Me detuve unos minutos en el desfiladero para examinar la Zona Desmilitarizada. Sabía que no tenía por qué bajar por la ladera escalonada, pero también sabía que lo haría. Quizá no volviese a estar solo en la isla, y la oportunidad era demasiado grande para dejarla pasar, pero también tenía que vigilar a Zeph y a Sammy, de modo que seguí subiendo hasta nuestro puesto de observación.
—Delta Uno Nueve —susurré al verlos. Eran dos; uno se encontraba donde siempre, y el otro unos treinta metros a la derecha, de pie en la orilla. Evidentemente, los otros tres estaban explorando o haciendo lo que fuera que hiciesen escondidos tras los árboles—. Aquí patrulla Alfa confirmando identificación positiva. Repito: identificación positiva. A la espera de órdenes. —La estática radiofónica zumbó en el fondo de mi cabeza—. Órdenes recibidas. Reanudamos reconocimiento.
Bajé los binoculares y dejé escapar un suspiro, presa de la misma frustración de siempre. Aquella inactividad aparente carecía de interés para mí y comenzaba a adquirir el aspecto de un ambiguo ultraje. Una parte de mí me pedía que les gritase para que se movieran de una puta vez. Y si hubiese estado seguro de que bastaba con un grito, probablemente habría gritado.
Debido a mi estado de ánimo sentía que el tiempo pasaba lentamente. Mi deber era quedarme allí durante al menos dos horas, por más seguro que estuviese de que no iba a pasar nada. De modo que miraba cada diez minutos a ver si descubría algo, y cuando comprobaba que no —aunque podía ocurrir que apareciese una figura o desaparecieran dos—, volvía a imaginar lo que me aguardaba en la Zona Desmilitarizada.
Sólo tenía un propósito, y no guardaba ninguna relación con conseguir más marihuana. Todo lo que quería era ver a uno de los centinelas de la plantación, y no dormido en un sendero de la selva, sino en plena actividad, armado y patrullando. Era lo único que me dejaría satisfecho. Esa sí que sería una toma de contacto apropiada, una lucha limpia en igualdad de condiciones. El a la caza de quien se atreviera, y yo atreviéndome.
Cuanto más fantaseaba con ello, más me costaba permanecer allí. Pasé la última media hora de mi turno de dos horas contando los minutos como si fuera un chiquillo a la espera de Papá Noel. Cuando al fin llegó el último minuto —a las 12.17— eché un vistazo final a Zeph y a Sammy. Como solía suceder a esa hora del día, no había nadie a la vista, aunque no lo dudé ni un instante.
Examiné rápidamente el mar para asegurarme de que no se habían lanzado a nadar, grité «A tomar por el culo» y bajé la colina.
Mi sueño se hizo realidad no muy lejos de la plantación que Jed y yo habíamos visitado el día anterior. Decidí ir allí porque me pareció lógico pensar que el mejor lugar para encontrar a un centinela de una plantación clandestina era en una plantación clandestina, y también porque el camino que había que seguir hasta llegar a ella me era familiar, aunque sólo lo hubiera hecho una vez.
El contacto tuvo lugar a unos trescientos metros por encima de la terraza. Me disponía a rodear un espeso matorral de bambús cuando a través de las hojas percibí un resplandor demasiado dorado como para no ser una piel del Sureste Asiático. Me quedé helado, naturalmente, y con un pie en alto, lo que resultaba bastante embarazoso. El tipo de la piel cobriza desapareció y oí el rumor de unos pasos que se alejaban haciendo crujir la hojarasca.
Sopesé rápidamente las opciones que se me presentaban. Aquella breve vislumbre no colmaba mis expectativas, y aunque seguirla constituía un riesgo serio, cuanto más tardara en decidirme menos oportunidades tendría de volver a verlo. También tenía claro que si no iba tras él de inmediato, luego me faltaría valor y volvería sobre mis pasos. Supongo que eso fue lo que zanjó la cuestión. Ni siquiera esperé a que se perdiera el ruido de sus pasos para seguirlo, arrastrándome por la espesura.
Mi memoria se hace confusa en relación con los siguientes diez minutos, durante los cuales agucé tanto el oído y la vista que soy incapaz, como me ocurrió la primera vez que me lancé por la cascada, de recordar otra cosa que los detalles más inmediatos. Los recuerdos vuelven a partir del momento en que oí que se detenía —obligándome a detenerme también— y observé que se tomaba un respiro entre dos árboles, a menos de cinco metros de mí.
Me agaché lentamente y asomé la cabeza por encima de una rama para verlo mejor. Lo primero que llamó mi atención fue el tatuaje de un dragón azul oscuro que le recorría la musculosa espalda, con una garra en un omóplato y una llamarada en el otro. Entonces lo reconocí. Era el mismo centinela con aspecto de boxeador que habíamos visto Françoise, Étienne y yo. Tuve que controlar la respiración y mantener a raya los efectos de la descarga de adrenalina y de un miedo similar al que había sentido en el repecho, transformado ahora en pánico.
El hombre miraba en dirección opuesta a la mía, con una mano en el fusil y la otra apoyada en la cadera. Una pálida y profunda cicatriz le cruzaba el tatuaje desde el cuello al costado izquierdo. Otra trazaba una línea blanca en su cráneo, y era perfectamente visible porque tenía el pelo cortado al rape. Llevaba un sucio pañuelo azul atado en torno al brazo, y entre uno y otro un arrugado paquete de Krong Thip. Sujetaba el AK con la misma soltura con que un encantador de serpientes sujetaría una cobra. Era perfecto.
Estaba claro que no tardaría más de un minuto en irse, por lo que me puse a la frenética tarea de tomar nota mental de todos los detalles. De ese modo evité las ganas que tenía de acercarme más. De haber podido lo habría congelado para examinarlo detenidamente como una escultura en un museo, tomando nota de su actitud y de las cosas que llevaba, y estudiando sus ojos para leer lo que hubiera detrás de ellos.
Antes de irse se volvió y miró en mi dirección. Quizá presintió que alguien le observaba. Abrió la boca y observé que le faltaban dos incisivos. Aquello fue el toque final, el añadido inquietante a la agrietada culata de su AK y a los desgarrados bolsillos de parche de sus mugrientos pantalones verdes de campaña. En aquel instante habría podido percibir cualquier movimiento que yo hiciese, por mínimo que fuera, aunque por la expresión de su rostro era evidente que no buscaba nada, sino que se limitaba a vigilar de modo rutinario.
Permanecí inmóvil. Hipnotizado. No habría podido echar a correr ni aunque hubiese descubierto mi presencia.
Después de que se hubo marchado aún seguí sin moverme un largo rato. Sabía que no debía ponerme a andar de inmediato, no sólo porque quizás estuviese cerca todavía u oculto, sino porque necesitaba ordenar mis pensamientos. Tenía en la cabeza la oscura idea de esos accidentes de tráfico que se producen cuando un conductor evita un choque por los pelos y a continuación se la pega.
Horas después, de regreso al campamento tras pasar la tarde en mi punto de observación, me detuve de nuevo en el desfiladero. Esta vez, la visión de las terrazas y de la bruma que se elevaba de la selva me hizo apretar los puños en un arrebato de celos hacia Jed. Había tenido toda la Zona Desmilitarizada para él solo durante más de un año. Se me hacía la boca agua al imaginar semejante privilegio, realzado por la brevedad de mi propia toma de contacto. Me sentí como un condenado que apenas hubiera vislumbrado el paraíso.