ya la vida
no te verá en las calles ni en los puertos
pasar como una ráfaga garrida.
Pablo de la Torriente,
has quedado en España
y en mi alma caído:
nunca se pondrá el sol sobre tu frente,
heredará tu altura la montaña
y tu valor el toro del bramido. […])
Esa especie de reacción que hoy llamaríamos fundamentalista de cerrar los teatros, los cafés, y dedicar la vida entera a la guerra, no podía aceptarse. Una de las leyes de las ciudades cercadas, que he visto en otras después, o de las que he leído, y es algo que está pasando ahora mismo en las guerras del mundo, es la de la tendencia a la conservación de la normalidad.
En Madrid no dejaron de funcionar ni un solo día los teatros. Algunos que tenían nombres reales (Infanta Isabel, Infanta Beatriz…) quitaron el título o lo sustituyeron; otros fueron adoptando nombres de héroes de la guerra (Ascaso) o mantuvieron el suyo. El repertorio, sin embargo, era el mismo. En las publicaciones intelectuales se encuentran quejas de que la revolución no hubiese entrado en el teatro y continuasen los groseros juguetes cómicos, los espectáculos de variedades, las revistas y las burdas zarzuelas. Los esfuerzos para hacer un teatro innovador que había comenzado Federico García Lorca con La Barraca, o que hacían las Misiones Pedagógicas y las Milicias de Cultura, siguieron: pero el gran público prefería el melodrama o la comicidad violenta.
En el cine se seguían viendo las películas americanas y, cuando dejaron de venir por razones comerciales (sus distribuidores temían que no cobrarían nunca nada), se repetían las mismas. En algún lugar he contado que en Mares de China, de Clark Gable, Wallace Beery y Jean Harlow, se sentía la emoción y el riesgo de la guerra, pero que al salir del cine Bilbao el ruido de los cañones del frente próximo, o los lejanos disparos, o el ronroneo de los aviones, parecían menos reales, más burdos, que la ficción. Luego comenzaron a llegar las películas rusas: los cines se llenaban para ver Los marinos de Kronstadt o El acorazado Potemkin, a cuya condición de obra maestra no podía resistirse nadie. Venían melodramas como El circo: una muchacha trapecista, o caballista, no recuerdo ahora —y no hay documentación— tenía un desliz: y nacía un niño negro, al que ocultaba, naturalmente, en Estados Unidos. El malvado domador la pretendía, y la amenazaba con revelar el terrible secreto. El circo seguía su gira por el mundo, llegaba a Moscú; y era allí donde el despechado domador irrumpía en la pista con el niño ¡negro! en brazos. ¡Ah!, pero los rusos eran otra gente: tomaban el niño en brazos, se lo pasaban unos espectadores a otros mientras todos cantaban una canción de cuna: ¡allí no había racismo!
Es raro, digo antes, pero frecuente ver cómo las ciudades en guerra tienden a conservar la normalidad. Los filósofos de la ciencia han adoptado el nombre de entropía, derivado de la segunda ley de termodinámica, por la cual una fuerza negativa deteriora el impulso a la vida y a la organización y la permanencia: los más agudos creen que es la condición natural de lo satánico. Pero hay una fuerza contraria de la cual nadie diría que es entrópica, sino negentrópica, que tiende a que vida, e incluso lo mecánico, lo artificial, lo creado por la vida, los elementos de civilización y de cultura, los mecanismos de la sociedad, aun los reconocidos como perjudiciales o como prescindibles, permanezcan o tiendan a subsistir en las condiciones negativas.
La primera ciudad que he conocido directamente capaz de sostener la normalidad dentro del absurdo y del desorden de la guerra, dentro de un cerco y una posibilidad de muerte instantánea, fue Madrid. El gas, el agua, la electricidad, el metro, los tranvías, continuaron; en un salón de té como Molinero no había té ni café, quizá achicoria, puede que algunas infusiones; no había mantequilla, pero sí una pasta de cacahuetes, y una rara mermelada de pasas. Pero los camareros seguían sirviendo con su frac a las señoras que acudían al atardecer (una de ellas, con su hijo). Se iba a los centros de enseñanza, a los conciertos y a las exposiciones. A los teatros, digo.
Al Fuencarral, donde solían dar zarzuela (ahora es cine), acudía regularmente el general Miaja: daba ejemplo. Alguna vez los espectadores lo han tenido que abandonar urgentemente por la caída de los obuses en la proximidad.
Los comunistas contaban una historieta: se representaba La Dolorosa cuando hubo que salir huyendo del local; uno de los actores, despavorido, no advertía que corría por las calles vestido de fraile (el «hermano Rafael»); pero pasó un coche de la CNT/FAI y le ayudó:
—¡Entre, entre, padre! ¡Usted es de los nuestros!
Con ello querían aludir a la suposición de que los sindicatos anarquistas estaban infiltrados por la «quinta columna», por los fascistas.
Pienso que en Numancia o en Sagunto, o en Troya si hubo Troya, podía pasar lo mismo: la fuerza de la vida cotidiana.
¡Ah, Numancia!: contaban también que cuando al presidente Azaña le recordaban Numancia y le instaban a una resistencia igual ante el fascismo, Azaña contestaba:
—Claro, claro, pero es que en Numancia no tenían aviones…
En aviones, en los últimos momentos, huyeron al exilio el Gobierno y los responsables. Trataban de organizar Numancia desde el extranjero.
Los bares, los cafés, estaban llenos. Chicote, en la Gran Vía, fue una institución. Está reflejado en la comedia de guerra de Fernán-Gómez Las bicicletas son para el verano, que cuenta el cerco de Madrid; y la caída. Casi enfrente estaba La Granja del Henar: ya no iba Azaña, como en otros tiempos; ni Valle-Inclán, que presidió la tertulia —más por carácter, por fiereza personal, que por otra cosa—, pero iban los periodistas, los corresponsales de guerra. Y los milicianos.
«Ésta era una ciudad perezosa y despreocupada. En la Puerta del Sol gritaban los vendedores de periódicos y de corbatas. Por la calle de Alcalá paseaban hermosas mujeres de ojos enormes. Desde la mañana hasta la noche, en el café Granja discutían los políticos sobre las ventajas de las distintas constituciones mientras tomaban café con leche. Al lado de los rascacielos unos burros dejaban oír sus voces armoniosas, y los limpiabotas cantaban romanzas sentimentales. Fue una ciudad, pero ahora era el frente, entraba la guerra. La guerra se hizo plato del día, la muerte apenas un detalle.
En las calles sin barrer había cascotes de granada, trozos de carteles viejos, basuras revueltas por el viento. Por la mañana temprano mujeres y soldados rodeaban las fogatas públicas, para entrar en calor. Delante de las lecherías una fila interminable de compradores. Casas en ruinas: aquí ha caído una bomba. Las ventanas parecen cavernas negras. Al lado, otra casa todavía da señales de contener seres vivientes y en la ventana un hombre anuda meticulosamente su corbata. Frío, penetrante frío madrileño. No existe la costumbre de calentar los interiores.
En el café, con un frío polar y el aire lleno de humo de tabaco, están sentados los madrileños, riéndose. No han olvidado lo que son chistes. Los chicos venden con puntualidad sus diarios. No hay más que una hoja, impresa por ambos lados, porque escasea el papel. Unos poetas han publicado una antología de cantos revolucionarios. Las poesías han sido concebidas, compuestas e impresas, todo en un lugar distante sólo dos kilómetros de las trincheras fascistas.
En los restaurantes de lujo se ven los abrigos de piel cortos de los soldados. Mozos de chaqueta blanca están sirviendo espectacularmente lentejas. De vez en cuando hay, en vez de lentejas, piedras. Los hoteles, donde solían alojarse banqueros y artistas de gran fama, están ahora ocupados por los heridos; sobre los cristales de las ventanas han pegado tiras de papel delgado y parecen rejas de prisión. Muchas ventanas no tienen cristal alguno. Vi a una muchacha comprando un perfume. En los sótanos de las casas, estas catacumbas de Madrid, tabletean las máquinas de escribir.
Las calles se tornan imperceptiblemente trincheras. De noche, la ciudad parece un campo de batalla. De vez en cuando suenan cañonazos. Los faros de un automóvil rescatan de la oscuridad una columna, una fuente, un árbol. No se ve la ciudad, se la siente[22]».
(Ilya Ehrenburg, 1891-1967. Fue uno de los dos grandes escritores universales (el otro fue Hemingway) que contaron la guerra de España desde dentro de Madrid. Ehrenburg, que de niño participó en la revolución de 1905 y fue encarcelado, había escrito ya sobre este país: España, República de Trabajadores, La Puerta del Sol. Obtuvo el Premio Lenin de la Paz. Fue uno de los pocos que volvieron a la URSS después de haber estado en la guerra de España a los que Stalin no depuró: les consideraba contaminados de trotskismo, de anarquismo).
(Ernest Hemingway, 1899-1961. Había escrito crónicas de España y alguna novela famosa, Fiesta, cuando vino como corresponsal de guerra; sus artículos están recogidos en varios libros. Tuvo el Premio Nobel en 1954. Se suicidó en 1967. Durante su estancia en Madrid escribió una obra de teatro sobre la clandestinidad franquista en la ciudad que se llamó La quinta columna: no le gustó a él mismo. No tenía por qué gustarle. Decía, luego, que la había escrito mientras su hotel había sido alcanzado más de treinta veces por los proyectiles: «Si no es una obra buena, puede que ésa sea la razón». Escribió numerosos cuentos y artículos sobre la guerra de España, y una novela universal: ¿Por quién suenan las campanas?, título tomado de un poema de John Done y que tenía una intención clara: el toque de muertos no sólo sonaba para los españoles, sino para toda Europa, que pronto se vería envuelta en la guerra por el fascismo. «España está en guerra desde hace dos años —escribía en Ken—; China, desde hace uno. La guerra estallará en Europa probablemente el año que viene». Fue verdad. La novela no era piadosa para ninguno de los dos bandos. Los defectos que pudiera tener se vieron, sobre todo, como es costumbre, en la versión cinematográfica. Les recuerdo vagamente en el salón del hotel Inglés de Valencia: mi padre me los mostró a él y a Ehrenburg, y otros periodistas: quizá Koltzov. El recuerdo más concreto es el de una periodista rusa cuadrada, de pelo liso y melena corta sobre una cara redonda, que escribía a máquina y fumaba un enorme puro. Fue la primera mujer que vi fumando puro. Estaba más acostumbrado a las damitas de los cigarrillos turcos o egipcios, a veces emboquillados de raso rojo para que no quedara la mancha del rouge de los labios, o con larguísimas boquillas. La costumbre desapareció con la guerra. En Madrid, Hemingway salía del hotel Florida de la plaza del Callao, llegaba a la Gran Vía: hacia la izquierda podía llegar al frente; a la derecha estaba Chicote. Pero el whisky se había acabado…).
«La ventana del hotel está abierta y, cuando estás tumbado en tu cama, se escucha la fusilería del frente, a diecisiete calles de allí. Disparan toda la noche. Los fusiles hacen tac crac pac, tac; y luego una ametralladora abre el fuego. Es de mayor calibre, y mucho más ruidosa, ran tararan ran ran. Después llega el ruido de un obús de mortero o de trinchera, y una ráfaga de ametralladora. Sigues acostado; y es maravilloso estar en la cama, con los pies estirados, calentando poco a poco el fondo frío, y no en la Ciudad Universitaria, o en Carabanchel. Un hombre canta con voz ronca abajo, en la calle, y tres borrachos discuten mientras uno se adormece.
Por la mañana, antes de que te llamen desde la conserjería, la detonación ensordecedora de un obús explosivo te despierta y vas a la ventana a mirar a la calle, y ves a un hombre que corre, con la cabeza agachada y el cuello de la chaqueta subido, a toda velocidad sobre los adoquines. Notas el olor acre de las explosiones químicas, que habrías querido no percibir nunca más, y en bata, con pantuflas, bajas velozmente la escalera de mármol y estás a punto de tropezar con una dama madura, herida en el abdomen, mientras dos hombres en mono azul la ayudan a entrar en el hall del hotel. Tiene las dos manos cruzadas sobre su grueso pecho a la antigua moda española, y por entre sus dedos sale un hilillo de sangre. En la esquina, treinta metros más lejos, hay un montón de escombros, asfalto roto en pedazos, tierra removida: y un hombre muerto, con la ropa destrozada y cubierta de polvo; hay un gran agujero en el suelo, del que fluye el gas de una cañería rota como un milagro de calor en el aire frío de la mañana.
—¿Cuántos muertos? —preguntas a un guardia.
—Uno sólo —contesta—; el obús ha hundido el asfalto y ha explotado abajo; si hubiera explotado en el adoquinado podría haber cincuenta muertos.
Un guardia recubre la parte alta del tronco: falta la cabeza. Llaman para que reparen las tuberías del gas; y entras al hotel para tomar tu desayuno. Una camarera con los ojos enrojecidos limpia de sangre el mármol. El muerto no eras tú ni ningún amigo; y todo el mundo tiene hambre por la mañana después de una noche fría y de la larga jornada del día anterior en Guadalajara.
—¿Lo has visto? —pregunta alguien durante el desayuno.
—Claro —contestas.
Por allí pasamos una docena de veces al día. Precisamente por esa esquina. Alguien bromea sobre los dientes arrancados, y otro le dice que no se ría con eso. Y todo el mundo tiene ese sentimiento que caracteriza la guerra. “No era yo, ¿lo ves? No era yo”.
Dicen que no se oye jamás la bala que te mata. Es verdad, porque si las oyes, es que ya han pasado. Pero este corresponsal escuchó el último obús que alcanzó su hotel. Le escuchó salir de la pieza que lo disparó, después llegar con un rugido sibilante que se iba ampliando como un tren del metro, y se aplasta contra la cornisa; y hace caer en la habitación una lluvia de yeso y de cristal roto. Y mientras el cristal cae aún y aprestas el oído para oír salir el próximo obús, te das cuenta, al fin, de que has vuelto a Madrid. […] La cerveza es escasa, y el whisky casi inencontrable. Los escaparates de las tiendas están llenos de imitaciones españolas de todas las bebidas, whiskies y vermús. No son recomendables para el uso interno, pero yo uso, a veces, algo que se llama “Milord Ecosses Whisky” para la cara, después del afeitado. Escuece un poco, pero me siento limpio. […] En este momento, un obús acaba de caer sobre una casa un poco más arriba del hotel en el que escribo. Un niño llora. Un miliciano le toma en los brazos y le consuela. No ha habido muertos en nuestra calle, y las gentes que habían comenzado a correr recobran su paso y sonríen nerviosamente. El que no había corrido en absoluto mira a los otros con un aire muy superior, y la ciudad en que vivimos se llama Madrid[23]».
«Esta noche hay combate», decíamos en casa cuando se oían las ametralladoras, los fusiles, los morteros. Y se veían: a veces el bajo cielo sobre el horizonte mostraba como un relámpago ininterrumpido, como aquel rayo que no cesaba, una luz móvil, azulada, con haces rojos. Pero no era conveniente asomarse: llegaban las balas perdidas, golpeaban sobre la fachada: llevaban poca fuerza y se estrellaban sobre las persianas. Una vez entró una de ellas por el balcón, perforó mi armario y desapareció. Tiempo después la encontré en un bolsillo de chaleco: del primer traje completo de mi vida, ya con pantalón largo, que habíamos comprado en El Águila de Valencia. Una conversación habitual: la rara trayectoria de las balas perdidas. Incluso, decían los que sabían, dentro del cuerpo humano: se veía el orificio de entrada, pero a veces había que examinar todo el cuerpo para encontrar el de salida. Si es que había salido: a veces se quedaban dentro. Corría la leyenda de que Franco tenía dentro una bala de la guerra de África que no le habían podido sacar nunca.
Vivíamos en las habitaciones interiores. Al comenzar el pasillo de las exteriores había un montón de cojines. Me acuerdo muy bien de los grandes, azules, rellenos de plumas, de los sillones Morrison (un estilo de la época): para pasar ante esas habitaciones que daban directamente al frente de combate, el frente amplio que iba desde Carabanchel a la Ciudad Universitaria, por la Casa de Campo; es el mismo paisaje que veo ahora, mientras escribo. Pero entonces no había nada delante; el Madrid de entonces, barrio de Argüelles, Rosales, era bajo y plano. Cuando uno pasaba delante de aquellas habitaciones, debía protegerse con un almohadón por si llegaba una bala, o una esquirla de metralla; se dejaba al otro lado para volver al interior.
No recuerdo una sensación placentera al estar en mi cama, adormecido, y escuchar el combate y, a veces, el chasquido de una bala en la fachada. Era una casa sentimental. Mi madre pensaba en los que estaban en el frente: en los nuestros y en los otros. Creía que los otros no estaban luchando por su voluntad, ¿cómo iba la gente pobre, los soldados, a luchar a favor de los fascistas, de los monárquicos, de los generales? Pero los soldados luchan siempre a favor de los generales, representados por su cabo, su sargento, o el alférez que, pistola en mano, sustituye un terror a lo probable por otro a lo seguro. Porque no tienen otras opciones. Y los generales suelen estar a favor de los monárquicos, de los fascistas, o de sus equivalencias. Y cuando uno está en la lucha y ha caído en el lado injusto, se vuelve uno injusto creyendo que eso es lo justo: lo que importa es que el otro es el enemigo, y que todo lo que le represente es repugnante. La gente humilde no siempre tiene ocasión de elegir; y es a la que busca la muerte.
Tampoco recuerdo una sensación de placer, o de alegría, por estar seguro. «Esta noche hay combate», decía mi madre, y nos pegábamos a las paredes, con nuestros almohadones, para mirar entre las persianas el resplandor de la guerra y escuchar sus ruidos. Nos acostábamos en la gran habitación interior que había sido comedor; mi madre ponía la radio y se alejaba de las emisoras de arengas y noticias; encontraba casi siempre una emisora del Canal de la Mancha, que hablaba en francés y en inglés y transmitía canciones de los dos países. Recordaba ella algunas de su vida en Londres, durante la guerra mundial (¡era una veterana!): después de todo, sólo habían pasado veinte años, y «veinte años no es nada». Han pasado más de sesenta de aquellas noches, y yo aún recuerdo un verso de una de aquellas canciones, y su música:
Je veux revoir encore un jour ma Normandie…
Mi madre me decía que durmiera tranquilo, que ella me despertaría si había bombardeo, o empezaban a disparar los obuses sobre Madrid. Ella se quedaba despierta: esperaba atentamente el coche que traía a mi padre desde el periódico. Le preparaba una bandeja con lo que hubiera: quizá café, o uno de sus múltiples sucedáneos; quizá una rodaja de pan de chusco untada con un poco de mantequilla de cacahuete. Poca cosa. Pero restauraba.