A LA SOMBRA

Unas voces de chicas y chicos que llamaban a Christo en toda la gama de tonos atravesaron la laguna, produciendo un sonido que me disgustó. Desde donde me encontraba, descansando sobre una roca a la entrada de la gruta, el eco que les respondía me provocaba escalofríos, de modo que nadé hasta la gruta para alejarme del ruido. Una vez puesto a nadar, ya no paré hasta que me di de bruces contra la superficie rocosa donde el pasadizo se hundía bajo el nivel del agua. Aspiré hondo y me sumergí.

Resultó muy excitante. Aquellas abruptas paredes, que no conocían la luz del sol, enfriaban el agua, que estaba gélida. Me sentí como si irrumpiera en una zona prohibida, en la misma de la que nos habíamos alejado con Françoise y Étienne cuando buceábamos en busca de la arena de Ko Samui. «Aunque esto requiere más valor», pensé vagamente, dejando descansar las piernas e impulsándome con lentas brazadas. No tenía prisa; Christo y el tiburón se volvieron ideas distantes. Era casi placentero, y sabía que mis pulmones estaban lo bastante entrenados como para mantenerme debajo del agua un minuto y medio sin mayor inconveniente.

Dejaba de nadar cada pocos metros para cerciorarme de que tomaba el pasadizo lateral que conducía a la bolsa de aire. Así fue cómo descubrí que el pasadizo central era bastante más ancho de lo que había imaginado, pues con los brazos abiertos no alcanzaba ninguna de las paredes, aunque sí el manto de percebes que tapizaba el suelo y el techo. No me fue nada grato comprobar lo mucho que había tenido que desviarme para acabar en la bolsa de aire.

Aún más ingrata me resultó la salida a la zona de los acantilados que daba al mar, donde el impacto de una ola me sacó de mi ensoñación al lanzarme contra las rocas. Salí como pude del agua, resbalando sobre las algas e hiriéndome las piernas de nuevo. En cuanto recuperé el equilibrio, miré en busca de Christo y lo llamé a gritos, por más que, según observé a la luz de la luna, no estaba allí. Lo que sí estaba era la barca, que flotaba sin amarras en la pequeña cueva que le servía de puerto y escondite. Me acerqué, saqué la cuerda del agua y aseguré la embarcación con tantos nudos como dio de sí el cabo, con un resultado que dejaba mucho que desear en lo que a mi destreza náutica se refería. Después me encaramé a un saliente rocoso y reflexioné sobre los pasos a seguir. El problema era que podía haber pasado por delante de Christo sin verlo, sobre todo si estaba en una de las rocas. También era posible que ya hubiesen dado con él y se encontrara en el campamento, aunque mi intuición me decía lo contrario.

La barca sin amarras indicaba que habían logrado alcanzar la entrada de la cueva. Si Christo no hubiese sufrido daño alguno, habría nadado junto a Karl. Pero de haber estado herido, éste lo habría dejado donde yo me sentaba para intentar volver luego en su busca.

—A menos que… —murmuré, chasqueando los dedos entre los tiritones que me producía la brisa marina.

A menos que hubiera muerto en el mar, en cuyo caso jamás lo encontraríamos.

—O bien…

O bien tenía una herida superficial que no le habría impedido atravesar nadando el pasadizo submarino. Habría buceado ayudando a Karl a trasladar a Sten, y algo le había pasado. La anchura del pasadizo no permitía el paso de tres hombres a la vez. Christo se había herido al pasar, con el consiguiente sobresalto y confusión.

—Eso es —dije, firmemente convencido.

Karl había seguido nadando sin echar a Christo de menos hasta alcanzar la laguna. La urgencia de la ayuda que necesitaba Sten, que probablemente aún vivía, le había impedido volver atrás. Quizá lo esperó el tiempo que aguanta un hombre sin respirar, añadiendo un par de desesperados minutos para asegurarse. Hasta que desistió.

—Seguro. Christo está en la bolsa de aire.

Me levanté, aspiré hondo y volví a lanzarme al agua. A la tercera di con el pasadizo que conducía a la bolsa de aire. Las estrellas me sorprendieron cuando saqué la cabeza. Por un instante pensé que había vuelto a equivocarme y que, desorientado, había acabado en el mar o en la laguna. Sin embargo, las estrellas estaban a los lados y por encima de mi cabeza. Las había por todas partes, extraordinariamente juntas, al alcance de la mano y a miles de kilómetros de distancia.

Supuse que me faltaba oxígeno y respiré con cuidado. El aire no era tan fétido como en la ocasión anterior; quizás una marea inusualmente baja lo había renovado. Pero las estrellas seguían allí. Respiré de nuevo, cerré los ojos, esperé y los abrí. Allí seguían las estrellas, más brillantes incluso.

—Es imposible —susurré—. No puede…

Me interrumpió una queja procedente de algún punto de la densa constelación. Permanecí en silencio, moviendo los brazos para mantenerme a flote.

—Aquí… —dijo una voz muy queda.

Extendí los brazos y toqué un saliente rocoso que recorrí con las manos hasta tocar algo que tenía tacto de piel.

—¡Christo! ¡Gracias a Dios!

—¿Richard?

—Sí.

—Ayúdame.

—Sí. He venido para eso.

Me pregunté qué parte del cuerpo estaba tocando. Es sorprendente lo difícil que resulta averiguarlo. Lo que al principio me pareció un brazo resultó ser una pierna, y lo que tomé por los labios, una herida.

Christo emitió un suave gemido.

—Lo siento —dije, sacudiendo la cabeza—. ¿Estás malherido?

—No… No mucho…

—Bien. ¿Crees que puedes nadar?

—No lo sé…

—Porque tienes que nadar. Hemos de salir de aquí.

—¿Salir?

—Tenemos que salir de esta bolsa de aire.

—¿Bolsa… de aire? —repitió en tono vacilante.

—Un hueco… Una pequeña cueva. Debemos salir de ella.

—¿Y el cielo? —murmuró—. Hay estrellas.

Me maravilló que él también las viera.

—No. No son estrellas. Son… —Titubeé. Me estiré y hundí la mano en unas algas colgantes—. No hay estrellas —añadí, sin poder evitar una risita al arrancar uno de aquellos resplandecientes colgajos.

—¿No hay estrellas? —Christo parecía perturbado.

—Son fosforescencias.

Quedaba algo de sitio en el saliente, de modo que salí del agua y me senté a su lado.

—Escúchame, Christo. No tenemos más remedio que marcharnos de aquí nadando. No hay otra opción.

Christo no dijo nada.

—¿Me has entendido?

—Sí.

—Lo que vamos a hacer es nadar utilizando mis brazos, así que tú te agarras de mis piernas y agitas las tuyas. ¿Tienes heridas las piernas?

—Las piernas no. Mi… mi… —Me tomó la mano y se la llevó al pecho.

—Entonces puedes moverlas. Lo conseguiremos. No hay problema.

—Sí.

Por el tono de su voz creí que estaba a punto de desmayarse, así que le expliqué lo que íbamos a hacer en voz bien alta para mantenerlo despierto.

—Nuestro único problema —le expliqué— es dar con el pasadizo que nos saque de aquí. Si recuerdo bien, hay cuatro pasadizos, y no podemos equivocarnos. ¿Has entendido?

—Sí.

—Bien. Vamos.

Me incliné hacia delante para lanzarme al agua, pero me detuve a punto de saltar del saliente.

—¿Qué? —preguntó Christo con voz débil, al notar que algo pasaba.

Yo estaba tan atónito ante la hermosa y sobrecogedora visión de un delgado cometa atravesando la negrura a mis pies, que no atiné a contestar.

—¿Qué pasa, Richard? —insistió.

—Nada. No es más que… eh… algo ahí abajo.

—¿El tiburón? —preguntó Christo con la voz súbitamente quebrada por un aterrado sollozo—, ¿es el tiburón?

—No, no. Por supuesto que no. Tranquilízate.

Observé el cometa atentamente porque, de hecho, mi vacilación al responder a Christo se debió a que al verlo lo primero que vino a mi mente fue el tiburón. Pero de pronto tuve la certeza de que no se trataba de eso. Había algo extraño en su movimiento espasmódico, que no producía centelleo alguno. Guardaba cierta relación con una persona.

—Probablemente sea yo —dije con una sonrisa tonta.

—¿Tú?

—Mi estela —expliqué entre dientes—. Mi sombra.

—¿Cómo? No te…

—Debe de tratarse de un banco de peces —añadí, animándolo con una palmada en la pierna.

El cometa continuó su paso y, curiosamente, comenzó a acortarse. Al cabo de un instante comprendí que estaba internándose en uno de los pasadizos de salida.

—Vamos, Christo —dije, llevándome una mano a la nuca. Me había asaltado la sensación de que se me agrietaba una parte del cráneo y su contenido se derramaba o expandía como si fuera vapor. Respiré aliviado al notar el hueso duro, el pelo húmedo y enmarañado—. Creo que ya sé cuál es el camino —agregué al dejarme caer en el agua.

Unas cuantas brazadas me bastaron para advertir que el pasadizo no era el que conducía a la cueva de la entrada. Trazaba una curva hacia la derecha casi de inmediato, mientras que el otro era prácticamente recto. Mi confianza, sin embargo, se mantuvo firme, por lo que no retrocedí.

Dimos con otra bolsa de aire a unos diez metros de distancia, y con una tercera a otros diez metros más allá. En esta última el aire era fresco, y frente a nosotros vi la salida, que se recortaba en la negrura, y al otro lado estrellas de verdad y un cielo contra el que se distinguían las negras siluetas de las palmeras, semejantes a lápices con garras que recorrían la altura del acantilado en su curva hacia el macizo de la isla.

Dejé al agotado Christo tendido en el saliente bajo la grieta y di unos pasos hasta ver los jardines de coral.

—¿Mister Duck? —siseé—. Eras tú, ¿verdad? Estás aquí.

—Sí —respondió Mister Duck, tan cerca que me hizo dar un respingo—. Estoy aquí.