DISCREPANCIA

Sal estaba sentada en su lugar habitual junto a la puerta del barracón, paso inevitable si uno pretendía bajar a la playa, a menos que diera un rodeo agotador por el Paso de Jai bar. Tuve la suerte, sin embargo, de que se marchara de allí cuando yo salía de la tienda hospital. Supuse que se dirigía al centro del claro para hablar con Bugs, y podría haberlo confirmado sencillamente con volver la cabeza, pero preferí dar por sentada mi suposición a mirar hacia donde se encontraba el enemigo. Ése fue mi error. Debería haberlo confirmado. Como no lo hice, me pasó lo mismo que con Cassie.

—Richard —dijo una voz resuelta, justo cuando empezaba a sentirme mejor por abandonar la zona de peligro, dejando atrás el barracón y a un paso del sendero que conducía a la playa.

Se había escondido junto al camino, detrás de un matorral que le llegaba al pecho. Era una emboscada para echarme el guante.

—Estabas escondida —le dije sin detenerme a pensarlo, sorprendido de mis propias palabras.

—Sí, Richard. Lo estaba. —Se adelantó unos pasos, abriéndose camino entre los arbustos con la mano rolliza—. No quería obligarte a una de tus evasiones, tan ridículas como evidentes.

—¿Evasiones? Yo no me eva…

—Sí, lo haces.

—No. En absoluto.

—Da igual, Richard; déjalo.

Era la tercera vez que pronunciaba mi nombre, de modo que iba en serio. Zanjé la discusión con un gesto de impotencia.

—No pongas esa cara —me espetó de inmediato—, ¿tienes idea de los problemas que me estás causando?

—Lo siento, Sal.

—No arreglas nada con decir lo siento. Eres peor que un grano en el culo. ¿No estaba claro lo que tenías que hacer?

—Muy claro, Sal.

—Pues parece que lo has olvidado.

—No, yo…

—Dime qué tenías que hacer.

—¿Te refieres a las instrucciones?

—Sí.

Tratando de no caer en el tono insolente de un colegial, repuse:

—Mientras Jed esté cuidando de Christo, soy el responsable de mantenerte informada sobre los movimientos de… —Tartamudeé y los pelos se me pusieron de punta. Había estado a punto de pronunciar los nombres de Zeph y Sammy.

—¿De quién?

—De quienes pudieran acercarse a la isla.

—Exactamente. Ahora quizá quieras decirme por qué eso te parece tan difícil.

—No tengo nada que decirte. No ha pasado nada. Todo sigue igual.

—Falso. —Sal me levantó un dedo. Me fijé en los grotescos jamoncillos de grasa que le temblaban bajo el brazo—. Falso, falso, falso. Si no hay nada que decirme, quiero saberlo. Porque si no lo sé, me preocupo y ya tengo bastante de qué preocuparme. De modo que no empeores las cosas. ¿De acuerdo?

—Sí.

—Bien. —Bajó el dedo y se concedió un respiro para recuperar la compostura—. No quiero ser dura contigo pero no estoy dispuesta a admitir más incordios. Nuestro ánimo… bien, está por los suelos.

—Lo superaremos.

—Sé que lo superaremos, Richard —dijo, tajante—. No tengo la menor duda al respecto, pero de todas formas quiero que transmitas un mensaje a todos tus amigos.

—Lo haré.

—Bien. Quiero que les digas que durante los últimos tres días, y por razones obvias, he tolerado el absurdo conflicto que divide al campamento.

—¿Conflicto? —pregunté, en un intento bastante necio de parecer inocente.

—¡Sí, conflicto! ¡La mitad del campamento no se habla con la otra mitad! ¡Como si esperasen el momento de clavarse mutuamente un arpón en el cuello!

Me ruboricé.

—No sé si sabes que mañana por la mañana enterraremos a Sten. Quiero que ese hecho marque el fin de las tensiones, así por lo menos sacaremos algo bueno de esa espantosa tragedia. Quiero que sepas que voy a decirle lo mismo a Bugs. No quiero que pienses que por el hecho de ser mi hombre lo trato mejor que a los demás. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Sal asintió con la cabeza, se llevó una mano a la frente y permaneció en silencio durante varios segundos.

Pobre Sal, pensé. No le había sido de mucha ayuda en su agobio, y decidí que me mostraría mucho más comprensivo en el futuro. Ni siquiera sabía muy bien por qué había estado eludiéndola. Mi problema era con Bugs. No había hecho bien al permitir que mi aversión hacia él se extendiera a ella.

—Bien —dijo Sal—. ¿Adónde ibas cuando te eché el guante?

—A la playa. En busca de Françoise… y a ver qué es de Karl.

—Karl… —Sal murmuró algo ininteligible y levantó la mirada hacia el dosel de ramas. Cuando la bajó pareció sorprenderse de que aún siguiera allí—. Puedes seguir —dijo, señalándome el camino—. ¿A qué esperas? Piérdete.

Eran cerca de las seis cuando llegué a la playa; la arena ya estaba lo bastante fría como para caminar tranquilamente por ella si a uno le apetecía. A mí no. Yo estaba jugando un juego que requería caminar por la arena húmeda, al borde del mar.

El propósito del juego consistía en dejar una huella perfecta, y eso era bastante más difícil de lo que parece. Si pisaba la arena menos húmeda, la huella se esfumaba enseguida; si pisaba la zona más mojada, ésta desaparecía tragada por el agua. A este problema se añadía el de la presión. Si uno daba un paso normal los dedos de los pies se hundían demasiado y agrietaban la tersura de la huella. Si, por el contrario, procuraba distribuir la presión de forma equitativa, la huella quedaba perfecta, bien que a costa de la limpieza del juego. Tal era el problema con que me enfrentaba.

Así hice el camino a lo largo de la playa, entre anhelos, comprobaciones y fracasos, destruyendo las huellas que salían mal. Como miraba fijamente la arena, no advertí que me acercaba a mis amigos hasta que los tuve a un par de metros de distancia.

—¿Te estás volviendo loco, Richard? —oí que me decía Keaty—. Si es así, avísame. Eso podría significar que estás listo para hablar con Karl.

—Intento dejar la huella perfecta —respondí sin levantar la cabeza—. No es nada fácil.

—Conque la huella perfecta, ¿eh? —preguntó Keaty, y por el modo en que rió comprendí que estaba colocado—. Bueno, eso indica que estás al borde de perder la chaveta por completo, y de una forma más original que intentando el círculo perfecto.

—¿Qué círculo?

—El que hacen los locos.

—Ah. —Pisoteé mi último intento y seguí andando con paso cansino, desilusionado al comprobar que Françoise no estaba con ellos—. ¿Es eso lo que hace Karl?

—No. Está demasiado loco incluso para eso.

—De hecho —intervino Étienne, que al contrario que Keaty no intentaba mostrarse sarcástico—, Karl no está loco, sino en état de choc.

—Justo lo que imaginaba —dijo Keaty enarcando las cejas—. Ahora quizá puedas explicarnos qué significa eso.

—No sé cómo se dice en inglés. Por eso lo he dicho en francés.

—Vaya, qué bien.

—Si quisieras hacer algo de verdadera utilidad, te llevarías a Karl a Ko Pha-Ngan —dijo Étienne, que se puso de pie y añadió fríamente—: Y ya estoy harto de discutir esto contigo. Perdóname, Richard. Me vuelvo al campamento. ¿Se lo dirás a Françoise cuando venga?

—Sí —le contesté algo incómodo.

Estaba claro que había interrumpido una discusión y nada podía entristecerme más que la idea de que mis amigos discutieran. Debíamos mantenernos unidos, aun cuando Sal fuera a pedir una tregua el día siguiente.

Unos segundos después de que Étienne echara a andar, Keaty se volvió hacia Gregorio. —¿Por qué mierda no me apoyaste?— masculló.

—No lo sé —respondió Gregorio, mirándose las manos con gesto pensativo—. Quizá tenga razón.

—No la tiene. ¿Cómo va a tenerla?

—Un momento —tercié tras cerciorarme de que Étienne se había alejado lo suficiente para no oírnos—. ¿Étienne hablaba en serio de Ko Pha-Ngan?

Keaty asintió con la cabeza. Sus bucles eran todavía lo bastante cortos como para mantenerse tiesos, lo que acentuaba su expresión de incredulidad.

—Totalmente en serio. Lleva todo el día con eso. Está dispuesto a decírselo a Sal.

—Pero debería tener claro que no podemos llevarlo a Ko Pha-Ngan. ¿Qué explicación íbamos a dar? «Aquí tienen a un amigo nuestro que ha sido atacado por un tiburón y ha sufrido una crisis nerviosa en nuestra playa secreta. Bueno, nos vamos. Hasta luego».

—Cree que podemos llevarlo hasta allí y dejarlo cerca de Hat Rin.

—Y una mierda. Aunque mantuviese la boca cerrada, ¿cómo íbamos a estar seguros de que se ocuparían de él? Aquello está lleno de chalados. ¿A quién le importaría verlo tirado en la playa? —Sacudí la cabeza—. No tiene sentido. Lo mejor para Karl es que se quede aquí.

—Llevo todo el día diciéndoselo a Étienne; pero, hay más: también quiere que llevemos a Sten a Ko Pha-Ngan.

—¿A Sten?

—Sí.

—Pero si está muerto. Para qué demonios…

—Por su familia. Étienne cree que debemos hacerles saber la suerte que ha corrido su hijo. Si los dejamos a los dos en la playa, la gente se percatará del estado de Karl y alguien se pondrá en contacto con la familia de Sten.

—Sí —dije con una sonrisa de incredulidad—, y eso nos pondría en evidencia. Sería el fin. Jamás he oído peor idea.

—Dímelo a mí —se lamentó Keaty, señalando a Gregorio—. Y de paso díselo a éste.

Gregorio se tumbó de espaldas para evitar nuestras miradas de reproche.

—En mi opinión, deberíamos considerar la sugerencia de Étienne. Si Karl no habla con nadie, tampoco lo hará en Ko Pha-Ngan.

—No —replicó Keaty—, más tarde o más temprano hablará, y prefiero que lo haga con nosotros en lugar de con un puto policía tailandés o con algún sueco de los cojones.

Yo no lo habría dicho mejor.