LAMENTOS Y BOSTEZOS

A la vista de lo que se decía de Karl decidí que debía ir a verlo. Eso, al menos, les expliqué a Keaty y Gregorio. En realidad lo que pretendía era dar con Françoise, a quien apenas había visto en los últimos días debido a la situación que reinaba en el campamento y a nuestros distintos trabajos. Además, tampoco me había esforzado mucho por cruzarme con ella, y después del malentendido del beso no tenía ganas de estimular las sospechas de Étienne.

La encontré junto al agujero de Karl, unos cuatrocientos metros más allá de donde estaban Keaty y Gregorio. Karl había cavado su hoyo cuando decidió largarse del campamento. No era muy grande: le llegaba hasta la cintura si se ponía de pie y al pecho si se sentaba. Lo más vistoso era el tejadillo que Étienne y Keaty habían hecho para evitar que le diera una insolación, ante su insistencia en permanecer metido allí todo el día. Echaron mano de tres largas ramas de palmera y las ataron formando una especie de tienda tipi. Los huecos entre las hojas no impedirían que se mojara cuando lloviese, pero servían para darle sombra.

Me temía que Françoise estuviese de mal humor (ésa era la impresión que daba todo el mundo), por lo que me alegré mucho cuando echó a correr y me recibió con un abrazo.

—¡Richard! —exclamó—, ¡muchas gracias! ¡Cuántas ganas tenía de agradecértelo!

—¿Agradecerme el qué?

—El modo en que cuidaste de mí mientras estuve enferma. Fue muy amable por tu parte, de veras. Te lo habría dicho antes si hubiese tenido ocasión, pero hay tanto trabajo… Es mucho lo que tenemos que pescar, y luego vengo a ver a Karl y tú sueles regresar muy tarde.

—No le des más importancia, de verdad. Y, en cualquier caso, tú hiciste lo mismo por mí.

—Sí, cuando te dio aquella fiebre —contestó, mirándome a los ojos con una sonrisa que, de repente, se convirtió en un gesto travieso—. ¡Me besaste!

Abrí los ojos como platos.

—Creí que estabas dormida.

—Y lo estaba. Étienne me lo contó al día siguiente.

—Oh —dije, maldiciendo mentalmente al bocazas de Étienne—. En fin… Espero que no te molestaras… La cosa se complicó un poco…

—¡Cómo iba a molestarme! Yo también te di un beso cuando estuviste enfermo.

—Nunca he sabido si aquello fue un sueño o no.

—No lo soñaste. Acuérdate de la mañana siguiente. ¡Te sentías tan abrumado!

Asentí con la cabeza, recordando lo incómodo que me había sentido ante el modo en que Françoise comentó el incidente, implacable como un cohete Exocet.

—¿Por qué dices que la cosa se complicó un poco?

—Bueno… Complicado quizá no sea la palabra… Fue como si el beso no fuera… No fuera… —Dejé la frase sin terminar y comencé de nuevo—. No sé qué te habrá dicho Étienne. El caso es que no le sentó muy bien. Te besé porque estabas enferma y había tanta enfermedad alrededor de nosotros que cuando me puse a besarte… no fue tan fácil dejarlo.

—¿Cómo se lo tomó Étienne?

«Pues comenzó a dar voces y hacer aspavientos», pensé, pero contesté:

—Bueno… Me parece que… creyó que… que se trataba de… Ya sabes…

—Pensó que se trataba de un beso sexual.

—Mmm.

Françoise se echó a reír de nuevo. Después se inclinó y me besó ligeramente en la mejilla. —¿Dirías que eso ha sido un beso sexual?

—No —contesté, mintiendo un poco—. Desde luego que no.

—¿Lo ves? No hay nada de complicado.

—Me alegro de que lo comprendas.

—¡Cómo no! —exclamó—. Soy una chica muy comprensiva.

Nos miramos a los ojos por un instante, y no pude evitar recordar otros momentos de los meses pasados, las intensas miradas en Ko Samui, nuestra conversación de medianoche sobre los mundos paralelos de la Vía Láctea. La sensación, sin embargo, se disipó cuando Françoise se volvió hacia Karl.

—Ya no volverá a tirar el tejadillo —dijo al cabo de unos segundos.

—Sí. Ya vi que lo habíais levantado de nuevo. Quizá sea una buena señal. Es probable que se esté poniendo mejor, ¿no te parece?

Françoise suspiró.

—No. No tiene nada que ver. Advertimos que lo echaba abajo a causa de las hojas… No le dejaban ver las cuevas. Las vigila. Dejó de tirar el tejadillo en cuanto le abrimos unos huecos para que pudiera espiar a través de ellos.

—Ah.

—Aunque puede que se esté poniendo mejor. Ahora se come lo que le traigo.

—Eso ya es algo.

Asintió con la cabeza.

—Sí, es algo… Pobre Karl.

Sal aún encontró el momento de darme la lata una vez más aquel día. Me quedé con Françoise hasta mucho después de que oscureciera, y Sal me pilló a la puerta del barracón, cuando me iba a la cama.

—¿Les transmitiste mi mensaje?

—Mierda, Sal —repuse al tiempo que me daba una palmada en la frente—. Me olvidé por completo. Lo siento mucho. Me distraje con todo lo que me dijeron sobre Karl y…

—Está bien, está bien —me interrumpió Sal, restándole importancia al asunto—, Étienne me lo ha dicho esta tarde. Parece que va a haber mucho de qué hablar mañana en el funeral y… por favor no te olvides de asistir.

—¡Desde luego que no, Sal! —dije, excediéndome, probablemente, en la expresión de mi celo.

—Contigo nunca se sabe… Por cierto, y a propósito de mi conversación con Étienne, he cambiado de idea… He decidido ser un poco más severa… A grandes males, grandes soluciones, o como se diga… —Vaciló por un instante—. Los funerales son siempre una oportunidad de unir a la gente, ¿no te parece, Richard?

—Puede que sí —respondí, sin estar muy seguro.

—Puede que sí, eso es… Y duerme tranquilo, aunque te hayas olvidado de mi mensaje.

—Muy bien.

—Bien. Entonces, hasta mañana.

—Hasta mañana.

Moshe fue el último en irse a la cama, de modo que le tocó soplar la última vela. Aunque jugar a darnos las buenas noches estaba, obviamente, fuera de lugar, se me pasó por la cabeza la idea de intentarlo. Sería interesante ver qué ocurría. Probablemente sólo hubiésemos nombrado a nuestros amigos, hasta que a alguien no le hubiera quedado más remedio que mencionar a algún miembro del bando de Bugs, recurriendo a alguna de las yugoslavas, o quizás a Sal.

Me puse a pensar en Françoise, un tema que podía ocupar mi mente de forma indefinida, es decir, una hora por lo menos. Ése era el tiempo que llevaba despierto cuando me percaté de que todos en el barracón seguíamos sin pegar ojo. Constituyó un descubrimiento algo inquietante. Al no haber una luz a la que acostumbrar la mirada, lo normal era sentirse amparado por un muro aislante de negrura. La sensación se veía estimulada por los ruidos y ronquidos de la gente al dormir y delimitada por la inconsciencia del sueño.

Sin embargo, una vez percibida la falta de respiraciones profundas, la sensación de amparo se disipó. No sólo se disipó sino que, para empeorar las cosas, fue reemplazada por una incómoda cuestión: mi vigilia se debía a que estaba pensando en Françoise, pero ¿qué mantenía despiertos a los demás? Me costó otra media hora deducir que debían de estar pensando en el funeral de Sten.

Cinco minutos después de resolver la cuestión, me quedé profundamente dormido.