—Conque de aeromodelismo.
—Ajá.
—¿Por alguna razón en particular?
—Simple curiosidad.
—Mira, Mister Duck, acabamos de enterrar a Sten. Sal estuvo formidable. Vamos a celebrar el Tet, del que no me has dicho una palabra, y…
—Spitfire —dijo en tono de impaciencia, dándose la vuelta de lado para mirarme a la cara—. Messerschmitt. ¿Armaste esos modelos?
—Sí —respondí, mirándolo.
—¿Hurricane?
—También.
—¿Bombarderos Lancaster? ¿Lysander? ¿Mosquitos?
—Creo que una vez armé un Lysander.
—Hum. ¿Algún reactor?
—No —contesté, aceptando lo irremediable—. Nunca me gustaron los reactores.
—A mí tampoco. ¡Qué curioso! Nada de reactores… Ni buques, tanques, camiones…
—Ni helicópteros. Eran una pesadilla, y mira que lo siento, porque siempre me gustaron mucho.
—Naturalmente.
—Era por las aspas.
—Esas putas hélices… Siempre se venían abajo antes de que se secara el pegamento.
Guardé silencio. Un ligero cosquilleo me había advertido de la presencia de una hormiga que se paseaba por mi vientre. Tardé un par de segundos en encontrarla, atrapada como estaba entre los pelos. Me chupé un dedo y la atrapé pringándola en la saliva.
—Muy difícil —dije tras arrojar a un lado la hormiga.
Un brillo travieso apareció en los ojos de Mister Duck.
—Así que no se te daba bien el aeromodelismo.
—Yo no he dicho eso.
—De acuerdo. ¿Eras bueno?
—Pues… —Vacilé, sí, lo era.
—¿Nunca te hacías un lío? Demasiado pegamento, piezas que no ajustan como deberían, huecos inesperados en el punto donde las alas se insertan en el fuselaje o al encajar las dos mitades del tren de aterrizaje… Venga, sé sincero.
—Bueno… Sí… Esas cosas solían pasarme.
—A mí también. Me sacaban de quicio. Me ponía a trabajar con la mejor de las intenciones, ponía todo mi empeño en hacerlo a la perfección, pero casi nunca lo conseguía —rió entre dientes—. Y al final siempre me encontraba con el mismo problema.
—¿Cuál?
—Qué hacer con aquel desastre. Había un tipo que construía unos modelos perfectos y los colgaba del techo con un hilo. Pero yo no quería colgar los modelos que hacía. ¿Cómo iba a exhibirlos con todas las rebabas del pegamento? ¡Menuda vergüenza!
—Sé a qué te refieres.
—Estaba seguro.
Mister Duck se tumbó en la hierba muy satisfecho, con las manos detrás de la cabeza. Una mariposa pasó volando por su lado. Era grande, con unas franjas alargadas en las alas, que terminaban en unos brillantes círculos azules, como pequeñas plumas de pavo real. Levantó un dedo para ver si la mariposa se posaba, pero ella no le hizo caso y siguió volando por la ladera hacia la Zona Desmilitarizada.
—Bueno, Richard —añadió con voz relajada—. Dime qué hacías con esos modelos tan desastrosos.
—Me lo pasaba muy bien —repuse con una sonrisa.
—¿De veras? ¿Seguro que no te sacaban de quicio?
—Claro. Al principio me daban ataques de ira y terminaba a patadas con las sillas y soltando tacos como un loco, pero después compraba un poco de gasolina y los lanzaba por la ventana. O les hacía unos agujeros en el fuselaje para meter petardos y hacerlos estallar.
—¡Qué divertido!
—Ya lo creo.
—Quemar los modelos mal hechos…
—¿Tú no hacías lo mismo?
—Algo por el estilo. —Mister Duck cerró los ojos para protegerlos del sol—. Yo también quemaba los que me salían bien.
Debió de ser poco después del mediodía cuando me fijé en lo que hacían Zeph y Sammy. La charla me había distraído del trabajo, que era, quizá, lo que se pretendía. Tomé el sol, adormilado, durante un par de horas, recordando varios intentos de arreglar con plástico quemado mis descuidos en los modelos de Focke-Wulfs. Y habría seguido en ello si no hubiese sido porque Mister Duck me llamó la atención cuando decidió que debía hacerlo.
—Sal se va a poner de morros —comentó.
—¿Cómo? —exclamé, incorporándome.
—Que Sal no se va a poner muy contenta. De hecho, se va a poner de un humor de perros. Entonces fruncirá el entrecejo… ¿Te has fijado de qué modo tan delicioso frunce el entrecejo?
—No. Pero ¿por qué motivo iba a cabrearse?
—¿Cómo es posible que no lo hayas advertido? Me encanta cuando se cabrea. Sus ojos echan chispas… ¿Crees que Sal es bonita?
—Pues…
—Yo creo que sí.
Lo miré por un instante y me eché a reír.
—Bueno, bueno. Te enamoraste de ella, ¿verdad?
—¿Enamorarme? —Se había puesto colorado—. Yo no diría eso. Éramos muy buenos amigos, nada más.
—Quieres decir que no te hacía caso.
—Lo único que te digo es que éramos muy buenos amigos.
Me reí más todavía.
—¿Nunca llegasteis…?
—Jamás hubo nada físico entre nosotros —me interrumpió, lanzándome una mirada algo aviesa—. Hay amigos, buenos amigos, que no necesitan de un contacto físico.
—Un amor no correspondido —gimoteé al tiempo que me enjugaba unas lágrimas imaginarias—. Ahora comprendo lo tuyo con Bugs.
—Bueno, tú eres el experto en amores no correspondidos.
—¿Perdón?
—¿No te dice nada el nombre de Françoise?
Aquello carecía de gracia.
—¿No te hacen chiribitas los ojos?
—Por favor. No tiene nada que ver. Para empezar, Françoise me hace caso. Y Bugs es un gilipollas, mientras que Étienne es un gran tipo, y ésa es, por cierto, la razón de que las cosas no vayan a más. No queremos herir sus sentimientos.
—Mmm.
—Vamos a dejarlo —dije, mirándolo con dureza—. Volvamos a lo nuestro.
—¿Qué es lo nuestro?
—Decías que Sal se va a poner de un humor de perros. ¿Por qué?
—Ah… Eso. —Me pasó los binoculares—. Por la balsa.
—¿La balsa? —Me arrastré hasta la cima de la atalaya, y estudié la playa a través de los binoculares. Estaba vacía—. No veo nada. ¿A qué te refieres?
—¿Adónde estás mirando? —dijo Mister Duck con toda tranquilidad.
—¡A la playa!
—Busca el hueco entre las palmeras.
—Ya lo tengo.
—Bien. Ahora desplázate hasta las seis en punto. A las seis o las siete.
Bajé lentamente los binoculares dejando atrás la playa y rastreando el mar.
—¿Das con ellos? —preguntó Mister Duck.
—¿Dónde? No veo na… —Tragué saliva—. ¡Mierda!
—Buen trabajo, ¿no te parece? Les ha costado lo suyo, pero finalmente lo han conseguido. —Suspiró mientras yo resollaba—. Dime la verdad, Rich, y no me vengas con bobadas: ¿crees que Sal se acuerda mucho de mí?