Nos pusimos en marcha muy temprano, para intentar localizar a Zeph y Sammy antes de que abandonasen la balsa, ya que una vez que se adentraran en la selva sería mucho más difícil hacerlo. También esperaba que hubieran desembarcado en la misma zona de la playa donde lo habíamos hecho Françoise, Étienne y yo, aunque tampoco confiaba mucho en eso. Quizá se habían puesto a rodear la isla al ignorar que ése era el único espacio abierto de la costa. En cualquier caso, cuanto más tiempo me dieran, mejor.
Al menos, los centinelas no nos plantearían el menor problema. Si se tiraban casi todo el rato amodorrados, era lógico que a las siete de la mañana aún estuvieran durmiendo los colocones de la marihuana. Mi mayor problema, en realidad, era Mister Duck. Estaba verdaderamente bajo de forma, resollaba como un minero a punto de jubilarse y tenía que apoyarse continuamente en los árboles para recuperar el aliento. Aunque intentaba hacerme a la idea de que debido a su condición de fantasma era muy improbable que alguien lo oyese, lo cierto es que cada vez que maldecía me daba un vuelco el corazón, y él lo sabía, pues respondía a mis miradas coléricas levantando las manos en señal de disculpa.
—Lo siento —murmuraba tras soltar una ristra chirriante de juramentos—. No estoy tan preparado para la guerra en la selva como suponía.
Pocos minutos después tropezó y como consecuencia de ello se le disparó el fusil. El muy imbécil llevaba el seguro quitado y caminaba con el dedo en el gatillo, así que decidimos que abandonara su arma —aun cuando no matase de verdad— escondida en la maleza.
Cuando nos faltaban treinta metros para la línea de árboles, le dije que me esperara.
Aunque nadie pudiera verlo u oírlo, su presencia me distraía, y eso constituía un riesgo que no quería correr al acercarme a los balseros. Se tragó su amor propio y se avino a mi demanda.
—Lo comprendo, Richie —dijo estoicamente—. Te caigo fatal.
—No me caes fatal —susurré—, pero ya te advertí que esto es muy serio.
—Lo sé. Lo sé. Sigue adelante. —Entornó los ojos y desvió la mirada—. Sé por experiencia que a esta clase de misiones es mejor ir en solitario.
—Eso es.
Lo dejé bajo un cocotero, limpiándose las uñas con un machete de combate con el filo serrado.
El madrugón mereció la pena. Los balseros aún estaban en la playa.
Aunque llevaba meses observándolos, me impresionó verlos desde tan cerca y confirmar que de verdad eran Zeph y Sammy a quienes había estado vigilando, que nuestros pronósticos se cumplían y que yo era el único culpable de que estuviesen allí. También me sorprendió comprobar que, después de tanto tiempo esperando aquel momento, su presencia no me producía excitación alguna. Me esperaba algo más dramático que aquellas figuras desharrapadas alrededor de la balsa. Algo bastante más siniestro y a la altura de unos intrusos que constituían una amenaza tanto para el secreto del campamento como para mí. Aún no sabía qué iba a decirle a Sal acerca del mapa. Careciendo, como carecía, del valor necesario para contravenir sus órdenes, no tenía otro remedio que confiar en que los obstáculos de la isla resultaran suficientes. En caso contrario, mi única esperanza era que Zeph y Sammy atendiesen a mis explicaciones mientras los entretenía cerca de la cascada.
El punto desde el que los espiaba —tendido bajo unos helechos y a unos veinte metros de distancia— no me permitía ver más que a cuatro de ellos. La embarcación ocultaba al quinto. De los dos alemanes visibles, uno era un chico y el otro, una chica. No sin cierta satisfacción, observé que ésta era guapa, aunque no tanto como Françoise. En la playa no había ninguna que superase en belleza a Françoise, y no me daba la gana de que una forastera llegase a usurparle el puesto. La chica habría sido más guapa si no hubiese sido por su nariz, pequeña y respingona, que le daba el aspecto de un cráneo bronceado. El tipo, sin embargo, era otra cosa. Aunque parecía muy cansado y casi sin fuerzas para sacar de la balsa su mochila (de un color rosa pastel), su aspecto y complexión recordaban los de Bugs. Podrían haber sido hermanos, incluso tenían el pelo largo y se lo apartaban continuamente de los ojos. Me cayó mal de inmediato.
Entonces apareció el quinto que completaba el grupo. Era una chica, y confieso que me molestó no encontrar nada que decir en su contra. Bajita y curvilínea, su tranquila y atractiva sonrisa cruzó flotando el espacio hasta el lugar donde me encontraba. También tenía el cabello muy largo, y por algún motivo que se me escapaba se envolvía el cuello con él como si fuera una bufanda. Fue una visión surrealista que me hizo sonreír, hasta que recordé que debía mantenerme muy serio y ceñudo.
También me molestó un poco el que los balseros no incurriesen en el mismo error que habíamos cometido Françoise, Étienne y yo, esto es, investigar en cada extremo de la playa antes de caer en la cuenta de que el único modo posible de llegar al otro lado de la isla era atravesándola. Pero mi fastidio se vio compensado por otro tipo de error mucho más importante.
Advertí que iban a meter la pata antes incluso de que sucediera. En primer lugar, no ocultaron la balsa como debían, sino que se limitaron a arrastrarla hasta más allá de la línea de la marea. En segundo lugar, se pusieron a hablar a voces en cuanto echaron a andar, y lo hicieron en alemán, lo que me infundió un envidioso respeto. (Envidioso en relación con Zeph y Sammy, obviamente, no con los alemanes). Estaba claro que ni por un instante se les había pasado por la imaginación que fuese necesario conducirse con cautela. Y hasta Mister Duck, que se acercó a mí en cuanto el grupo entró en la espesura, lo comprendió así.
—No son muy sagaces, la verdad —comentó al cabo de una hora de marcha.
Asentí con la cabeza al tiempo que me llevaba un dedo a los labios. Los seguíamos tan de cerca que yo no quería hablar. Bien, no tan cerca como para verlos a través del follaje, pero sí para oírlos.
—Como sigan así los atraparán —prosiguió Mister Duck, impertérrito.
Volví a asentir con la cabeza.
—Quizá deberíamos hacer algo, ¿no te parece?
—No —susurré—. Y ahora, cállate.
Me sorprendió el interés de Mister Duck, aunque debo admitir que no mucho. Cuando volvió a abrir la boca, llevé el dedo a sus labios en vez de llevarlo a los míos, y al fin pareció entender que quería que cerrara el pico.
Qué se le va a hacer. Tal fue el gran error de los balseros, una cuestión de falta de perspicacia. Cuando llegaron al primer repecho, ninguno de ellos se percató de que estaban en una plantación.