MAMÁ

¿Qué tal había ido todo? ¿Bien o mal? No lo sabía.

Por un lado, y al igual que en el repecho, mis nervios no habían estado a la altura de los acontecimientos. La calma que debía acompañar mi vigilia se había convertido en náusea. Pero, por otro lado, quizá fuese así como debían ser las cosas: el pánico en el repecho y la náusea al oír los disparos, tal como lo había leído infinidad de veces y lo había visto en las películas: se supone que la primera vez que se sale de patrulla uno se caga vivo en cuanto entra en contacto con el enemigo. Después, curtido ya por la experiencia, la cosa se convierte en rutina, hasta que un día uno descubre que todavía teme a la muerte. Es algo con lo que hay que vivir y de lo que se extrae fuerza.

Le di vueltas y más vueltas a esta segunda interpretación de los hechos hasta que llegué a la cascada, sin dejar por ello de atender otros aspectos más gratos, en especial la evidencia de que nuestros problemas con los intrusos se habían acabado, y el hecho de que mi responsabilidad en el descubrimiento de nuestra playa secreta estaba definitivamente zanjada. Aunque eso no hacía que me sintiera mejor.

No podía dominar el agarrotamiento del estómago, ni fijarme en el terreno que pisaba, ni superar las ganas que tenía de gritar. Quería gritar hasta desgañitarme. No un grito de guerra que me templara los ánimos y exorcizara el peligro, sino más bien la clase de grito que brota cuando persigues a la carrera un autobús y te destrozas la rodilla contra un bolardo de hormigón. No es un grito deliberado ni de dolor, porque de hecho en ese preciso instante no te duele nada, sino uno que surge de un cerebro que no sabe a ciencia cierta qué ha sucedido ni quiere saberlo.

Sal me esperaba al pie de la cascada.

—¿Qué demonios ha pasado? —preguntó, más enfadada que nerviosa, y sin esperar a que yo alcanzara nadando la orilla del estanque—. ¿Qué han sido esos disparos?

No respondí hasta que conseguí hacer pie y acercarme a ella.

—Los balseros —resoplé. El impacto de la zambullida me dejaba siempre sin aire en los pulmones, y en esta ocasión todavía más.

—¿Los han matado?

—Sí. Vi que los centinelas los atrapaban y después oí los disparos.

—¿Quieres decir que no viste cómo les disparaban?

—Eso quiero decir.

—¿Qué pasó cuando los atraparon?

—Les dieron una paliza.

—¿Una paliza?

—Sí.

—¿Una paliza de escarmiento?

—Peor.

—¿Y después?

—Se los llevaron a rastras.

—A rastras… No fuiste tras ellos.

—No.

—¿Qué pasó después?

—Cuando llegué al desfiladero… oí la descarga.

—Entiendo… —Los ojos de Sal me taladraban el cráneo—. Dices que los molieron a palos…

—Una paliza atroz.

—Y ahora te sientes responsable de su muerte.

Me rumié la respuesta, pues no quería revelar mis contactos con Zeph y Sammy a esas alturas de la historia.

—Fueron ellos quienes decidieron venir —dije, desplazando el peso de mi cuerpo del pie izquierdo al derecho. El agua me llegaba a las rodillas y poco a poco me estaba hundiendo en el lodo—. Hicieron mucho ruido en la selva. Metieron la pata.

—Es probable que la gente haya oído los disparos —señaló Sal, asintiendo con la cabeza—, ¿qué vas a responder cuando te pregunten?

—Nada.

—Creo que Étienne sabe lo de Christo. Está volviendo a las andadas…

—No le diré nada a Étienne —la interrumpí—. Ni a Françoise ni a Keaty ni a nadie… Excepto a Jed… Sabes que a él se lo diré.

—Naturalmente que lo sé, Richard. Aunque es muy amable por tu parte que me pidas permiso.

Giró sobre sus talones y echó a andar, sin esperar siquiera a verme salir del agua o a oírme susurrar: «No te he pedido tu jodido permiso».