Asalto a la República
Franco ya había publicado, el mismo 17 de julio, el bando de declaración del estado de Guerra: de lo que debía ser un golpe de Estado más («una vez más…», dice el texto) de los que se llamaron «espadones» en el XIX, pero que fue ya guerra. El bando es el primer documento faccioso: es, en fin, la declaración de guerra de quien aún no sabía que iba a tener el culto a la personalidad más largo y más espectacular de la historia de España. Son notables las palabras en mayúscula: España, Orden, Autoridad, Justicia, Procedimiento Sumarísimo (no aparece, sin embargo, la mención de «será pasado por las armas…», característica de los bandos de los movimientos militares). Sí aparece la mención a la República; en otras proclamas que pude compulsar en la Alta Comisaría de España en Marruecos se llega a decir: «¡Viva la República!». Es probable que en la idea de Franco no estuviese nunca el deseo de restauración monárquica, como, de hecho, no la produjo, y rechazó rápidamente al heredero de la Corona Juan de Borbón cuando entró en España como voluntario; quizá ése no fuera el deseo de otros militares sublevados abiertamente monárquicos, como Sanjurjo o Mola. También las menciones a la República pueden interpretarse como una mano tendida a los militares, guardias civiles y de Asalto para atraerles sin que se comprometieran contra el régimen y la bandera que habían jurado. Quizá para librarse él mismo, si su acción fracasaba, de la pena de muerte. Sanjurjo fue condenado por su bando de 1932, pero indultado después y puesto en libertad en 1934. El texto del bando es éste:
«Don Francisco Franco Bahamonde, General de División y Jefe de las Fuerzas Armadas de África. Hago Saber:
Una vez más el Ejército, unido a las demás fuerzas de la Nación, se ha visto obligado a recoger el anhelo de la gran mayoría de españoles que veían con amargura infinita desaparecer lo que a todos puede unirnos en un ideal común: ESPAÑA.
Se trata de restablecer el imperio del ORDEN dentro de la REPÚBLICA, no solamente en sus apariencias o signos exteriores, sino también en su misma esencia, para ello se precisa obrar con JUSTICIA que no repara en clases ni categorías sociales, a las que ni se halaga, ni se persigue, cesando de estar dividido el país en dos grupos, el de los que disfrutan del poder y el de los que eran atropellados en sus derechos, aun tratándose de leyes hechas por los mismos que las vulneraron: la conducta de cada uno guiará la conducta que con relación a él seguirá la AUTORIDAD, otro elemento desaparecido de nuestra nación y que es indispensable en toda colectividad humana, tanto si es en régimen democrático, como si es en régimen soviético, en donde llegará a su máximo rigor. El restablecimiento de este principio de AUTORIDAD, olvidado en los últimos años, exige inexcusablemente que los castigos sean ejemplares, por la seriedad con que se impondrán y la rapidez con que se llevarán a cabo sin titubeos ni vacilaciones.
Por lo que afecta al elemento obrero, queda garantizada la libertad de trabajo, no admitiéndose coacciones ni de una parte ni de otra. Las aspiraciones de patronos y obreros serán estudiadas y resueltas con la mayor justicia posible, en un plan de cooperación, confiando en que la sensatez de los últimos y la caridad de los primeros, hermanándose con la razón, la justicia y el patriotismo sabrán conducir las luchas sociales a un terreno de comprensión con beneficio para todos y para el país. El que voluntariamente se niegue a cooperar o dificulte la consecución de estos fines será el que primero y principalmente sufrirá las consecuencias.
Para llevar a cabo la labor anunciada rápidamente,
Ordeno y Mando:
Art. 1. Queda declarado el ESTADO DE GUERRA en todo el territorio de MARRUECOS, y, como primera consecuencia, militarizadas todas las Fuerzas Armadas, sea cualquiera la Autoridad de quien dependían anteriormente con los deberes y atribuciones que competan a las del Ejército y sujetas igualmente al Código de Justicia Militar.
Art. 2. No precisará intimación ni aviso para repeler por la fuerza agresiones a las fuerzas indicadas anteriormente, ni a los locales o edificios que sean custodiados por aquellas, así como los atentados y “sabotajes” a vías y medios de comunicación y transporte de toda clase y a los servicios de agua, gas y electricidad y artículos de primera necesidad. Se tendrá en cuenta la misma norma para impedir los intentos de fuga de los detenidos.
Art. 3. Quedan sometidos a la jurisdicción de guerra y tramitados por PROCEDIMIENTO Sumarísimo:
Los hechos comprendidos en el artículo anterior.
Los delitos de rebelión, sedición y los conexos de ambos, los de atentados y resistencia a los agentes de la autoridad, los de desacato, injuria, calumnia, amenaza y menosprecio a los anteriores o a personal militar o militarizados que lleven distintivo de tal, cualquiera que sea el medio empleado, así como los mismos delitos cometidos contra el personal civil que desempeña funciones de servicio público.
Los de tenencia ilícita de armas o cualquier otro objeto de agresión utilizado o utilizable por las fuerzas armadas con fines de lucha o destrucción. A los efectos de este apartado quedan caducadas todas las licencias de uso de armas concedidas con anterioridad a esta fecha. Las nuevas serán tramitadas y despachadas en la forma que oportunamente se señalará.
Art. 4. Se considerarán también como autores de los delitos anteriores los incitadores, agentes de enlaces, repartidores de hojas y proclamas clandestinas o subversivas, los dirigentes de las entidades que patrocinen, fomenten o aconsejen tales delitos, así como los que directa o indirectamente contribuyan a su comisión y preparación, así como los que directa o indirectamente tomen parte en atracos y robos a mano armada o empleen para cometerlos cualquier otra coacción o violencia.
Art. 5. Quedan totalmente prohibidos los LOCKOUTS y HUELGAS. Se considerará como sedición el abandono de trabajo y serán principalmente responsables los dirigentes de las asociaciones o sindicatos a que pertenezcan los huelguistas aun cuando simplemente adopten la actitud de “brazos caídos”.
Art. 6. Queda prohibido el uso de banderas, insignias, uniformes, distintivos y análogos que sean contrarios a este bando y al espíritu que lo inspira, así como el canto de himnos de análoga significación.
Art. 7. Se prohíben igualmente las reuniones de cualquier clase que sean, aun cuando tengan lugar en sitios públicos como restaurantes o cafés, así como las manifestaciones públicas.
Art. 8. Serán depuestas las autoridades principales o subordinadas que no ofrecen confianza o no presten el auxilio debido y sustituidas por las que se designen.
Art. 9. Quedan en suspenso todas las leyes o disposiciones que no tengan fuerzas de tales en todo el territorio nacional, excepto aquellas que por su antigüedad sean ya tradicionales. Las consultas resolverán los pasos dudosos.
Art. 10. Los reclutas en Caja y los soldados de primera y segunda situación de servicio activo y los de reserva que sean acusados de delitos comprendidos en este rango o en el Código de Justicia Militar, quedan sometidos a la jurisdicción de Guerra.
Art. 11. Los jefes más caracterizados o más antiguos de la Guardia Civil, Carabineros, Seguridad y Asalto, con mando y a falta de ellos los Cuerpos Forales, Mozos de Escuadra, etc. (donde existan), se harán cargo del mando civil en los territorios de su demarcación, siempre que en ellos no haya fuerzas del Ejército a quien compete en primer lugar.
Art. 12. Quedan sometidas a la CENSURA MILITAR todas las publicaciones impresas de cualquier clase que sean; para la difusión de noticias, se utilizará la radiodifusión y los periódicos, los cuales tienen la obligación de reservar en el lugar en el que se les indique espacio suficiente para la inserción de las noticias oficiales únicas que sobre orden público y política podrán insertarse. También quedan sometidas a la censura todas las comunicaciones eléctricas, urbanas e interurbanas.
Art. 13. Queda prohibido, por el momento, el funcionamiento de todas las estaciones RADIOEMISORAS PARTICULARES de onda corta o extractora, incurriendo los infractores en los delitos indicados en los artículos 3.º y 4.º.
Art. 14. Ante el bien supremo de la Patria quedan en suspenso todas las garantías individuales establecidas en la Constitución, aun cuando no se haya consignado especialmente en este bando.
Art. 15. A los efectos legales, este Bando surtirá efecto inmediatamente después de su publicación.
POR ÚLTIMO: Espero la colaboración activa de todas las personas patrióticas, amantes del orden y de la paz que suspiraban por ese Movimiento, sin necesidad de que sean requeridas especialmente para ello, ya que siendo sin duda estas personas la mayoría por comodidad, falta de valor cívico o por carencia de un aglutinante que aunara los esfuerzos de todos, hemos sido dominados hasta ahora por unas minorías audaces sujetas a órdenes internacionales de índole varia, pero todas igualmente antiespañolas. Por esto termino con un solo clamor que deseo sea sentido por todos los corazones y repetido por todas las voluntades: ¡VIVA ESPAÑA!».
Estábamos al borde de la radio. Machaconamente Se repetía que no pasaba nada, que todo estaba dominado. Más tarde, un locutor (Augusto Fernández, oficial de Carabineros) que haría su voz famosa, emitió esta consigna: «No pasa nada, y si pasa no importa…».
Pasó todo: y todavía importa.
Una noticia cierta: en Barcelona había fracasado la rebelión militar. Salió una columna de la Guardia Civil, llegó hasta la Generalidad y se puso a las órdenes de la autoridad civil: de Lluis Companys.
(Lluis Companys y Jover, 1982-1940. Abogado, defendió a los sindicalistas acusados de pistolerismo por la patronal. Militante de Unión Republicana, fundador de periódicos como La Lucha, La Forja y La Barraca. Diputado en 1921. Fundador de la Unió de Rabassaires; perseguido por Primo de Rivera. Fundador de Esquerra Republicana en 1931; cuando el coronel Maciá proclamó la República catalana, el 14 de abril de 1931, simultáneamente con la II República española, fue nombrado gobernador de Barcelona, vicepresidente del Parlamento y ministro de Marina; al morir Maciá fue elegido presidente de la Generalidad. El Gobierno de Lerroux, que suspendió el proceso del Estatuto catalán, le encarceló tras los sucesos de 1934 y le condenó a treinta años de trabajos forzados; fue amnistiado por el Frente Popular. En 1939, al entrar los franquistas en Barcelona, se exilió a Francia; cuando los alemanes ocuparon el país le entregaron, con otros exiliados, a Franco: fue condenado a muerte y fusilado en el fuerte de Montjuich el 15 de octubre de 1940).
En Madrid, las agrupaciones sindicales y los partidos obreros pedían armas. El Gobierno las negaba: creía que podía dominar por sí solo, con las fuerzas de policía y con los militares leales, la rebelión africana. Pero entre el pueblo cundía la idea de que se estaba negociando un acuerdo, una especie de pacto. Se sabe que hubo negociaciones.
«A media noche [del día 19 de julio, domingo] corrieron rumores alarmantes de claudicación. Circuló la noticia, luego confirmada, de la formación de un gabinete con Martínez Barrio, presidente de las Cortes, al frente —y Sánchez Román—, para llegar a un compromiso con los sublevados, a los que se ofrecían varias carteras ministeriales. Una manifestación gigantesca inundó la capital en las primeras horas de la madrugada reclamando armas y un gobierno dispuesto a liquidar el alzamiento de los generales desleales a la República. Había sido iniciada por los comunistas y pronto adquirió carácter general. Recorrió la plaza de Oriente, Arenal, Puerta del Sol, San Jerónimo, Alcalá y Castellana, para estacionarse sucesivamente ante el Palacio Nacional, Gobernación, Ministerio de Estado, Presidencia del Gobierno y Ministerio de la Guerra. Muchos de los participantes vimos amanecer en el Pacífico, frente al Parque de Artillería, solicitando y esperando la entrega de armas para luchar contra los facciosos.
Más que clamores, eran gritos telúricos, verdaderos alaridos de “¡A-ar-mas!”, “¡a-ar-mas!”, ante la sordera voluntaria de los gobernantes republicanos, que parecían interesados en que sucumbieran ahogados en sangre los bastiones de la resistencia popular inerme que se oponía heroicamente a la sublevación de la casta militar, respaldada por la Banca, los terratenientes, las jerarquías eclesiásticas, los magnates industriales y la reacción monárquico-tradicionalista.
En esta caliginosa jornada del mes de julio el pueblo desautorizó dos gobiernos inoperantes, sin voluntad, anclados en la imprevisión, contemporizadores y capitulacionistas con los militares sublevados o conspiradores en trance, a los que se atribuía incluso extrañas lealtades, mientras se dejaba inermes a quienes hubieran podido derrotar a los traidores en sus primeras acciones. Y decidió no entregarse sin lucha, aceptar el reto, no renunciar a los derechos y libertades ganados con más de un siglo de cruentas batallas, venciendo la humillación secular y el miedo. Carecía de armas y de ejército, pero contaba con una fuerza temible: la de sus organizaciones democráticas, políticas y sindicales, unánimes en la repulsa al levantamiento y la defensa de la República[9]».
En algunos cuarteles de la policía se entregaron armas a los obreros. El Gobierno hizo, acuciado por la izquierda, una entrega de fusiles, pero estaban sin cerrojos, inútiles. La multitud supo que los sublevados se habían hecho fuertes en el Cuartel de la Montaña (la montaña del Príncipe Pío, por la calle de la Princesa, donde está ahora el Templo de Debod: hay allí todavía una lápida puesta por los franquistas recordando el sacrificio de quienes entonces les fueron leales). Estaban cercados por militares republicanos y el gentío se iba reuniendo en torno.
«Orad de la Torre, capitán de artillería, había instalado en la calle Bailén las dos piezas de campaña de 75 mm. A menos de 500 metros surgía de la oscuridad la masa rectangular del Cuartel de la Montaña situado sobre un leve promontorio.
Habían surgido problemas al solicitar permiso del Ministerio de la Guerra para sacar las piezas de campaña a la calle. Había tenido que ir al Palacio Nacional que ahora quedaba detrás de él y de los cañones en busca del permiso del presidente Azaña.
—Pero ¿qué baterías? —preguntó Azaña—. Me han dicho que no hay piezas de campaña dotadas de telémetro.
—Mi presidente —repliqué—, eso no importa. Voy a instalar la artillería aquí mismo, en la calle Bailén, y apuntaré directamente. No puedo fallar el tiro. Además, eso animará a la gente[10]».
«Como consecuencia del tiroteo de cañón y fusilería que durante toda la madrugada se ha sostenido frente al cuartel de la Montaña, los sediciosos que se hallaban agrupados en este cuartel se han rendido a las once menos cuarto de la mañana de ayer.
[…] Todos los deseos de las fuerzas del Gobierno estaban concentrados en lograr la detención del cabecilla sedicioso, general Fanjul, que fue subsecretario del Ministerio de la Guerra durante la época en que fue ministro el señor Gil-Robles; se dijo que se había suicidado; pero luego se supo que había sido detenido y trasladado a los calabozos de la Dirección General de Seguridad[11]».
(José Fanjul Goñi, 1880-1936. Mantuvo su lealtad al rey: continuó en activo durante la República, sin dejar de manifestarse contra ella, y participó en todas las conspiraciones. Cuando la derecha tomó el poder en 1934, Gil-Robles, ministro de la Guerra, le nombró subsecretario, y a Franco jefe del Estado Mayor Central. La junta de generales que en el mes de enero había organizado lo que se suponía un golpe de Estado le encargó la plaza de Madrid. Muchos historiadores Militares estiman que si Fanjul hubiese salido a la calle con sus soldados y con los falangistas que acudieron al Cuartel de la Montaña para ponerse a sus órdenes junto a los otros facciosos de Madrid, todo hubiera terminado con el triunfo del golpe de Estado sin guerra civil. No se decidió. Capturado con vida, un Consejo de Guerra, después de la instrucción del proceso, le condenó a muerte el 15 de agosto por rebelión militar, como al coronel Fernández Quintana, que mandaba el cuartel. Fueron fusilados el 17 de agosto).
«Las masas armadas invadían la ciudad. Bramaban los camiones abarrotados con mujeres vestidas con monos, desgreñadas, chillonas, y obreros renegridos, con pantalones azules y alpargatas, despechugados, con guerreras de oficiales, correajes manchados de sangre y cascos. Iban vestidos con los despojos del Cuartel de la Montaña.
Y entre ellos, como una visión soviética de marineros de Kronstadt, los marineros de blanco, con los puños cerrados, gritando, tremolando las banderas rojas y negras de la FAI.
Pasaban los camiones y los taxis erizados de fusiles. Un miliciano echado en el estribo apuntaba a las gentes de la acera.
—¡Fuera de los balcones!
Iban arrebatados, borrachos de sangre. Porque la habían visto a raudales correr por el suelo del patio del Cuartel de la Montaña.
Como peleles, más de quinientos oficiales falangistas estaban tirados en el suelo, arrugados, despojados, en mil posiciones, sobre un brazo, boca arriba, encogidos, con las cabezas ensangrentadas.
Habían entrado brutalmente al ver la bandera blanca, atropellándose. Ya un grupo de guardias de Asalto llevaba en filas de dos a los rendidos. Y saltó un pocero, cogió a uno de los soldados por el pelo, y le disparó un tiro en la nuca. Cayó contraído, manchándole los dedos de sesos. Aquello enardeció a la masa. Dejaron de ser menestrales, obreros de Madrid, carpinteros, panaderos, chóferes, cerrajeros. Un sueño milenario les arrebataba. Les resucitaba una sangre viejísima, dormida durante siglos; ¡alegría de la caza y de la matanza! Eran peor que salvajes porque habían pasado por el borde de la civilización y de las grandes ciudades y complicaban sus instintos resucitados con residuos turbios de películas, de lecturas, de consignas.
Joaquín Mora estaba en el cuarto de banderas, con los oficiales, cuando los soldados izaron la bandera blanca.
—No podemos resistir —afirmaba el sargento García—; ese cañón que han puesto en la plaza de España va a derribar el cuartel.
Volaba sobre ellos un aeroplano arrojándoles bombas.
Cuando entraron las turbas, con un griterío de abordaje, Joaquín Mora se metió con otros soldados en una caseta de ladrillo, rompiendo el cristal del montante. La puerta estaba cerrada por fuera.
Horrorizados, oían las descargas en el patio, los gritos y los estertores de los heridos, y los insultos de las mujeres. Una gritaba:
—A ese que levanta el puño. No hacerle caso. Es un fascista.
Se les acercó un soldado, con la angustia pintada en la cara.
—Oye, se acercan hacia aquí.
Los milicianos golpeaban ya la puerta. Joaquín Mora tuvo un momento de inspiración. Chilló desde dentro:
—¡Ánimo, camaradas! Abridnos. Nos tenían encerrados. ¡Viva la revolución!
Rompieron el cerrojo con las culatas. Los soldados comprendieron. Y tuvieron que abrazarse con aquellos asesinos, y cuando salieron al patio sonreían fingiendo alborozo, en medio de los cadáveres de sus compañeros con los cráneos saltados.
—UHP, UHP.
Se rompían las camisas, se alborotaban los cabellos, y levantaban el puño. Pasaban con los
brazos en alto los soldados, con las guerreras abiertas, y gritó un responsable de la CNT:
—Aquí los que lleven alpargatas, y al patio los de zapatos. Que los metan en un camión y a la
Casa de Campo.
¡Ahí va, Manolo!
Y un miliciano desde una galería intentaba tirar un pie de ametralladora. Ignorando el peso y la
velocidad de la caída, unos de la FAI extendían las manos desesperando:
—Tira ya.
Para disimular, Joaquín Mora ayudaba a unos de la UGT para sacar una ametralladora.
Trae, compañero.
Les enseñaba también a manejar el cerrojo del Mauser. Le invitó el jefe.
—¿Vamos a refrescar, camarada?
Salieron. Tirados en la puerta del cuartel, como los caballos destripados después de una corrida,
había un capitán y dos falangistas con los ojos vidriosos. Las mujeres les movían las cabezas
agujereadas, con la punta del pie.
—Éste es un buen “pez”. Mira qué gordo está.
Lo que habrá comido a costa del pueblo.
Desde las plataformas de los camiones, los dirigentes repartían, a brazadas, los fusiles y las
pistolas.
—A mí otra, pa mi hermano.
—No, ya llevas bastantes.
Salía un golfo, con patillas y caspa, con la guerrera de un suboficial. Se pavoneaba luciendo la
sardineta de oro, que se tocaba orgulloso, enrojeciéndola de sangre.
—Qué, ¿estoy guapo, vecinas?
Las masas armadas se repartían por las calles y barriadas. Había mucho “paqueo”. Desde las azoteas tiraban contra los milicianos.
Uno disparaba desde el centro de la plaza de España. Debe estar escondido detrás de las estatuas ésas. Y señalaba el monumento a Cervantes.
Llevaban un cuarto de hora buscándole y ya les había hecho nueve bajas. Lo encontraron al fin.
Ahí está el pájaro.
Señalaban los milicianos un bulto acurrucado en la copa de una acacia. Lo rodearon, riéndose a carcajadas, disputándose la presa.
—Dejádmelo a mí.
—No, yo lo he visto primero.
Tiraron casi todos a un tiempo. Cayó hecho una pelota, rompiendo una rama. Era casi un niño; tendría unos diecisiete años, el pelo rubio y los ojos azules. Le miraron la cartera.
—Ya has caído, tunante.
Del pecho, cubierto de sangre, sacaron una medalla de oro con una fecha: 3 de mayo de 1929.
El terror se extendía por todo Madrid. Cruzaban las calles cientos de camiones, erizados de fusiles. Amenazaban a los transeúntes y a los balcones[12]».
«Lejos de la zona de Carranza y los bulevares, la noche tenía extraordinaria actividad. Se preparaba el asedio y asalto del Cuartel de la Montaña del Príncipe Pío. Los militares que lo gobernaban habían sido comunicados telefónicamente para que abandonasen su posición pasiva y se pusiesen al servicio de la ley y del Gobierno. Las respuestas que daban eran incongruentes, evasivas con las que pretendían ganar tiempo en espera de algún suceso al que habían prometido sumarse. Las tropas de Asalto que vigilaban el cuartel fueron incrementadas con otras fuerzas de Seguridad y, a la vez, con paisanos armados que acudieron en gran número. Fue una fortuna poder disponer de dos pequeñas piezas de artillería para las que se pudieron reunir menos de cien disparos. Antes de que el fuego fuese roto, el cuartel recibió la última conminación telefónica. La barahúnda que levantaban los sitiadores, por la que podían tener aviso de la resolución del Gobierno de dar la orden de ataque, no modificó la respuesta. Fue una última incongruencia de los militares la que determinó la ruptura de las hostilidades. El general Fanjul, que debía conservar esperanzas, iba a necesitar muy pocas horas para perderlas y renunciar a la defensa. Con sus dos piezas de artillería, los sitiadores se sentían seguros de la victoria. Los artilleros Vidal, padre e hijo, que tenían fama de serlo buenos, dieron comienzo a su trabajo, que no dejaba de presentar aspectos tragicómicos. A cada serie de disparos, hechos con bastante intermitencia para no consumir rápidamente las municiones, se variaba el emplazamiento de los cañones, como argucia que hiciese creer a los sitiados que eran más las piezas de artillería que les castigaban. Los milicianos, a quienes se les calentaba el dedo con alegría, disparaban sobre el bulto del edificio, tomando como punto de referencia las ventanas. La recomendación de economizar municiones no rezaba con ellos, que no alcanzaban a explicarse en razón de qué habían de ser economizadas. Con esa facilidad para el entusiasmo de las muchedumbres, subrayaban con júbilo cada cañonazo, suponiendo que causaba en el interior del cuartel unos tremendos estragos.
La noticia de esta actividad, al extenderse por la villa, llevó al escenario de la contienda a la mayor parte de los hombres armados y a muchos de los que esperaban turno para recibir armas. Angulo mismo se fue con la mayor parte de sus hombres, con la esperanza, que iba a ver realizada, de adquirir las municiones que precisaba para dar comienzo a su actividad de militar. Por una orden urgente se nos pidió que redactásemos e imprimiésemos unas octavillas, invitando a los soldados del Cuartel de la Montaña a rendirse, papeles que al despuntar el día habían de ser arrojados por los aviones. Entre Vázquez, Albar y yo hicimos aquellos textos, que tenían, a juicio de nuestros amigos, poca fiebre. Nos dieron a entender que no habíamos acertado. El dictamen, que nos supo mal entonces, lo encuentro bastante justificado hoy. Recuerdo bien nuestro estado de ánimo de toda aquella noche y del amanecer del día siguiente. Rafael Méndez, que nos acompañaba en la redacción y hacía cuantos servicios podía, gustaba de recordarme unas palabras que me oyó: “Antes de que se les ocurra venir a detenernos, tendrán otras muchas cosas en que pensar”. Cuando redactábamos las octavillas, al entregarme la suya Albar, que como miembro de la Comisión Ejecutiva del Partido Socialista disponía de una información más puntual, me susurró al oído:
—El Gobierno se dispone a mover la aviación; pero lo que a estas horas no sabe el Gobierno es qué harán los aviadores: si arrojarán las bombas en el Cuartel de la Montaña o fuera de él, sobre los sitiadores. La duda, desgraciadamente, parece estar bastante justificada.
La más leve falla de un resorte cualquiera determinaría, a mi juicio, la catástrofe. Así, no es sorprendente que el ruido de unas descargas, que al repercutir entre las calles, en el silencio de la noche, multiplicaban sus ecos, se me antojase el comienzo del fin. Me tranquilizó que la Guardia Civil, de la que yo lo temía todo, se mantenía en su puesto, sin volver siquiera la cabeza en la dirección donde sonaban las descargas. Eran cien hombres de piedra, que no movían un músculo ni acusaban la menor fatiga, y esperaban la señal de sus jefes para ponerse en movimiento. Los jefes tampoco acusaban la menor curiosidad. Conversaban entre ellos —¿de qué podían conversar?— con manifiesta indiferencia para cuanto ocurría en su torno. Su desdén para los milicianos me parecía demasiado manifiesto y patente. El ruido de las descargas pasó. Pero seguía nuestra desasosegada espera del amanecer. ¿Qué iban a hacer los aviadores? No se sabía. Todo lo que podíamos hacer era temer. En periodismo se iniciaba, con la mejor buena fe, el período de las mentiras heroicas. Recibíamos como noticia confirmada el rumor más absurdo. Necesitamos montar una aduana, bastante rigurosa, contra aquel optimismo caudaloso que se nos metía por los teléfonos y que podía resultar contraproducente. Una dosis exagerada de confianza podía matarnos con la misma rapidez que una caída en el pesimismo.
Nosotros tuvimos la suerte de poder establecer nuestra aduana, que era, al mismo tiempo, centro seguro de información. Uno de los primeros redactores del diario, Cruz Salido, había recibido una delicada encomienda en la Compañía Telefónica, en la que el Gobierno estaba interesado en ejercer una fiscalización cuidadosa. Las personas que la ejercían eran varias y Cruz Salido entre ellas. Por él conocimos, de una manera exacta, los avances y retrocesos en las provincias. Otro camarada nuestro, que no tardaría en asumir responsabilidad de embajador, tenía a su cargo un segundo servicio telefónico especialmente importante: el registro de las conversaciones de las embajadas. Este camarada hacía su trabajo, abrumador por las horas que necesitaba dedicarle, con la exquisita discreción que pone siempre en los cometidos más sencillos. Transmitía directamente sus informaciones al ministro de Estado, que entonces era don Augusto Barcia, recalcándole, por lo general, la gravedad de las mismas. El ministro, por las confidencias que debo a su informador y a varios miembros de la Comisión Ejecutiva que le veían en el Ministerio de Marina, donde el Gobierno había establecido su sede, y donde por haberse radicado Prieto se reunía la Ejecutiva socialista, estaba colocado por encima, o por debajo, del bien y del mal. La consideración de la inmensa desventura a que se veía mezclado con una responsabilidad ministerial que no alcanzaba a medir, le había anulado la capacidad de reacción y, no encontrando la línea de conducta que pudiera convenir en aquellos momentos a nuestra política internacional, se limitaba a recoger los informes, haciendo partícipes de su contenido amenazador a los miembros del Consejo. La Embajada del Reich recibía apremiantes instrucciones para evacuar de España, con la máxima celeridad, a todos los alemanes. Berlín insistía en que la evacuación quedase hecha en el plazo más perentorio y la embajada de Madrid le daba seguridades de que todo quedaría listo sin demora sensible. La interpretación de las instrucciones de Berlín era fácil de hacer. No se trataba de una previsión desinteresada. Los matices de esos diálogos diplomáticos inclinaban a la peor de las sospechas y nuestro camarada creyó de su deber, sin incurrir en incorrección, indicarnos la conveniencia de que influyésemos por medio del periódico para que las vidas y los bienes de los súbditos alemanes fuesen en todos los casos escrupulosamente respetados. Temía que un incidente sirviese de pretexto a Hitler para ejercer una represalia de consecuencias insospechadas o para llegar, con un acto de audacia que quizá no fuese replicado en Europa, a declararnos la guerra. La misma política de respetos aconsejaba para los italianos. Las noticias de Cruz Salido y las orientaciones, en materia de peligros internacionales, del observador telefónico de las embajadas, nos consentían ir haciendo un periodismo lo suficientemente fidedigno al que nosotros éramos los encargados de ponerle serenidad. No sólo por gusto personal, sino por responder a la tradición de nuestro diario, proscribimos de sus páginas injurias que otros colegas se complacían en aplicar a los militares rebeldes, y con mayor razón, aquellos feos señalamientos personales que, en varios casos, terminaron con la ejecución arbitraria de los señalados. Ningún bochorno moral de esa especie nos aflige a los periodistas que hacíamos El Socialista, que teníamos títulos sobrados, que ningún fiscal hubiera necesitado glosarnos, para ser pasados por las armas supuesta la pérdida de Madrid en aquellos días, o en los todavía más dramáticos que íbamos a conocer sin dejar de escribir con la misma norma moral y con el mismo concepto de nuestro oficio. Trabajábamos para calentar la confianza popular y para robustecer la autoridad del Gobierno, condiciones inexcusables, a nuestro juicio, de la victoria. Para creer en ella necesitábamos saber qué haría la aviación, que en aquellos momentos —en tanto de la imprenta nos pedían original y Angulo nos mandaba emisarios para que volviésemos a reclamar de Guerra las municiones ofrecidas— debía estar preparándose para volar sobre Madrid. En una camioneta, los soldados del aeródromo acababan de llevarse los paquetes de las octavillas. El asedio del cuartel seguía llevando hacia sus inmediaciones a los hombres de Madrid.
Los cañones racionaban el fuego para no acabar quedándose con la boca abierta en cosa de minutos. Los curiosos eran más que los actores. Esta circunstancia daba al acontecimiento, en cierto modo, un aire de verbena, inherente a los sucesos en que participaba colectivamente el pueblo madrileño. En el cuartel había un general, un coronel y una plantilla bastante numerosa de jefes y oficiales, pero no creo que entre tantos militares de oficio se encontrase un solo soldado de vocación. Una salida audaz de su parte hubiera sido fatal para la causa de la República. La masa humana de los sitiadores, con sus milicianos inermes, aun cuando se ufanasen de su fusil nuevo, al que habían necesitado limpiar de la grasa, se hubiesen visto en la necesidad de abandonar el campo, estorbados por los curiosos que se tenían a distancia, en espera de un desenlace de cuyo conocimiento, y en cuya participación, iban a presumir sin cansancio. Los dos cañones, cuyos estampidos intermitentes y en lugar distinto aspiraban a simular una batería completa, se les hubiesen rendido a pesar del heroísmo de que les creo capaces al teniente coronel y al teniente Vidal. La resistencia a una salida no podía ser ni fuerte ni larga. Para hacerla, las personas encargadas de mantener el sitio hubiesen necesitado unos elementos materiales de que carecían, porque la República no podía dárselos. El general era general, claro que parlamentario, esto es, con más aptitudes para el tejemaneje de los pasillos de las Cortes que para la elaboración de un plan militar congruente con las necesidades; el coronel, coronel, y los jefes y oficiales, pundonorosos militares acreditados en el escalafón de su arma respectiva a virtud de unos estudios previos y de unas formalidades burocráticas, pero sin que en ninguna de las mochilas que les pertenecían Marte se hubiese complacido en esconder bastón alguno de mariscal. Es seguro que, además de la toga de legislador que en la proclividad de su vida se había encontrado en la suya el general Fanjul, se descubriese en las pertenecientes a sus compañeros los símbolos de los oficios más dispares y pacíficos, y con preferencia a todos, el caduceo de Mercurio./
La claridad del día, que adelantaba rápida en el cielo de Madrid, nos mantenía a la espera del ruido de los motores de la aviación. No tardaron en escucharse sus zumbidos inequívocos. ¿Qué iba a suceder? Acodados en los balcones intentábamos interpretar toda suerte de señales y rumores. Creíamos oír, no estoy seguro de que los oyésemos, reventonazos de bombas de aviación, estampidos de cañonazos. Los paréntesis de silencio, muy largos, los reputábamos de buen augurio. Un ataque de la aviación a los sitiadores hubiese determinado su dispersión y el despecho de la sorpresa, al extenderse por las calles en algarabía alocada, se nos hubiese impuesto con rapidez. A ratos volvíamos a oír el resuello de los motores. La prueba difícil parecía haberse resuelto satisfactoriamente. El cuartel, atacado desde el exterior y batido por los aviones, acabaría rindiéndose. La disciplina no podría reprimir el movimiento de pánico de los reclutas que habían sido constreñidos por sus jefes a participar en un movimiento que no sentían y que les condenaba, por el modo como había sido planeado en su cuartel, a una muerte sin defensa. La participación activa de los soldados del Aire encorajinó a los sitiadores, que aumentaron sus esfuerzos por imponerse a los sitiados. Los dos cañones, a los que ya iban quedando pocos disparos, se esmeraban más en su trabajo. Los aparatos hacían vuelos del aeródromo al cuartel, dejando caer sus bombas y sus octavillas en el patio del edificio militar. Se calculaba con optimismo los destrozos que causaban. Una de las bombas destruyó el cuarto de banderas, donde una parte de la oficialidad trataba de penetrar el secreto de su destino inminente, en tanto que sus compañeros, pistola en mano, secundados en esa ocupación por los jóvenes falangistas que se les habían sumado, se imponía a los soldados, que comenzaban a insubordinarse y manifestaban deseos de evacuar el edificio para sumarse a las fuerzas atacantes. Dos o tres de los soldados más vehementes fueron muertos a pistoletazos. Pero la disciplina no ganó nada con esos sacrificios tardíos. La protesta se hizo más sorda y rabiosa, y aun cuando estaba prohibido, con pena de muerte, leer las octavillas que en su primer vuelo habían arrojado los aviadores, los soldados conocían su texto y lo comentaban entre ellos. La canción de la vida se hacía oír con fuerza en los propios oficiales, que reculaban a la idea de morir. Todavía estaban a tiempo de burlarla. La mañana había avanzado mucho. El sol iba alto cuando la resistencia del Cuartel de la Montaña se vino a tierra y los sitiadores irrumpieron en él con una furia enloquecida. A los cañones les quedaban media docena de tiros que consumir. La noticia de esta rendición corrió por toda la ciudad, determinando una alegría inmensa. Los más escépticos y desmoralizados pasaron a creer en la victoria popular. Ignoraban los diálogos telefónicos de la diplomacia alemana. Tenían, en cambio, al alcance de la vista, para comprobación inmediata, la victoria inverosímil sobre el cuartel más inquietante de la capital. Victoria de muy largas consecuencias por lo que tocaba a la seguridad de Madrid. Las milicias hicieron una provisión copiosa de fusiles, cartuchería y arreos militares. El parque era riquísimo y abundante en ametralladoras y morteros de trinchera, de los que se iba a hacer gran consumo en los combates de la Sierra. Los madrileños afectados a la defensa de la República exultaban de júbilo y de seguridad. Se consideraban, con menos derecho del que habían de poder considerarse meses más tarde, invencibles. La verdad obliga a decir que lo han sido hasta última hora. El general Yagüe no se negó a hacerles esta misma justicia. El 20 de julio se les rendía el primer cuartel; los demás se les iban a entregar sin lucha o con poca lucha. Casi, como dice la Biblia, por añadidura.
En el patio del Cuartel de la Montaña se desarrollaron numerosas escenas de violencia. Varios cadáveres de oficiales las atestiguaban. Se dijo que algunos de ellos se habían suicidado y que otros habían sido muertos al intentar resistir a los asaltantes. Esas versiones se aceptaron sin ninguna convicción. La verdad es que los oficiales fueron ejecutados por los más violentos de los milicianos que no creían llegada la hora de la piedad. De entre los oficiales muertos, bastantes fueron acusados por los soldados como autores de castigos y violencias. Fanjul y el coronel García de la Herrán, a quien en Sevilla conocían por el sobrenombre de “el Loco Dios”, se entregaron a las fuerzas regulares. Su conducta la imitaron varios de sus subordinados, que salían, las manos en alto, con el semblante desencajado, de la noche pasada y de las escenas de que habían sido testigos. El grupo de milicianos anarquistas que se habían lanzado sin una vacilación al asalto del cuartel, desconfiando de la justicia oficial y de sus trámites, la establecieron por su cuenta, íntimamente convencidos de que su conducta era irreprochable. De los anarquistas que participaron en aquel episodio serán muy contados los que sobrevivan. De la misma manera que mataban, estaban resueltos a hacerse matar. No eran ellos los moralmente recusables, sino aquellos otros grupos, a los que se llamó incontrolados, que habían puesto a rédito el valor frío e implacable de los que, sin serlo, llamaban compañeros. La crueldad de los primeros tenía un móvil revolucionario; la de los segundos, con formas más brutales y recusables, se inspiraba, las más de las veces, en venganzas personales y en motivos de lucro. Cuando se pensó en volar varios puentes de la Sierra para dificultar el acceso de la columna de Mola a Madrid, Prieto me confirió el encargo de que buscase el mayor número de paquetes de dinamita. Supuse que en la Secretaría de la CNT pudieran facilitar los que necesitaban, y me puse al habla con ella. Supuse bien. Uno de los anarquistas más iluminados accedió a venir a verme, y después de conceder lo que de él se pedía me declaró:
—Debéis tener más confianza en nosotros. Estamos, de todo corazón, dispuestos a ayudaros a ganar. Nos haremos matar por la victoria del pueblo, pero no sufriremos la menor debilidad de vuestra parte. Creemos que es la ocasión de llegar hasta el fin. Os daremos toda la dinamita que tenemos si no olvidáis que necesitamos armas[13]».