DISCORDIA

En el claro sólo encontré a Ella, que limpiaba pescado junto a la cabaña de la cocina, y Jed, que al verme llegar dejó de hablar con Ella y se levantó. Cambiamos unas miradas de inteligencia y él se fue hacia las tiendas.

—¿No has ido de pesca? —preguntó Ella nerviosa—. Esperaba que trajeras algo.

—Oh… —El cubo que estaba a su lado no debía de contener más de diez piezas pequeñas.

—No, Ella. Lo siento. ¿Eso es todo lo que hay?

—Sí. Es ridículo. No sé cómo voy a dar de comer a la mitad del campamento. ¿Keaty y tú sólo habéis pescado eso?

—Sí… Ha sido por mi culpa. Llevaba sin dormir toda la noche y tuve que echarme un rato, así que no pude echarle una mano. ¿Y los suecos? ¿No han traído nada?

—No —respondió, enfadada y tirando al suelo el puñado de tripas que acababa de arrancar—, a saber dónde están esos jodidos. El único que ha traído algo es Keaty. Por cierto, ¿qué hora es?

—Las seis y media.

—¡Las seis y media! Llevo más de dos horas esperándolos. Hay muchos que se sienten bastante mejor que ayer, lo que significa que están hambrientos y que ya no puedo esperar.

—Me pregunto por qué tardarán tanto.

—Pues yo no tengo ni idea. Mira que son tontos. De todos los días que podían escoger para retrasarse, ha tenido que ser éste. No me lo explico.

—Venga, Ella —dije, frunciendo el entrecejo—. No digas eso. ¿Cómo van a retrasarse por capricho? Son perfectamente conscientes de la situación… Se les habrá estropeado el motor o se habrán quedado sin gasolina.

Ella chasqueó la lengua y hundió el cuchillo en el vientre del último pez que quedaba.

—Puede —dijo, con un diestro giro de muñeca—. Tal vez tengas razón… Pero si piensas en ello te darás cuenta de que han tenido tiempo suficiente para regresar incluso a nado.

Pensé en ello mientras caminaba hacia el barracón. Ella estaba en lo cierto. Los suecos podían volver a nado en menos de dos horas, incluso arrastrando la barca. Por lo poco que había hablado con ellos, sabía que nunca se alejaban más de doscientos metros de la costa para pescar, por si avistaban otro barco y tenían que ponerse rápidamente a cubierto.

De un modo u otro, era consciente de que algo tenía que haberles pasado. No había otra explicación, aunque no insistí en ese presentimiento. Nadie lo hizo. Ya teníamos suficientes problemas como para inventarnos otros. A unos les preocupaba el suministro de agua, a otros la falta de sueño o los charcos de vómito. A mí me preocupaba tener que encontrarme de nuevo con Étienne. Había estado dándole vueltas al incidente del beso, y aunque en mi opinión no se me podía acusar de nada, sí tenía claras las razones de Étienne para pensar como pensaba, y por eso no me apetecía verlo. Al empujar la puerta del barracón, intenté olvidarme por un rato de los suecos; ya me preocuparía por ellos más tarde.

En cuanto entré en el barracón, advertí que algo había pasado en mi ausencia, una especie de escisión que se manifestó en el tenso silencio que se hizo a mi llegada, seguido de un murmullo generalizado. En el extremo más cercano estaban mis viejos compañeros de pesca, junto con Jesse, Cassie y Leah, que trabajaba en la huerta. En el extremo más lejano, donde se encontraba mi cama, vi a Sal, Bugs y el resto de los horticultores y carpinteros. Moshe y las dos yugoslavas se sentaban en medio de los dos grupos, en apariencia neutrales.

Sopesé la situación y después me encogí de hombros. Si la cosa iba de escisiones, yo no tenía el menor problema en decidir de qué lado estaba. Cerré la puerta a mis espaldas y me fui con mis viejos compañeros.

Al sentarme y ver que nadie abría la boca, pensé por un instante que la discordia tenía que ver conmigo. Me imaginé una rápida sucesión de hechos relacionados con el beso. Quizás Étienne le había hablado de ello a Françoise y ésta se había puesto tan furiosa que todo el mundo acabó por enterarse, por lo que la tensión no tenía que ver con enfrentamiento alguno, sino que constituía la reacción a mi embarazosa presencia. Afortunadamente no era así, como se demostró cuando Françoise se inclinó y me tomó de la mano.

—Ha habido una bronca —me susurró.

—¿Una bronca? —inquirí, retirando la mano de modo casi grosero mientras miraba a Étienne, cuya expresión era insondable—. ¿Qué clase de bronca?

Keaty carraspeó señalándose el ojo izquierdo. Estaba lastimosamente morado.

—Bugs me ha pegado.

—¿Que Bugs te ha pegado?

—Ajá.

Me quedé sin habla, así que Keaty prosiguió.

—Volví con los pescados a eso de las cuatro e hice con Jed un recorrido por las tiendas. Entré en el barracón hace una media hora, y en cuanto Bugs me vio, se abalanzó sobre mí y me dio un puñetazo.

—Y entonces, ¿qué pasó? —fue todo cuanto atiné a preguntar.

—Jean me lo quitó de encima y entonces se montó una bronca entre aquel grupo —dijo señalando a los del otro extremo— y éste. Yo no intervine. Bastante tenía con intentar que dejara de sangrarme la nariz.

—¿Te pegó por lo del calamar?

—Dijo que era por no haber aparecido anoche para ayudar.

—¡No! —Sacudí furiosamente la cabeza—. Yo sé por qué te golpeó. No tiene nada que ver con que no te presentaras anoche aquí. Fue porque se cagó en los pantalones.

—Eso es absurdo, Rich —comentó Keaty con una triste sonrisa.

Hice un esfuerzo para que no se me quebrara la voz. Sentía un nudo en la garganta y la ira me había puesto un velo negro ante los ojos.

—Tiene mucho sentido para mí, Keaty —repuse—. Sé cómo funciona su mente. Y sé que verse encharcado en su propia mierda fue un golpe para su orgullo. Por eso te dio un puñetazo.

Me puse en pie, y Gregorio me agarró por el brazo.

—Richard, ¿qué vas a hacer?

—Voy a patearle la cabeza.

—Al fin —intervino Jesse, levantándose—. Eso es exactamente lo que estaba yo diciendo. Cuenta conmigo.

—¡No!

Miré en busca de quién había gritado. Françoise se había levantado.

—¡Ya está bien de estupideces! ¡Sentaos ahora mismo!

En ese momento se oyó un grito de escarnio en la otra punta del barracón.

—¡Ya sé lo que pasa! —Era Bugs—. ¡Acaba de llegar la caballería!

—¡Voy a clavarte un arpón en el puto cuello! —grité.

—¡Mira cómo tiemblo!

—¡Tiembla, hijo de puta! —aulló Jesse—. ¡Será mejor para ti que lo hagas!

—¿De veras, cara de culo?

—¡Te haré tragar esas palabras, cabrón!

Esta vez fue Sal quien se levantó.

—¡Basta! —gritó—. ¡Callaos! ¡Callaos todos de una puta vez! ¡Basta!

Los dos grupos nos miramos en silencio durante medio minuto. Françoise señaló el suelo. —¡Sentaos!— siseó.

Así que nos sentamos.

Diez minutos después me subía por las paredes. Tenía tantas ganas de fumar que por un instante pensé que el pecho se me hundiría en las costillas, pero mis cigarrillos estaban en la otra punta del barracón y no había modo de ir por ellos. Cassie advirtió lo que me pasaba y lió un canuto, pero no funcionó como sucedáneo. Lo que yo necesitaba era nicotina. La marihuana sólo sirvió para agudizar el mono de tabaco.

Al cabo de un rato apareció Ella con la comida que había preparado. El arroz se había quemado y, sin el toque mágico de Antihigiénix, el pescado sólo sabía a agua de mar. Además, tuvo que distribuirla en un ambiente absolutamente enrarecido, y se entristeció al pensar que era por culpa de su guiso. Nadie se molestó en aclararle las cosas, de modo que abandonó el barracón al borde de las lágrimas.

Jed asomó la cabeza por la puerta a las ocho y cuarto, satisfizo su curiosidad con un vistazo y desapareció.

Y así fue pasando el tiempo, en una sucesión de tensos incidentes que nos distrajeron del hecho de que los suecos aún no habían vuelto de pescar.

A las nueve menos cuarto la puerta se abrió de nuevo.

—Ya estáis aquí —comentó Keaty, pero enmudeció de repente.

Karl apareció medio doblado a la incierta luz de las velas. La expresión de su rostro nos puso de inmediato al corriente de que algo había salido mal, aunque estoy convencido de que fue la visión de sus brazos lo que silenció a Keaty. Tenían un aspecto absurdo y daban la impresión de sobresalir por encima de los hombros. La mano derecha mostraba algo semejante a un desgarrón que corría del pulgar al índice y se prolongaba hasta la muñeca, como la pinza desnuda de una langosta.

—¡Dios mío! —exclamó Jesse, y todos nos acercamos para ver qué pasaba.

Karl avanzó pesadamente hacia nosotros, y advertimos entonces que los brazos mutilados eran los de la persona que cargaba a la espalda: Sten. Karl se desplomó súbitamente de bruces, sin hacer nada por evitarlo. Sten se deslizó hacia un lado, osciló por un instante y cayó redondo al suelo. Tenía un hueco semicircular en el costado, como si le hubieran arrancado un pedazo de carne del tamaño de una pelota de baloncesto, y apenas si quedaba nada de su vientre.

Étienne fue el primero en moverse, y lo hizo empujándome con tal vehemencia que a punto estuve de perder el equilibrio. Cuando volví a verlo se hallaba inclinado sobre Sten e intentaba hacerle la respiración boca a boca. Oí que Sal gritaba: «¿Qué ha pasado?», y Karl se puso entonces a chillar con toda la fuerza de sus pulmones. Lo hizo sin parar durante un minuto; era un chillido agudo y frenético que llenó el barracón y obligó a algunos a taparse los oídos y a otros a gritar tan alto como él, sin más razón aparente que la de apagar aquella estridencia. Karl no fue capaz de pronunciar una palabra inteligible hasta que Keaty lo agarró y le pidió a voces que dejara de chillar. Sólo entonces el sueco balbuceó: «Tiburón».