Capítulo V

La primera defensa de Madrid

Venía el lechero desde el campo en bicicleta. En casa no gustaba la leche de las vacas estabuladas en la ciudad, que salían a pastar por las mañanas y luego volvían a sus casas (casas de vecindad: por las ventanas de los bajos se veía, a veces, asomada una vaca, y salía un olor a establo, a hierba, a ganado); creían que era mejor la de las que vivían la relativa libertad de la vaca fuera de la ciudad. Principios ecológicos. De esos pastos venía al empezar el día el lechero, con las cántaras en un soporte de la bicicleta; subía con la lechera de dos litros llena, tomaba la vacía y se la colgaba al cinto.

Aquella mañana llegó demudado: no respiraba, no hablaba. Mi madre le sentó, le dio un vaso de agua fría.

—Señora, hay muertos en la carretera… Llegan al amanecer los coches de milicianos, les bajan, les dicen que salgan corriendo y les disparan…

Fue la primera vez que oímos la palabra paseo en la vida real. Estaba tomada del cine, de las películas de gángsters, como Scarface: agarraban a uno y le decían: «Anda, vamos a dar un paseo…».

«Los llevaban aquellos primeros días a la Casa de Campo. Había una checa en la antigua caseta del guarda. Juzgaba un mozalbete de dieciséis años, que se divertía dándoles el tiro de gracia cuando los cuerpos saltaban, convulsos, entre los tomillos.

—Quieto, ladrón, que ya vas a dormir en ese agujero un rato largo.

Les ponía la rodilla en la espalda y les saltaba la nuca.

Añadían la burla a la tragedia. Sarcasmo aprendido en las corridas de toros, que hace preguntar zumbón “¿Se ha caído?” cuando el picador yace conmocionado por el golpetazo. Al hecho, sagrado, de ver correr la sangre de los hombres le llamaban plebeyamente “el paseíto”.

Era el crimen motorizado. La agonía entre gasolina y ruidos de motor.

Caían cuatrocientos o quinientos diarios, gente inocente, por mero capricho.

—Tú tienes bigote de fascista.

Habían inventado el pretexto de que tiraban desde los balcones para asesinar a todos los muchachos de la clase media y de la alta burguesía[14]».

Uno de los episodios más dolorosos fue el asesinato de los presos en la Cárcel Modelo de Madrid a raíz de un incendio: los milicianos que la custodiaban creyeron que había sido provocado para que se fugasen los dirigentes de la conspiración, aunque también corrió la versión de que ellos mismos habían iniciado el fuego para poder realizar la matanza. Es posible que fuese un accidente que tuvo esas consecuencias.

«En la noche del 20 al 21 [de agosto], registróse por los aledaños de la Cárcel Modelo un sospechoso circular. Después se habló de un incendio. Los bomberos acudieron a sofocarlo, entre dantescas escenas de impotencia de la multitud penal. En aquel momento la cárcel estaba llena de personalidades civiles y militares, de gran significación en la vida española. Y la tragedia se consumó. Una turba de incontrolados asaltó la prisión, imponiéndose a guardias y vigilantes. Un destacamento de socialistas de la Motorizada, enviados allí con ánimo de evitar lo que se temía, llegó demasiado tarde. El silencio se hizo sobre aquel ignominioso episodio, pero de las noticias deslizadas se supo que entre las víctimas estaban el general Capaz, los ex ministros Rico Avello, Álvarez Valdés y Martínez de Velasco; Fernando Primo de Rivera, Julio Ruiz de Alda, Melquíades Álvarez, Albiñana… Militares, falangistas, liberales, demócratas, republicanos; de todo había entre las víctimas de aquel momento enfurecido. Allá en la soledad del Palacio Nacional sintió Manuel Azaña un estremecimiento de horror al saber la noticia de la ejecución de Melquíades Álvarez, su antiguo jefe político en el reformismo. Desde la tragedia de la Cárcel Modelo, el estar del presidente de la República sería una pura caída en el miedo físico y en la pesadumbre moral, al medir las dimensiones exactas —en consecuencias morales y materiales de una guerra civil de la que el episodio que costó la vida a Melquíades Álvarez y a tantos otros fue dolorosísima demostración[15]».

Dentro de los partidos republicanos y en el Gobierno hubo una reacción indignada, pero muy controlada. Nadie se atrevía a provocar a quienes disponían de armas y estaban dispuestos a todo. Eran, también, los que estaban conteniendo todavía al enemigo en los frentes próximos a Madrid; y formaban también parte de la clase más represaliada en las zonas franquistas.

En el primer número de El Mono Azul, Juan Ramón Jiménez también advertía:

«Sucesos de inevitable horror ocurren en todas las conmociones materiales y espirituales: terremotos, tempestades, luchas de destino, de elemento y- vida. Bien sé que es imposible alumbrar del todo la sombra, que nada enorme es perfecto. Pero que la destrucción y la muerte no pasen más de lo inevitable o merecido. ¡No matar nunca, no destruir nunca a ciegas! No debe ser ciega la fe del noble pueblo español».

El Socialista publicó en primera página este editorial:

«Un imperativo moral indeclinable.

De cara a nuestra responsabilidad, nunca tan despierta y vigilante como en los actuales momentos, nos declaramos enemigos de toda acción de violencia, en las personas y en las cosas, cualquiera que sea el designio con que se acometa. Para juzgar a cuantos han delinquido disponemos de la ley. Mientras dispongamos de ella necesitamos acatarla. Con ella todo es lícito; sin ella, nada. Lo hemos escrito así antes de ahora y lo repetimos, convencidos de que la reiteración es necesaria. Sólo conformando nuestra pasión con los dictámenes de la ley podemos sacar indemnes de las actuales vicisitudes aquella victoria moral que nos es indispensable para seguir disfrutando de la ayuda valiosa de la conciencia universal. La conducta de los rebeldes, cualquiera que sea la sevicia en que la inspiren, no puede servirnos de ejemplo ni de disculpa. ¿Acaso no estamos en el deber de probar que somos distintos? El derecho a la victoria tenemos que conquistarlo, no con palabras, sí con actos. Y ninguno tan eficaz como el de manifestar la serenidad de nuestro ánimo con el respeto a la vida de los rehenes y los prisioneros. No invocamos, al recordar ese deber, razón ninguna de conveniencia. Las hay. Y abundantes. Recordemos que también los rebeldes tienen rehenes y prisioneros. Estimular en el adversario el odio equivale a dictar condenas de bárbara muerte contra familias enteras de trabajadores. Mejor que esta imprudencia, de la que nada bueno cabe prometerse, es intentar, aun cuando el propósito no se logre, ejemplarizarle con un proceder, humano, respetuoso y sereno. Que la ley se cumpla en tantos casos como deba cumplirse. Pero fuera de la ley —dicho queda con nuestra responsabilidad—, que nadie se autorice licencia alguna, si no busca deliberadamente causarnos víctimas del otro lado de la línea de fuego, ofender la razón de nuestra causa y enajenarnos la simpatía de la conciencia universal, que todos ésos, y algunos más que nos callamos, son los riesgos de una conducta vesánica en quienes no pueden, por ningún motivo, perder la sensibilidad[16]».

(Julián Zugazagoitia Mendieta 1899-1940. Periodista, compañero de Prieto en Bilbao, diputado socialista en 1931, director de El Socialista, atacó públicamente los excesos en la represión en la zona republicana: ministro de Gobernación en 1937 con el encargo preciso de acabar con las represiones de los «incontrolados», se unió a Negrín cuando éste se enfrentó con Prieto, que pretendía cesar la resistencia. Fue al exilio al terminar la guerra: detenido por la Gestapo alemana tras la ocupación de Francia, fue entregado a Franco junto con su compañero Francisco Cruz Salido, Companys y Rivas Cherif. Un Consejo de Guerra le condenó inmediatamente a muerte. En la mañana del 8 de noviembre de 1940 los condenados recibieron noticias de que habían sido indultados, pero por la noche se supo que el indulto no alcanzaba a todos. El 9 de noviembre Cruz Salido y Zugazagoitia fueron fusilados; están enterrados juntos, en el Cementerio Civil de Madrid, bajo una lápida en forma de libro).

«Aún dormía sobresaltado Madrid.

En su lujoso despacho del ministro de Marina, Indalecio Prieto recibía en pijama a rayas y zapatillas al doctor Pittaluga.

—Querido Prieto: vengo avergonzado de la desorganización del frente. He estado en Oropesa con el agregado militar a la embajada inglesa y lo han querido fusilar. Riquelme no sabe lo que se hace. Le ha dado un salvoconducto a un redactor de la Agencia Hayas para una zona que, según él, no estaba batida, y le han herido. Hay un desbarajuste tremendo.

Prieto le escuchaba con indiferencia.

—Eso no es nada. Lo grave es lo que está pasando ahora mismo en Madrid. Las milicias han entrado en la cárcel y están fusilando a los presos.

Le miró fijamente y le puso una mano sobre el hombro. Le dijo recalcando la frase:

—Esta noche, amigo Pittaluga, hemos perdido la guerra[17]».

(Gustavo Pittaluga Fattorini, 1876-1956. Médico italiano, especialista en paludismo; Ramón y Cajal le instó a quedarse en España y se nacionalizó español; catedrático en Madrid, miembro de la Real Academia de Medicina, persona conocidísima en la política y la vida intelectual madrileña; fueron famosos sus libros Grandeza y servidumbre de la mujer y Ensayos de una terapia biológica del vicio. Diputado en las Cortes Constituyentes de 1931, se exilió al terminar la guerra. Murió en La Habana).

Cinco meses después, un observador extranjero de calidad, pero indudablemente marcado por sus opiniones antifascistas, consideraba terminado el «terror rojo»:

«Encontré a este ciudadano en el Hotel Florida, de Madrid, a fines de abril del año pasado. Era al atardecer; él había llegado de Valencia la noche antes. Había pasado el día escribiendo un artículo. Era un hombre alto, con ojos grandes y lacrimosos, mechas de cabello rubio cuidadosamente alisadas sobre su cráneo calvo y plano.

—¿Cómo encuentra usted Madrid? —le pregunté.

Aquí reina el terror —dijo ese periodista—; veo las pruebas por donde se vaya. Se ven millares de cadáveres.

—¿Cuándo llegó usted? —pregunté.

Anoche.

—¿Dónde ha visto usted los cadáveres?

—Por todas partes. Se les ve al amanecer.

—¿Ha salido usted al amanecer?

—No.

—¿Ha visto usted cadáveres?

—No. Pero sé que los hay.

—¿Qué pruebas de terror tiene usted?

—Está aquí… No puede usted negar que el terror está aquí.

—¿Ha visto usted una prueba con sus propios ojos?

—No he tenido tiempo de verlo yo mismo: pero está aquí.

—Escuche —le dije; ha llegado aquí anoche. No ha salido a la calle, y nos dice a nosotros, que vivimos y trabajamos aquí, que reina el terror.

—No puede usted negar que reina el terror —dijo este experto—; se ven las pruebas en todo.

Creí que había usted dicho que no había visto pruebas.

—Están en todas partes.

Le dije entonces que nosotros éramos una media docena de periodistas que vivíamos y trabajábamos en Madrid y nuestro trabajo sería, si el terror reinase, descubrirlo, informar acerca de él. Que tenía amigos en la Seguridad, amigos de otros tiempos, en los que podía confiar, y que sabía que ese mes habían sido fusiladas tres personas por espionaje. Me habían invitado a asistir a una ejecución, pero me encontraba en el frente y tuve que esperar cuatro semanas antes de que hubiera otra. Que había personas ejecutadas en los primeros días de la revolución por elementos “incontrolados”, pero durante meses Madrid había estado tan seguro, tranquilo y libre de todo terror como cualquier otra capital de Europa. Toda persona fusilada o muerta en un “paseo” iba al depósito de cadáveres, y allí podía comprobarlo él mismo, como lo habían hecho todos los periodistas.

—No trate usted de negar que aquí reina el terror —me dijo—: usted sabe que reina el terror.

Como era un corresponsal de un periódico realmente importante por el cual yo tenía mucho respeto, no le pegué una bofetada. Además, si hubiese zumbado a un tipo así, él lo habría considerado eso como una prueba de que el terror reinaba. Además, la conversación había sucedido en la habitación de una periodista americana y creo, pero no puedo ser categórico, que él llevaba gafas. […] Aquella noche, en el restaurante de la Gran Vía, conté la cosa a algunos corresponsales serios, apolíticos e imparciales, que arriesgaban su vida a diario trabajando en Madrid y que habían negado que el terror reinase en la ciudad desde que el Gobierno había conseguido controlar la situación y terminar con el terror. Estaban absolutamente indignados de ver cómo ese intruso, que acababa de llegar a Madrid, les hacía pasar a todos por falsos…»[18]

Pero había un terror. Había unos crímenes. Los «paseos», las «checas», los asesinatos espontáneos, las organizaciones de represión, como la Brigada del Amanecer de García Atadell (el Gobierno de la República le persiguió; huyó en un barco hacia América con un tesoro robado a sus víctimas, pero alguien —se dice que el propio Gobierno republicano— le denunció en la escala que hizo en Canarias y los franquistas le sacaron del barco, le llevaron a Sevilla, le condenaron a muerte y le ahorcaron: según sus ejecutores, entre gritos de arrepentimiento y peticiones a la clemencia divina) y los Linces de la República; los que se vengaban de sus amos, de sus «señoritos», pudieron causar unos 7.000 asesinatos (según cifras franquistas) desde el momento de la sublevación hasta el Ministerio de Largo Caballero y sobre todo hasta la creación de la Junta de Defensa, aunque durante ella se produjeron los sucesos de Paracuellos o del «Tren de la Muerte». «Aquí se fusila como se tala un bosque», escribía Saint-Exupéry a sus lectores de París.

Después pudo haber en Madrid otros seis o siete mil asesinatos en los años siguientes hasta el final de la guerra. El presidente del Tribunal Supremo, Mariano Gómez, se presentó inmediatamente a la Junta de Defensa para ofrecer, en nombre de los magistrados, «la adhesión profunda del Tribunal Supremo a la misión histórica de la Junta de Defensa, ofreciéndose a ella con toda su significación jurídica y moral para colaborar en la obra patriótica que el Gobierno de la República le había encomendado», según ABC del 10 de noviembre. Santiago Carrillo relata que la conversación versó directamente sobre la posibilidad de crear unos Tribunales Populares, con magistrados de carrera y presididos por uno de ellos pero con vocales de todos los partidos del Frente Popular, con el objeto de que todos los detenidos pudieran obtener un juicio todo lo justo que se podía hacer en una situación tan desesperada, lo que evitaría muchos asesinatos. Fue el Gobierno de Largo Caballero, por un decreto de Azaña, el que aceptó esa forma de Justicia con el nombre de Tribunal Especial para Delitos de Rebelión y Sedición contra la Seguridad del Estado, hurtando el nombre de Tribunal Popular. El fiscal del Tribunal Especial en Barcelona, José Andreu Abelló, me contó en su exilio de Tánger —donde fue director de un banco inglés hasta que regresó a Barcelona aún con Franco en el poder— que, aunque tuvieron que dictar penas de muerte, consiguieron salvar a muchas personas, que fueron condenadas a prisión o puestas en libertad.

El Cuerpo Diplomático en Madrid protestó oficialmente contra los asesinatos; los informes de las matanzas en los países extranjeros dañaron considerablemente al Gobierno de la República, y fueron atribuidas directamente al Partido Comunista y a la influencia soviética. Los crímenes de Franco no alcanzaron, lógicamente, esa difusión: eran más bien los actos de defensa de los salvadores. Las embajadas en Madrid realizaron una labor impresionante: acogieron a miles de refugiados, que vivían hacinados y con dificultades de abastecimiento. Algunos de los representantes extranjeros, como el chileno Núñez Morgado, fueron considerados héroes por su labor de salvamento y por las evacuaciones de estos refugiados en vehículos con banderas extranjeras hasta barcos en Barcelona o Valencia. A la sana intención caritativa hay que unir el hecho de que los embajadores y sus gobiernos participaban ya de la idea de anticomunismo alegada por Franco, y es muy posible que desde algunas de esas embajadas se hicieran enlaces de la «quinta columna» con la zona franquista. Hay testimonios de la vida en las embajadas en algunos libros: en Madrid, de corte a checa, de Agustín de Foxá, o en Una isla en el mar Rojo, de Wenceslao Fernández Flórez. Es curioso que, a pesar de sus sufrimientos, los refugiados no tuvieran mucho reconocimiento por parte de los militares cuando ganaron la guerra: los más drásticos de entre ellos, y el propio Franco, consideraban que el refugio había sido a veces un subterfugio para no combatir. En general, los que permanecieron en Madrid fueron tomados siempre como sospechosos, a excepción de los muy reconocidos como quintacolumnistas.

La labor de estas embajadas al terminar la guerra, cuando los republicanos pidieron refugio, fue mucho más parca y, en algunos casos, rehusada. Además, Franco negó permiso para la evacuación de los nuevos refugiados, salvo en casos como el de la Embajada de Chile, que tan dignamente había salvado vidas franquistas.