TUMBADO

En cuanto Françoise y Étienne se alejaron, cada cual se fue por su lado, dando por concluido el problema de Karl. Para mí fue como si todos percibiesen una amenaza a la tranquilidad que había seguido al funeral de Sten, y hubieran decidido poner al mal tiempo buena cara. Algo así como un acuerdo súbito, tácito e intuitivo para poner fuera de lugar cualquier asunto que pudiera resultar mínimamente conflictivo. Mejor para mí, pues de ese modo no me pedirían más detalles sobre Karl ni sacarían a colación el tema de los disparos. El único inconveniente era tener que aguantar conversaciones circunstanciales, pero eso tampoco estaba tan mal.

El que reaccionó de forma más curiosa fue Jean, sobre todo teniendo en cuenta que casi nunca me dirigía la palabra. Se acercó a mí con una tímida sonrisa y me hizo una pregunta de ésas que se formulan cuando uno está nervioso.

—¿Qué haces, Richard?

Lo que estaba haciendo era fumarme un cigarrillo junto a la cocina para relajarme un poco.

—Nada, Jean —contesté, procurando sonar amable—. Ahora mismo me limito a fumarme un cigarrillo.

—Ah.

—¿Quieres uno?

—Oh, no —se apresuró a responder, como si algo semejante jamás se le hubiera pasado por la cabeza—. No me gustaría privarte de un cigarrillo.

—¡Qué va! Keaty me traerá más tabaco de Fiat Rin.

—No, no. Prefiero fumar hierba.

—Muy bien. —Le devolví la sonrisa y deseé de todo corazón que se fuera a la mierda.

Pero no lo hizo. Se rascó la cabeza y movió un poco los pies. Si hubiera llevado gorra se habría puesto a darle vueltas entre las manos.

—Se me ha ocurrido una cosa, Richard.

—¿Mmm?

—A lo mejor te gustaba visitar la huerta de vez en cuando, para ver a Keaty, pero como ya no trabaja allí… La hemos ampliado desde que él se unió al grupo de pescadores. Ahora tiene una extensión de casi setecientos metros cuadrados.

—¿Sí? Qué bien.

—¿Por qué no vienes a verlo un día de éstos?

—Fijemos una cita.

—¡Una cita! —Soltó una carcajada tan incongruente que pensé que me estaba tomando el pelo—. ¡Una cita! ¡Como si luego nos fuéramos al cine!

Asentí con la cabeza.

—¡Una cita! —repitió—. ¡Tenemos una cita, Richard!

—Hasta entonces —dije, y agradecí que se fuera de una vez.

Esperé a que cayese la noche para ver a Jed, porque no quería que me descubrieran entrando en la tienda hospital. Sabía que se lo tomarían como el reconocimiento de la existencia de Christo, lo que, con el acuerdo tácito que ya he mencionado, era quizá la cosa más importante de cuantas no había que hacer caso.

En el interior de la tienda las cosas se habían puesto aún peor. El hedor seguía siendo el mismo, pero el calor almacenado era mayor, y había manchas frescas y resecas de un líquido negro por todas partes. La sangre del estómago de Christo empapaba las sábanas, se estancaba en los pliegues del suelo de lona y manchaba el pecho y los brazos de Jed.

—¡Joder! —exclamé, sintiendo un sudor viscoso en la espalda—. ¿Qué demonios pasa aquí?

Jed se volvió para mirarme, iluminado por su linterna puesta en el suelo, con lo que los pelos de su barba enmarañada parecían los filamentos de una bombilla, y sus ojos, unos huecos tenebrosos.

—¿Traes buenas noticias? —murmuró—. Estoy harto de malas noticias. Sólo quiero oír buenas noticias.

Me quedé en silencio, atisbando las sombras de las cuencas de sus ojos en busca de algo vivo. Jed presentaba un aspecto tan lúgubre bajo aquel resplandor diabólico que por un instante imaginé que se trataba de una alucinación, hasta el punto de que tuve que confirmar su realidad antes de decidir quedarme allí. Tomé la linterna y le iluminé la cara. Jed levantó las manos para protegerse del resplandor, pero me dio tiempo a ver bastante carne como para tranquilizarme.

—Tengo noticias —anuncié, al tiempo que dejaba la linterna en el suelo—. Zeph y Sammy han muerto.

—Muerto —repitió Jed sin la menor emoción.

—Los centinelas de la plantación los fusilaron.

—¿Lo viste?

—No.

—¿Te sientes desilusionado? —preguntó, ladeando la cabeza.

—No. Presencié cómo los apaleaban y…

—Y con eso tuviste bastante.

—Me revolvió el estómago —concluí—. No me lo esperaba, pero así fue.

—Oh —susurró Jed con una expresión indefinible, y advertí que los brillantes filamentos de su barba se agitaban.

—¿Estás satisfecho? Bien, no quiero decir satisfecho, sino aliviado… De algún modo.

—No me siento para nada aliviado.

—¿No?

—No.

—Pero eso significa que la playa está a salvo… El Tet, el ánimo de la gente… y nuestro secreto.

—La playa ha dejado de importarme, Richard.

—¿Que la playa…? ¿Que ya no te importa la playa?

—¿Quieres oír mis noticias?

—Bien —respondí, desplazando el peso del cuerpo de un pie al otro para disimular mi inquietud.

—La noticia de hoy es que no hay noticias.

—No has tenido visitas.

—Así es, Richard. No ha habido visitas. Como siempre. —Se aclaró la garganta—. No he visto un alma, excepto la de éste, y tal vez la mía… No dejo de pensar en cómo es posible que… ¿Tú eres capaz de explicártelo, Richard? Christo y yo aquí todo el santo día sin que nadie venga a vernos…

—Jed, ya hemos hablado de eso.

—¿Es que tienes prisa?

—No.

—Entonces podemos volver a hacerlo.

—De acuerdo. Es como tú señalaste: la gente hace lo que puede por recuperar la normalidad y evitar los malos recuerdos.

—Y sería lo mismo si fuera Sal quien estuviese aquí.

—No; sería diferente. Sal es la jefa. Pero no creo…

—¿Y si fueses tú? —me interrumpió.

—¿Quien estuviera aquí?

—Sí, aquí, muriéndote. ¿Qué pasaría entonces?

—Supongo que vendría alguien. Françoise y Étienne. Keaty…

—¿Y yo?

—Sí; tú vendrías. —Me reí sin ganas—. O al menos eso espero.

La risa de Jed sonó desagradable y extraña. Después sacudió la cabeza.

—No, Richard, me refería a si fuera yo quien estuviese aquí.

—¿Tú?

—Yo.

—Bueno… Tendrías tus visitas.

—¿Seguro?

—Seguro.

—¿Seguro?

—Claro que sí.

—Pues soy yo quien está aquí, Richard. —Se inclinó hacia mí, obstruyendo la luz de la linterna, con lo que la mitad superior de su cuerpo se hundió en las tinieblas. La inesperada cercanía me hizo retroceder. Cuando habló, siseando, no se hallaba a más de quince centímetros de distancia—. Estoy aquí todo el puto día y toda la puta noche, y nadie viene a verme.

—Yo vengo.

—Pero nadie más.

—Lo lamento.

—Yo también lo lamento.

—Pero…

—Es así.

Tardó un par de segundos en retroceder, y nos miramos por encima del cuerpo manchado de Christo. Jed bajó la cabeza y, con aire ausente, comenzó a quitarse las hilachas de sangre seca que tenía en los brazos.

—Jed —dije—. Hazme un favor.

—¿Mmm?

—Sal de la tienda un rato. Yo me quedaré con Christo y…

Hizo un gesto de displicencia con la mano.

—Ésa no es la cuestión.

—Te vendría bien…

—No quiero salir para ver a esos hijos de puta.

—No tienes por qué verlos. Puedes irte a la playa.

—¿Para qué? —preguntó, en un tono repentinamente claro y tajante—, ¿para despejarme la cabeza? ¿Para poner en orden mis ideas y conservar la razón?

—Quizás…

—¿Es que los demás la conservan?

—Te ayudaría a entender mejor las cosas.

—De eso nada. No importa adonde vaya, seguiré en esta tienda. Llevo en ella desde que vine aquí, al igual que Christo, al igual que Karl y que Sten. La tienda, el mar abierto, la Zona Desmilitarizada. Fuera de la vista y fuera de… —La voz se le quebró de tal modo que contuve la respiración un momento, aterrado ante la posibilidad de que se echara a llorar, pero se dominó y siguió hablando—. Cuando llegaron los suecos y Daffy se puso como un loco… Daffy desapareció… Pensé que con eso cambiarían las cosas… Estaba seguro de que sin él… Pero era tan taimado… como para regresar… Tan taimado… —Su voz se desvaneció mientras él se inclinaba y se llevaba los dedos a las sienes.

—Jed —dije al cabo de un instante de silencio—, ¿significa eso que ha regresado?

—Se suicidó… —contestó—, y ha vuelto.

Fruncí el entrecejo y me enjugué el sudor que me corría por la frente.

—¿Lo has visto?

—Sí… Lo he visto.

—¿Cuándo?

—Primero en Ko Pha-Ngan… Debería haberlo visto antes.

—¿Viste a Daffy en Ko Pha-Ngan?

—Con tus amigos. Con tus amigos muertos.

—¿Con Zeph y Sammy?

—Él les dio el mapa.

Vacilé.

—No, Jed; fui yo quien les dio el mapa.

—No.

—Te digo que fui yo quien les dio el mapa. Lo recuerdo perfectamente.

—No, Richard —dijo Jed, sacudiendo la cabeza—. Fue Daffy.

—¿Quieres decir que antes de que yo les diese el mapa ellos ya lo tenían?

—Quiero decir que al darte el mapa, se lo dio a ellos. —Jed se levantó de nuevo, tensando el suelo de lona de la tienda con su movimiento y derribando la linterna que, al caer, me deslumbró antes de rodar y convertirse en un simple resplandor—. Le dio el mapa a Étienne —añadió mientras colocaba la linterna en su sitio—, y a Françoise, y a Zeph, y a Sammy, y a los alemanes, y a todos los que vengan detrás.

Suspiré.

—Entonces… Cuando me miras… ¿ves a Daffy?

—Antes no tanto… Pero ahora, sí —respondió Jed, sacudiendo la cabeza con cara de desolación—. Siempre que te miro… Siempre…