Un Magma
Madrid cayó el viernes 28 de marzo de 1939. La guerra había terminado, pero Franco aún la prolongó tres días más (en los que los vencedores en realidad no tuvieron más trabajo que el de recoger afanosamente lo abandonado, capturar prisioneros, correr y correr por lo que les quedaba del mapa, buscando y buscando rojos) para poder sellar su último parte de guerra («Cautivo y desarmado el ejército rojo…») el lunes 1 de abril: quería él una fecha más brillante, más viva. El sitio de Madrid había durado ochocientos setenta días, desde el 7 de noviembre de 1936. Un jueves. La guerra, unos cien días más. Según se cuente, según se acepten las fechas del principio y el fin.
La guerra civil fue un increíble episodio en el que el odio, la muerte, el miedo y el hambre duraron dos años y nueve meses. Si no contamos los tiempos de antes: el terrorismo, las revueltas, las grandes huelgas. Lo describe Jorge Guillén:
Va extendiéndose un magma.
Huelgas, disturbios, choques.
Turbas, heridos, muertos.
¿Adónde va este caos? Dirigido atropello.
La providencia al quite.
Dios y una tiranía.
(Jorge Guillén. Valladolid, 1893-1984. Uno de los grandes de la Residencia de Estudiantes, de donde saldría la generación de 1927. No esperó al final de la guerra para el exilio: se fue en 1938, pero no cesó de escribir sobre la guerra civil. Volvió a España, no se aclimató a su Valladolid, fue a Málaga: allí murió en 1984. El poema que se cita está dedicado «A la memoria de Leopoldo Alas, legalmente asesinado el 16 de febrero de 1937»; se refiere al hijo de «Clarín»; le condenó a muerte en Oviedo un Consejo de Guerra, y le ejecutó. León Felipe: «Aquí el hacha es la ley… / Y el hacha es lo que triunfa»).
Todo el siglo XX español había sido dramático. «La semana trágica» se dijo de una serie de acontecimientos sangrientos en Barcelona. El imperio había desangrado España: había permitido la creación de grandes fortunas, pero el gasto lo había hecho la pequeña burguesía que pagaba los impuestos y el pueblo que ponía los soldados. Los repatriados volvieron agotados y se encontraron con lo que se llamó «guerra de África», en la que los militares querían prolongar su trabajo. El Ejército español no había ganado una sola batalla desde que el gran imperio comenzó a declinar bajo Felipe II; hay que tener en cuenta lo que se llamó «militarismo», ideología basada en la preponderancia de los militares y en la creencia suya y de sus admiradores en una capacidad especial para sentir el honor, la patria, la religión y sus emblemas preponderantes, la monarquía y la bandera.
Era una tradición en las grandes familias que el primogénito se dedicara al Ejército y a la administración del patrimonio aumentado generación tras generación con los matrimonios de conveniencia preparados, estudiados, sopesados; el segundo hijo, a la religión. De esta forma, armas, dinero y fe se concentraban en una sola clase. La ideología militar se centró en el siglo XIX en la resistencia que opuso esa clase a las revoluciones europeas en una sucesión de pronunciamientos.
Ese espíritu que redunda siempre en lo militar es fundamental para comprender lo que sucedió a partir de 1936: fue una epopeya de los militares que se llamaban a sí mismos «africanistas», aunque sólo actuaran en el festón del norte de África, sobre el Mediterráneo. Tierra de beréberes, de kabilas. La devastaron, pero ganaron ascensos, condecoraciones, pensiones, títulos de nobleza. Ganas de seguir peleando. La ilusión de Marruecos fue la de una guerra ganada. Les impulsó a la mejor guerra que podían imaginar: la reconquista de España. Mi manera de ver las cosas es la de que fue una reyerta grave, larga y honda entre las clases creadas por esas grandes familias que se consideraban España y los que habían quedado abajo. En el centro, una gran burguesía que estaba haciendo, con retraso, las revoluciones que los suyos habían realizado en Europa.
Es posible que la II República fuese la primera auténtica revolución burguesa en nuestra historia; y es posible también que el franquismo fuese una segunda revolución burguesa de rectificación. La primera había defendido a la burguesía de la aristocracia; la segunda de la clase baja ascendente. Suelo considerar que lo que se llamó «el Desastre de 1898», la pérdida de las últimas colonias (Puerto Rico, Cuba, Filipinas) en lo que se considera generalmente como guerras de independencia (y que no fueron más que un traspaso de España a los Estados Unidos, unas veces a la fuerza y otras por venta, como en los acuerdos de París), produjo el revulsivo suficiente como para dar a luz a la república treinta y tres años después. El desprestigio del Ejército se multiplicó en la guerra de África y alcanzó lógicamente a toda la casta de la nobleza de cuya cúpula formaba parte; los campesinos, los proletarios, las clases desfavorecidas, habían pagado la mayor contribución humana en las guerras coloniales, y no sólo en vidas humanas, sino en el trabajo de los campos y en el sustento; y la burguesía, en forma de impuestos, cuyos beneficios no recibió nunca. La clase representada por el Ejército alumbró, con la aquiescencia o la llamada del monarca Alfonso XIII, la dictadura de Primo de Rivera, que era una repetición de los golpes del siglo XIX, pero no pudo resistir.
La República se proclamó el 14 de abril de 1931, a continuación de unas elecciones municipales celebradas el domingo 12. La mayoría de los militares aceptó el cambio, la nueva bandera y la Constitución. Manuel Azaña, figura clave de este siglo en España, fue ministro de la Guerra y ofreció a los militares una salida que le parecía honrosa: un retiro anticipado con todo su sueldo. La «Ley de Azaña» fue aceptada por muchos, pero se consideró después como una forma de disolver el Ejército: un ataque al honor militar. El 10 de agosto de 1932 se sublevó el general Sanjurjo; fue rápidamente reducido.
(José Sanjurjo Sacanell, 1872-1936. Hijo de un coronel carlista; hizo la Academia, ascendió a capitán en Cuba por méritos de guerra, laureado en Marruecos, cómplice de Primo de Rivera en la dictadura de 1923, teniente general ascendido por su dirección del desembarco en Alhucemas, nuevamente laureado y titulado marqués del Rifen 1927, director general de la Guardia Civil al llegar la República: su respuesta negativa al rey Alfonso XIII cuando éste le consultó si debía resistir fue decisiva para la caída de la monarquía. Aceptó el resultado de las elecciones del 12 de abril de 1931 y continuó en su cargo bajo la nueva bandera. La manera en que la Guardia Civil realizó la represión de los movimientos obreros en Arnedo y en Castilblanco se consideró cruel: Azaña le destinó a la Dirección General de Carabineros, cuerpo que se dedicaba especialmente a la represión del contrabando, extinguido en 1940 por «republicano». A Sanjurjo le pareció denigrante esta destitución, o cambio de destino, y comenzó sus actividades antirrepublicanas. Tuvo demasiada fe en sus compañeros militares y se quedó casi solo en el intento de golpe del 10 de agosto de 1932; fue capturado, juzgado y condenado a muerte, pero el presidente de la República le conmutó la pena inmediatamente —contra el parecer del Gobierno— y le mandó a un penal; el cambio del Gobierno a la derecha por las elecciones de 1934 le valió el indulto; se fue a Portugal y desde allí comenzó la conspiración que le podría haber convertido en Caudillo el 18 de julio de 1936 bajo una monarquía restaurada. Emprendió vuelo en una avioneta, dos días después, el 20 de julio, para hacerse cargo de la sublevación, equipado con uniformes de gala y condecoraciones. El piloto, Ansaldo, ha contado[2] que le advirtió de que no aseguraba el vuelo con ese exceso de equipaje, pero acató la orden; el avión capotó y Sanjurjo murió).
La República sacó de la cárcel a los últimos presos de la dictadura y les llevó al Ministerio de la Gobernación (antigua Casa de Correos, hoy sede de la presidencia de la Comunidad de Madrid), donde izaron la bandera tricolor (Elche presume de haber sacado esa bandera por primera vez en toda España). Se convocaron elecciones para unas Cortes constituyentes; se celebraron el 19 de junio de 1931 y las ganaron los partidos socialistas y republicanos. La Constitución fue aprobada el 31 de diciembre de 1931 y proclamaba a España «República democrática de trabajadores de toda clase que se organiza en régimen de libertad y justicia» (170 votos a favor, 152 en contra: éstos se oponían a que se reconociese la división en clases); fue elegido presidente Niceto Alcalá-Zamora.
(Niceto Alcalá-Zamora y Torres, nacido en Pliego, Córdoba, 1877-1949. Abogado, católico, ministro de la Corona en los gobiernos liberales: republicano desde 1930, aportó el conservadurismo centralista a la idea de república. En la elaboración de la Constitución se opuso tenazmente a todos los artículos contrarios a la Iglesia. Le recuerdo, siendo yo niño, caminando desde su residencia en el paseo de Martínez Campos —luego fue Casa de Córdoba, finalmente vendida y derruida— hasta la misa de doce en la iglesia de Santa Teresa, todos los domingos. Miraba yo sus botines blancos, que eran famosos: le llamaban, por ellos, «el Botas». Iba sin escolta visible.
Firmó el indulto de Sanjurjo, pero también los de Pérez Farrás, Ricart, González Peña y Escofet, condenados por los intentos revolucionarios contra el Gobierno Lerroux —quien, en sus memorias, se manifiesta contrariado por ello: él hubiera fusilado—. Intentó un «neutralismo» entre la izquierda y la derecha. Disolvió las Cortes un número de veces mayor de lo que le permitía la Constitución y fue destituido en abril de 1936. Más tarde marchó al exilio en Francia; la llegada de los alemanes le hizo huir a la República Argentina, donde murió. El fiscal de la Generalidad catalana durante la guerra, Josep Andreu, me contó que, falto de dinero, hizo la travesía en las bodegas del barco, junto a los toros encajonados de una corrida que iba a México; y que en América le contrató un circo ambulante en cuya pista aparecía con el frac, la banda y las condecoraciones de presidente de la República y contaba brevemente su historia. No he podido encontrar ninguna confirmación de estas anécdotas).
La II República Española inició una veloz carrera con el Gobierno de Azaña: la reforma del Ejército y la supresión de la Academia Militar General; ley del divorcio, matrimonio civil, voto para las mujeres; cambios en la enseñanza que se destacaron por la creación de numerosísimas escuelas primarias, la supresión de la enseñanza religiosa y el triunfo de las ideas educativas del krausismo y la Institución Libre de Enseñanza; la expulsión de los jesuitas y más tarde del cardenal Segura; la aprobación del Estatuto de Cataluña…
Pero decepcionó a grandes sectores: a los agrarios, y España era un país eminentemente campesino, que esperaban una reforma que pusiera en sus manos las tierras de los propietarios absentistas (especialmente, en Andalucía, de los aristócratas que las poseían desde la Reconquista del siglo XV), y a los obreros industriales. Los intelectuales, que esperaban de la República una especie de sustitución de la aristocracia de la sangre por la del pensamiento (especialmente Ortega y Gasset y Marañón), se vieron desbordados, sin embargo, por quienes esperaban de la República un equivalente de la Revolución francesa y actuaban por su cuenta (quemas de iglesias y conventos, motines en algunos pueblos, enfrentamientos con los anarquistas).
El más terrible de todos los sucesos campesinos fue el de Casas Viejas, en enero de 1936: un movimiento anarquista reprimido por Azaña, que envió unas fuerzas combinadas de guardias de Asalto (cuerpo creado por la República para renovar el llamado de Seguridad) y de la Guardia Civil; cercaron el pueblo, lo asaltaron casa a casa y ejecutaron sumariamente a los rebeldes; la familia Seisdedos fue exterminada cuando se atrincheró en su casa. Azaña fue acusado por la oposición de derechas de haber dado la orden de disparar: «¡A la barriga, a la barriga!». Todas las investigaciones conducen a la idea de que esa frase no existió nunca. Sin embargo, cubrió a las fuerzas represoras en el Congreso cuando, interpelado y atacado, respondió simplemente: «En Casas Viejas ocurrió lo que debía ocurrir».
(Manual Azaña Díaz, 1880-1940. Fue la figura en la que se centró la proclamación, resurrección, resistencia y derrota de la República española: el odio de los franquistas probablemente contribuyó a valorar más la figura de Azaña, porque necesitaban una «contrafigura», un Demonio del que hacer la antítesis de su Dios. De él dijo Mola esta frase: «Monstruo que parece más bien la absurda experiencia de un nuevo y fantástico Frankenstein que fruto de los amores de una mujer». Fue abogado, funcionario, escritor, fundador de revistas intelectuales y políticas, presidente del Ateneo de Madrid —que tuvo una enorme importancia en el debate de las ideas reunidas bajo la denominación de republicanas— y político de acción en Izquierda Republicana.
Cuando los micrófonos y los altavoces eran rudimentarios —o no existían, ni siquiera en el Congreso de Diputados—, su voz rica y potente, su monólogo que interpretaba la palabra, su ademán, fascinaban: un político que, siendo de pensamiento minoritario y elitista, encendía a las masas en los mítines de Mestalla —Valencia— o de la Plaza de Toros de Madrid. En vísperas de la República, Azaña era aún un hombre desconocido para el pueblo. Francisco Ayala le describe en «el rincón oscuro» del Ateneo. O en la tertulia de la Granja del Henar —calle de Alcalá, junto al Círculo de Bellas Artes: Valle-Inclán, como presidente por derecho de ella—. Giménez Caballero —el hombre que introdujo el fascismo romano en Falange, el que después quiso casar a Pilar Primo de Rivera con Hitler decía de él: «Me impresionó siempre su faz esteárica, exangüe, decolorada, obsesa», y que su cara era «una abultada palidez con gafas», «rasgos abultados, pálidos, sensuales, sin aristez alguna. Se dirían rasgos de un tímido y linfático. Pero los labios, carniceros. La sonrisa, voraz y sin misericordia. La mirada, glacial, fina, profunda, lejana, implacable».
Otro retrato: «Era nuestro hombre un escritor oscuro, no sólo porque su fama estaba restringida […] sino oscuro también porque, vistiendo siempre colores apagados y un tanto lúgubres, sobrio en sus palabras, severo de ademanes, frío, su estampa toda estaba impregnada de esa austeridad —y esa autoridad— que hizo proverbial en Europa durante siglos pasados el “sosiego” castellano o español» (Francisco Ayala). Los caricaturistas le dibujaban exagerando las verrugas que agravaban su fealdad: iba a ser llamado «el Verrugas» como al presidente anterior se le llamó «el Botas»: pueblo, entonces, de motes.
Julio Caro Baroja lo consideraba así: «Don Manuel se convirtió en ídolo de la izquierda, y frente a esa idealización hecha con alguna base, en verdad, la derecha creó el mito infernal, según el cual Azaña era un monstruo horrible. Esto no tenía el menor fundamento, pero se propaló por todas las vías posibles. Es curioso advertir la capacidad que ha tenido siempre la derecha para satirizar en grueso, inventar horrores y calumniar fieramente a sus enemigos».
Azaña era hijo de una familia de la alta burguesía de Alcalá de Henares, procedente de un pueblo de Toledo cuyo nombre tenían: Azaña. Fue un niño burgués, educado en los agustinos de El Escorial —quizá a su severidad debió el anticlericalismo de toda su vida—. Hizo la carrera de Derecho en Madrid. Quiso ser diputado por el partido de Melquíades Álvarez: no salió. Luego se apartó de Álvarez cuando éste se sumó a la dictadura de Primo de Rivera. Con los ideales del krausismo y de la Institución Libre de Enseñanza de Francisco Giner, el republicanismo histórico, las ideas del regeneracionismo y lo que entonces se entendía por república como sistema igualitario, de sufragio universal y final de los privilegios, fundó las revistas La Pluma y España, junto a Cipriano Rivas Cherif, con cuya hermana Dolores —veintidós años menor que él— casó. Sus enemigos acusaron de impura a esa relación: un periodista de la derecha que firmaba «El Duende la Colegiata» —Adelardo Fernández Arias— le fotografió de espaldas en la portada de su revista El Duende con el pie: «Por do más pecado había».
En París, Azaña había realizado estudios militares no oficiales: la II República le sacó del anonimato para hacerle ministro de la Guerra. Intentó la depuración del Ejército, ofreciendo el retiro con todo su sueldo a los militares que no quisieran jurar la República —la Ley de Azaña—: el odio militar le acompañó desde entonces, junto con el religioso —su frase «España ha dejado de ser católica» fue citada como burla y error, pues no se ha estudiado bien la caída moral de la Iglesia, que ya era perceptible entonces—, añadido al mito de su representación de los intelectuales. El pensamiento de Azaña fue poco compartido: la derecha le acusó por las citadas razones —y por la división de las nacionalidades históricas, que medio siglo más tarde, ya en nuestros días, ha asumido la propia derecha— y la izquierda de clase le reprochaba su escasez de espíritu revolucionario.
La formación del Frente Popular le sacó de la cárcel de Gil-Robles y le dio la Presidencia de la República. Poco pudo hacer. En noviembre de 1936 escapó de Madrid: una peregrinación que terminó en 1939 en Francia y que en 1940 le llevó a la muerte. La propaganda franquista dijo que había muerto en el seno de la Iglesia Católica, pero Rivas Cherif, Dolores y otros próximos lo han desmentido.
En el exilio de México, Juan Marichal se dedicó a la recopilación, ordenación y anotación de sus escritos: hoy es un clásico del pensamiento humanista y de la reflexión sobre el ser de España).