El alucinado silencio que siguió a la palabra «tiburón» duró lo que un abrir y cerrar de ojos, tras lo cual el vocerío se reanudó de forma tan repentina como se había interrumpido. Alrededor de Karl y Sten se hizo un corro semejante a los que se forman en los colegios cuando se produce una pelea de la que nadie quiere perderse detalle, guardando la debida distancia, del que brotó un galimatías de sugerencias. Pocas cosas atraen tanto como el follón que provoca una crisis y todos querían participar. Sten y Karl quedaron al cuidado de Étienne y Keaty, respectivamente, y les llovían consejos del tipo «Hay que darles agua», «Ponedlos en posición de reposo» o «Tapadles la nariz».
Lo último se lo aconsejó una de las yugoslavas a Étienne, pues es sabido que hay que tapar la nariz del accidentado para que no se escape el aire que se le proporciona mediante la respiración boca a boca. Se trataba de una idea absurda, en mi opinión, pues las burbujas del agujero abierto en el costado de Sten dejaban bien claro que los pulmones estaban jodidos y, en cualquier caso, era difícil imaginar que alguien pudiese tener peor pinta de muerto. Estaba con los ojos abiertos, pero sólo se le veía el blanco; de sus heridas ya no manaba sangre. Cualquier consejo habría sido estúpido. En cuanto a Karl, difícilmente se le podía poner en posición de reposo mientras no dejara de sacudirse y gritar. Ni siquiera se me ocurría de qué iba a servirles tomar agua. Lo que necesitaban era morfina. Supongo que lo del agua tenía que ver con el hecho de que todo el mundo pide agua en los momentos críticos de un accidente. La única persona sensata era Sal, que exigía a gritos que se callaran y se sentaran, aunque nadie le hacía caso. Su papel de líder sufría una suspensión temporal, así que los buenos consejos que pudiese dar eran tan útiles como los malos.
Ignoraba cómo reaccionar ante todo aquel follón. Me decía a mí mismo que lo mejor era mantenerse «alerta aunque tranquilo», e intentaba desesperadamente encontrar un consejo adecuado que pusiese fin a aquel caos en favor de una eficiencia implacable a la altura de las circunstancias. Algo así como lo que había hecho Étienne cuando aparecieron los centinelas en la plantación de marihuana. Lo primero que se me ocurrió fue acercarme a Étienne, que atendía a Sten, y decirle «Déjalo, Étienne. Está muerto», pero aquello sonaba a diálogo de una mala película, y yo necesitaba el diálogo de una buena película. En vez de eso, retrocedí entre la gente, lo que no me resultó difícil, pues todo el mundo quería aproximarse.
En cuanto me vi fuera del círculo, comencé a pensar de modo mucho más objetivo, y se me ocurrieron dos cosas. La primera fue que ya podía fumarme un cigarrillo. La segunda fue Christo. Nadie se había acordado del tercer sueco, que quizá se encontrase en la playa, herido y esperando ayuda. Aunque también existía la posibilidad de que estuviese tan muerto como Sten.
Vacilé por unos instantes, mirando a un lado y a otro, como si fuera un dibujo animado, hasta que por fin me decidí y eché a correr hacia el otro extremo del barracón, entre los comedores de calamar que aún estaban demasiado enfermos para ver lo que pasaba.
Encendí un cigarrillo, para lo que tuve que utilizar un par de cerillas, y antes de salir del barracón grité «¡Christo!», pero nadie pareció oírme.
Al atravesar la selva lamenté no haber llevado conmigo una linterna. Apenas conseguía ver otra cosa que la brasa de mi cigarrillo, que a veces brillaba como a través de una tela de araña. El camino no se me hizo demasiado difícil gracias a que ya lo había hecho a oscuras un par de noches antes, cuando me dirigía a ver las fosforescencias. El único percance fue que tropecé con un montón de bambús recién cortados para hacer arpones, y aunque no les pasara nada a mis pies debidamente curtidos, sufrí varios arañazos en las pantorrillas que me escocerían en cuanto me metiera en el agua salada.
En la playa la visibilidad era mejor gracias a la luz de la luna. Allí estaban las profundas huellas que había dejado Karl al arrastrar a Sten. Por lo que parecía había alcanzado la arena a unos veinte metros del sendero que conducía al claro, había vuelto sobre sus pasos, había errado de nuevo el camino y lo había intentado otra vez. Arrojé la colilla y pensé en que Christo tal vez no hubiese llegado siquiera a la costa. La arena era plateada a la luz de la luna y las palmeras tenían la corteza hecha jirones y las ramas caídas. Si Christo hubiera estado allí, con toda probabilidad yo lo habría visto.
Respiré profundamente y me senté a unos cuantos metros del agua, sopesando ideas y opciones. Christo no estaba en la playa ni en el sendero —a menos que hubiera pasado por encima de su cuerpo sin verlo—, de modo que estaba en la laguna, en el mar abierto o en la gruta que conducía al mar. Si se encontraba en el mar abierto, lo más probable era que fuese cadáver. Si estaba en la laguna, quizá lo encontrase en alguna roca o flotando boca abajo. Si estaba en la gruta, debía de hallarse en una de sus dos entradas, quizá demasiado cansado para nadar hasta la laguna o impedido por una herida causada al atravesar el pasadizo submarino.
Eso en cuanto a Christo. En cuanto a lo de los tiburones, la cosa no tenía tantas vueltas. Podían estar en cualquier lugar. No había manera de asegurar lo contrario a menos que viese una aleta surcar la laguna, y en ese caso lo tenía claro.
—Apuesto a que está en la gruta —dije, encendiendo otro cigarrillo para que me ayudara a pensar, y en ese instante oí un ruido detrás de mí, una pisada en la arena—. ¿Christo? —llamé, y oí que alguien gritaba lo mismo que yo al unísono: «No», contestamos ambos.
Se hizo el silencio.
Esperé unos segundos mientras miraba en todas las direcciones, pero no vi a nadie. —Entonces, ¿quién?
No hubo respuesta.
—¿Quién? —repetí, poniéndome en pie—, míster Duck, ¿eres tú?
Seguían sin contestar.
Una ola barrió la arena y tiró con tal fuerza de mis pies que tuve que dar un rápido paso atrás para no perder el equilibrio. La ola siguiente también fue muy fuerte, y me obligó a dar otro paso atrás. Recuerdo que a continuación el agua me llegaba a las rodillas y los arañazos me escocían a causa de la sal. El segundo cigarrillo, del que me había olvidado, chisporroteó al entrar mi mano en contacto con el agua.
Intenté nadar siguiendo la ruta de Christo entre la gruta y la playa, deteniéndome de vez en cuando para subirme a una roca desde la que otear los alrededores. Cuando llevaba cubiertas tres cuartas partes del camino, vi luces en la playa. Eran los demás, pero no di señales de vida. No estaba seguro de si su presencia me infundía confianza o zozobra.