DISCULPAS

Sammy se puso a dar gritos como había hecho seis meses antes en Ko Samui, bajo la lluvia.

—¡Joder, tíos! ¡Vamos a fumar toda la puta hierba que nos salga de los putos cojones! ¡En mi vida había visto tanta maría!

Se puso a arrancar hojas a puñados para lanzarlas por el aire, como los atracadores de bancos cuando desparraman el botín para festejarlo. Estaba completamente fuera de sus cabales. Carne de cañón. Eran las diez de la mañana. Los centinelas debían de llevar dos horas patrullando, por lo menos, y si no los habían oído al cruzar la selva, ahora lo harían.

Por pura casualidad Mister Duck y yo estábamos escondidos detrás del mismo arbusto en que nos habíamos ocultado con Françoise y Étienne, lo que confería un encanto especial a la escena. Observar a Zeph y a Sammy era como observarme a mí mismo y ver qué habría pasado seis meses antes si no hubiese sido por la sangre fría de Étienne. Eso provocó en mí una intensa oleada de simpatía hacia Scrooge. Recuerdo —con el estómago atenazado por la memoria del miedo— que en aquel momento pensé que quizá Mister Duck fuese mi Fantasma de las Navidades Futuras. También me sentía algo frenético, pues daba la impresión de que el problema planteado por nuestros importunos huéspedes estaba a punto de resolverse y, por si eso fuera poco, yo iba a saber, de una vez por todas, qué ocurría cuando los centinelas de la plantación de marihuana atrapaban a alguien. Más que saberlo, iba a verlo con mis propios ojos.

No pretendo dar a entender que no me compadecía de aquellos chicos por la situación en que se encontraban. Yo no quería que Zeph y Sammy estuvieran en la isla, y sabía que nos convenía que desapareciesen, pero eso no significa que desease que las cosas fueran así. El planteamiento ideal hubiera sido que ellos llegasen a la isla y que yo los siguiera mientras la atravesaban, hasta que alcanzaran la cascada, desistieran de su propósito y volvieran sobre sus pasos. En ese caso, yo me lo habría pasado muy bien sin necesidad de que se derramaran lágrimas ni sangre.

Zeph sangraba igual que un cerdo al que hubiesen degollado. Cuando aparecieron los centinelas, echó a andar hacia ellos como si se tratara de unos viejos amigos. Eso fue lo que hizo, por inexplicable que resulte. Ni siquiera dio la menor importancia al hecho de que los centinelas le apuntaran con sus armas mientras parloteaban en tailandés. Es posible que los tomara por los custodios de una comunidad paradisíaca, o quizás estuviese tan impresionado que le resultara imposible imaginar el peligro que corría. Como quiera que fuese, el caso es que uno de los centinelas le partió la cara con la culata del fusil en cuanto lo tuvo a mano. Era lógico. El centinela parecía muy nervioso y tan perplejo ante el comportamiento de Zeph como yo mismo.

A continuación transcurrieron unos cuantos segundos de silenciosas miradas por encima de las plantas de marihuana, mientras Zeph retrocedía lentamente e intentaba enjugarse la sangre que le brotaba de la nariz. Era imposible decir cuál de los dos grupos estaba más azorado. Los balseros se esforzaban por hacerse a la idea de que habían pasado del Cielo al Infierno en el espacio de segundos. Los centinelas parecían estupefactos ante alguien tan estúpido como para esquilmarlos delante de sus propias narices.

Durante tan breve interludio reparé en que la mayoría de los centinelas tenía más pinta de jóvenes campesinos que de mercenarios, y que sus cicatrices más parecían el resultado de las zambullidas entre los afilados bancos de coral que de las luchas a cuchilladas. Un poco como los verdaderos guerrilleros del Vietcong. Aunque estoy seguro de que semejantes observaciones habrían interesado muy poco a Zeph y a Sammy, también pensé que las condiciones hacían de los centinelas gente bastante más peligrosa de lo que hubieran sido en otras circunstancias. Es probable que, de haber tenido más experiencia, no se hubiesen puesto tan nerviosos como para romperle la cara a Zeph. ¿No dicen que lo único más peligroso que un hombre con una pistola es un hombre nervioso con una pistola? Si no se dice, se debería decir. Al cabo del breve intercambio de miradas, los centinelas entraron en acción. Avanzaron y comenzaron a deshacerse de aquellos huéspedes importunos, pues ya no eran los míos, sino los suyos.

Podrían haberlos matado a palos allí mismo y sin demora, pero justo cuando comenzaba a sentarme mal el espectáculo apareció otro grupo de centinelas, y esta vez con lo que parecía un jefe. Jamás lo había visto. Era más viejo que los demás y en lugar de fusil sólo llevaba una pistola enfundada en la cartuchera: el signo tradicional del mando entre la gente armada. La paliza cesó en cuanto el tipo abrió la boca.

Mister Duck dio un paso adelante y me apretó la mano.

—Rich, creo que van a matarlos.

Fruncí el entrecejo y le hice señas de que se callase.

—Escúchame —insistió—. No quiero que los maten.

Le tapé la boca, pero esta vez con toda la mano. El jefe de los centinelas se estaba dirigiendo a los intrusos.

Hablaba en inglés, aunque sin demasiada fluidez. No lo hacía tan bien como ese comandante nazi de un campo de prisioneros de guerra a quien le gustaba la poesía inglesa y decía a sus prisioneros: «Sepan que ustedes y yo somos muy parecidos», pero se defendía.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó en voz alta y clara.

Vaya cuestión espinosa. ¿Cómo responder a eso? ¿Debe uno presentarse del modo más formal, contestar «nadie», implorar por su vida? Creo que Sammy lo hizo bastante bien, considerando que le habían saltado los dientes.

—Venimos de Ko Pha-Ngan —contestó entre boqueadas y efluvios sangrientos—. Buscamos a unos amigos y nos hemos perdido. No sabíamos que esta isla fuera de su propiedad.

El jefe asintió con cierta deferencia.

—Sí que están perdidos ustedes.

—Compréndalo, por favor. Lo sentimos… —Sammy tuvo que hacer una pausa para tragar saliva—. Lo sentimos mucho.

—¿Han venido solos? ¿Han encontrado a sus amigos?

—Estamos solos. No hemos dado con nuestros amigos. Creíamos que estaban aquí y nos hemos perdido…

—¿Por qué los buscaban aquí?

—Nos dieron un mapa.

—¿Qué mapa? —preguntó el jefe, ladeando aviesamente la cabeza.

—Se lo puedo en…

—Ya me lo enseñará luego.

—Compréndalo, por favor. Lo sentimos mucho.

—Sí. Comprendo que lo sienten mucho.

—Déjenos marchar. Nos iremos de su isla y no se lo diremos a nadie.

—No se lo dirán a nadie. Eso ya lo sé.

Sammy intentó sonreír. Los dientes que le quedaban eran un cuajaron al rojo vivo.

—Déjenos salir de aquí. Por favor.

—Saldrán de aquí —dijo el jefe, sonriendo.

—¿De veras?

—Sí.

—Gracias. —Haciendo un esfuerzo, Sammy consiguió ponerse de rodillas—. Gracias, señor. Le prometo no decirle a nadie…

—Saldrán de aquí con nosotros.

—No —imploró Sammy—. Créame, por favor. Nos hemos perdido. ¡Lo sentimos muchísimo! ¡No se lo diremos a nadie!

Uno de los alemanes comenzó a incorporarse, levantando los brazos.

—¡No hablaremos! —gritó—, ¡no hablaremos!

El jefe miró con gesto impasible al alemán, y dio una orden rápida y seca. Tres de sus hombres avanzaron, tomaron a Zeph por los brazos y empezaron a tirar de él. Zeph intentó ofrecer resistencia y otro de los centinelas le hundió el cañón del fusil en el estómago.

—Escúchame, Richard —dijo Mister Duck, tras apartar la mano con que le tapaba la boca—. Van a matarlos.

Permanecí impertérrito.

—Haz algo, Richard.

Al no obtener respuesta, me dio un fuerte codazo en las costillas que me hizo soltar un gemido, afortunadamente ahogado por los gritos de los balseros.

—¡Me cago en Dios! —susurré—. ¿Qué demonios te pasa?

—¡Haz algo por ellos!

—¿Qué puedo hacer?

—No lo sé. —Mientras lo pensaba, los centinelas se abalanzaron sobre la chica alemana, que intentó huir pero fue derribada a los pocos metros—. ¡No lo sé!

—¡Yo tampoco! ¡Así que cierra el pico! ¿O es que quieres que me maten a mí también?

—Pero…

Aguantándome las ganas de gritar, lo agarré por las solapas de su zamarra de campaña y lo atraje hacia mí.

—Por última vez, ¡deja ya de joderme! —le dije al oído.

Mister Duck escondió el rostro entre las manos, y los centinelas se llevaron a rastras a sus aterrorizados cautivos.