Mientras cruzaba el claro me planteé a quién debía informar primero acerca de la balsa, si a Jed o a Sal. Según el reglamento, debía contárselo a ésta, pero como no teníamos reglamento, seguí el dictado de mi instinto y se lo fui a decir a Jed. Noté el mal olor en cuanto entré en la tienda hospital. Era un olor agridulce; agrio por los vómitos y dulce a causa de algo que no estaba tan claro.
—Terminas acostumbrándote —dijo Jed sin volverse hacia mí, por lo que no pudo ver el respingo que había dado. Quizá tan sólo advirtiese que había contenido la respiración—. No te vayas. Al cabo de dos minutos se hace bastante llevadero. Ya verás.
—No pensaba irme —repuse, subiéndome la camiseta para taparme la nariz y la boca.
—¿Me crees si te digo que no ha venido nadie en todo el día? Nadie. —Cuando me miró, no pude evitar un gesto de sorpresa al verle la cara. Estaba pagando un alto precio por su casi absoluta permanencia en aquella tienda. Aunque su bronceado aún era intenso (habrían sido necesarios más de cinco días para que desapareciese), la piel mostraba un tono grisáceo por debajo, como si se le hubiera descolorido la sangre—. Llevo oyéndolos ahí fuera desde las dos —murmuró—. Todos regresaron a esa hora, hasta los carpinteros, y se pusieron a jugar a fútbol.
—Los he visto.
—¡A jugar a fútbol! Sin preocuparse para nada de Christo.
—Bueno, después de la arenga de Sal todo el mundo piensa en volver a…
—Tampoco venían por aquí antes de la arenga de Sal… Pero si fuese ella la que estuviera aquí… Si fuese cualquier otro… Aparte de mí… —Titubeó, miró fijamente a Christo y se echó a reír—. No sé. Quizá me esté volviendo paranoico… Es todo tan raro. Ellos ahí fuera, jugando, y yo aquí, preguntándome por qué no muestran el menor interés…
Asentí con la cabeza, aunque apenas si prestaba atención a sus palabras. Era obvio que su confinamiento con Christo comenzaba a afectarle, y estaba claro que quería hablar de ello, pero yo tenía que decirle lo de la balsa. Sammy y Zeph atravesarían el brazo de mar entre las dos islas antes de que cayera la noche, según había calculado con Mister Duck de acuerdo con lo que habíamos tardado en cubrir a nado la misma distancia. Eso significaba que si a la mañana siguiente se disponían a cruzar la isla, era probable que llegasen a la playa por la tarde.
Un espasmo de Christo nos distrajo a los dos. Abrió los ojos por un instante, con la mirada extraviada, y una bilis negra le corrió por la comisura de los labios. A continuación se le hinchó el pecho, y perdió de nuevo la conciencia.
Jed le limpió la bilis con una sábana.
—Intento que no se mueva, pero es imposible… No sé qué hacer.
—¿Cuánto tiempo estará así?
—Dos días a lo sumo… Hasta el Tet.
—Bien. Será el regalo perfecto para el aniversario del campamento, y quizá nos venga bien para que Karl salga de su…
Jed sacudió la cabeza.
—No —me interrumpió en voz baja—. No he querido decir eso. Christo no mejora.
—Pero según tú en dos días…
—En dos días habrá muerto.
—¿Se está muriendo? —pregunté, tras una pausa.
—Sí.
—Pero… ¿cómo lo sabes?
Jed me tomó la mano. Confuso y nervioso ante la idea de que trataba de consolarme o algo así, la retiré de golpe.
—¿Cómo lo sabes, Jed? —insistí.
—Chist. Sal no quiere que la gente lo sepa.
Volvió a tomar mi mano, y esta vez la apretó y la condujo hacia el vientre de Christo.
—¿Qué cojones estás haciendo? —exclamé.
—Sólo quiero que veas.
Jed apartó la sábana. El vientre de Christo estaba casi tan negro como el de Keaty.
—Toca aquí.
—¿Por qué? —quise saber, sin apartar la vista de aquella piel.
—Tú toca.
—No quiero —protesté, aunque de hecho no opuse la menor resistencia.
Fuera de la tienda, el alboroto del partido de fútbol era un ronroneo sordo y regular como el de las hélices de un helicóptero. Alguien soltó un grito de ánimo, o de terror, o quizá fuese un simple gorgoteo. Los fragmentos de conversación sonaban monótonos y extraños a través de la lona.
Jed guió suavemente mi mano hasta apoyarla sobre el torso de Christo.
—¿Qué notas? —preguntó.
—Está duro —murmuré—. Como una piedra.
—Ha estado sangrando por dentro. Ha sangrado mucho. No estuve seguro hasta anoche. Lo sabía… O creo que lo sabía, pero…
—¿Eso… es una hemorragia?
—Ajá.
Asentí con la cabeza, impresionado. Nunca había visto una hemorragia.
—¿Quién más lo sabe?
—Sólo tú y Sal… y Bugs, probablemente. A Sal se lo he dicho hoy. Me pidió que no se lo contara a nadie. No quiere que se sepa antes de que las cosas hayan vuelto a la normalidad. Supongo que le preocupa que Étienne se entere.
—Porque Étienne quería llevar a Karl a Ko Pha-Ngan.
—Sí. Y motivos para preocuparse no le faltaban. Étienne insistiría en llevar a Christo a Ko Pha-Ngan, lo que no serviría de nada.
—¿Estás seguro de eso?
—Habría servido de algo si lo hubiéramos llevado al día siguiente del ataque, o incluso dos días después. Yo mismo lo habría hecho, aun a costa del riesgo de quedarnos sin la playa, y creo que Sal también, pero ahora… ya no tiene sentido.
—No tiene sentido…
Jed suspiró y pasó una mano por el hombro de Christo antes de volver a taparlo con la sábana.
—Ningún sentido.
Nos sentamos y permanecimos en silencio durante un par de minutos, observando la débil e irregular respiración del hombre. Era curioso lo evidente que se me hacía su agonía tras la revelación de Jed. El olor que había notado al entrar en la tienda era el de la muerte emboscada, y el aspecto de Jed constituía el efecto de su cercanía.
Me estremecí al pensarlo y solté de repente:
—Zeph y Sammy han fabricado una balsa. Eso era lo que hacían detrás de los árboles. Están de camino hacia aquí.
Jed ni siquiera pestañeó.
—Si llegan a la playa asistirán a la muerte de Christo —dijo—. Será el fin de la historia. Eso fue todo.