FOSFORESCENCIAS

Hice el camino que conducía a la playa lo más rápido que pude, lo que no fue mucho, pues no quería chocar contra un árbol ni tropezar con una raíz. Mientras avanzaba me fumé el canuto, deprisa a pesar de estar solo, porque quería colocarme y porque Keaty había escrito que así lo hiciera.

Me coloqué enseguida, a pesar de lo cual no conseguí quitarme de la cabeza el asunto de las papayas, y al cabo de unos minutos empecé a imaginar una escena en la que le daba a Bugs una buena paliza. Al principio sólo estábamos Bugs y yo, pero no tardé en decidir que necesitaba un público que asistiera a su humillación. Metí a Françoise, luego a Jed y a Keaty, después a Étienne y a Greg, y finalmente al campamento entero.

Era domingo. Tenía que serlo, porque no había otro día en que se reuniera el campamento al completo. La mayoría de la gente jugaba a la pelota, unos pocos nadaban y algunos se entretenían lanzándose discos voladores. Yo estaba con Françoise, contándole un chiste. Entonces aparecía Bugs por entre los árboles, acompañado por Sal, con tres enormes papayas entre los brazos.

—He recogido más papayas —decía—. Hay para todos.

—Perdóname un momento —le decía yo a Françoise.

Bugs me veía avanzar hacia él y hacía un gesto sardónico de sorpresa ante lo resuelto de mi andar y la firmeza con que apretaba los labios. Su actitud era arrogante, y comprendí que estaba dispuesto a enfrentarse conmigo.

—Sí —decía en voz alta, levantando las papayas para que todos las vieran y sin dejar de mirarme con el rabillo del ojo—. He encontrado más papayas.

—De modo que has encontrado papayas —le decía yo, plantado ante él.

—Eso he dicho.

—Ajá. ¿Y por qué no vamos ahora mismo a donde las has encontrado?

—¿Ahora mismo? —preguntaba Bugs, enarcando las cejas.

—Ahora mismo. Así te enseñaré la colilla de canuto que dejé en el campo de papayas, cuando lo encontré ¡hace unas dos semanas!

Todos, hasta Sal, contenían la respiración. La gente formaba un círculo alrededor de nosotros y Françoise se acercaba corriendo a mí para darme su apoyo.

—¿Es verdad eso? —le preguntaba a Bugs, muy enfadada.

—Desde luego que no —respondía Bugs en tono de mofa—. ¡Está mintiendo! ¡Yo fui quien encontró ese campo de papayas!

—Entonces, ¿qué me dices del paseo?

—No tengo nada que demostrarte.

—Yo creo que sí.

—Anda y que te follen. Yo di con el campo. Fin de la historia.

—¿Sabes una cosa, Bugs? —decía yo, sonriendo en medio de un silencio de muerte sólo interrumpido por el suave oleaje del mar—. ¡Me tienes un poco harto!

La gente se echaba a reír y Bugs se ponía rojo de ira.

—¿De veras? —decía, burlón—, ¡pues, toma!

Una papaya salía disparada hacia mi cabeza; yo la esquivaba y oía que alguien detrás de mí gritaba:

—¡Eh! ¡Cuidado!

Bugs soltaba un juramento e intentaba arrojarme otra papaya, pero yo, rápido como un rayo, tomaba el disco volador de Cassie, que estaba a mi lado, y lo lanzaba con precisión letal. El impacto reventaba la papaya en la mano de Bugs, dejándosela pringada y chorreando jugo.

—Tú qué te… —empezaba a decir Bugs cuando ya me tenía encima para amagarle con la izquierda y atizarle un derechazo que lo hacía caer como un saco de patatas.

Ahora sí que estaba asustado.

—Lo siento mucho —gemía, llevándose la mano a los labios partidos, de los que manaba sangre—. Es verdad. Yo no di con las papayas. Fue Dichad.

Yo me inclinaba lentamente para recoger el disco y limpiarlo de los pegotes de papaya.

—Demasiado tarde, Bugs —murmuraba suavemente, casi con amabilidad—. Demasiado tarde…

Bugs gritaba, pero sin moverse, paralizado de miedo como un conejo ante los faros de un coche. El disco le daba exactamente en el puente de la nariz, destrozándole el hueso. Bugs rodaba de lado y comenzaba a gatear hacia la playa, en un intento de escapar. Yo le golpeaba en la base del cráneo y le metía cuatro puñetazos en los riñones.

—Por favor —musitaba Bugs—. Basta…

Las palabras no servían de nada. Yo ya no podía refrenar mi ira, y al mirar alrededor veía un arpón.

—Tengo que rebobinar —dije, dando las últimas caladas al canuto—. No puedo hacer eso.

Fumé hasta que se me quemaron las puntas de los dedos, después tiré la colilla y regresé al punto en que le daba el primer puñetazo.

Le amagaba con la izquierda y le atizaba un derechazo que lo hacía caer como un saco de patatas.

—Lo siento mucho —gemía—. Es verdad. Yo no di con las papayas.

—¡Dilo otra vez!— gritaba yo, blandiendo el disco volador sobre su cabeza.

—Yo no fui. ¡Fue él! ¡Lo siento!

—¡Más alto!

—¡Tú encontraste el campo de papayas!

Yo asentía con la cabeza y me volvía hacia Françoise.

—Sólo quería dejar las cosas claras.

—Desde luego —decía ella tras echar un vistazo a la figura retorcida de Bugs.

—¿Quieres que nademos hasta el jardín de coral?

—Sí, Richard —respondía Françoise con un suspiro—. Me encantaría.

Aquella fantasía podría haber seguido a partir de allí, pero la hojarasca y el polvo se convirtieron en arena bajo mis pies. Había llegado a la playa.

Tardé siglos en encontrar a Keaty y los demás. La luz de la luna no me sirvió de gran ayuda para dar con ellos, mientras sus risas parecían correr por el agua hasta desvanecerse en el eco de los acantilados. Los localicé al cabo de veinte minutos de vagabundear bajo los efectos del canuto, sobre unas rocas a unos cien metros de distancia.

Como yo no los veía ni ellos tampoco a mí, decidí que no tenía mucho sentido llamarlos a gritos, por lo que me quité la camiseta y me lancé a nadar hacia ellos.

Sus figuras se dibujaron poco a poco en las tinieblas: estaban de pie e inclinados, mirando algo en el agua. Sus risas cesaron en cuanto advirtieron mi presencia.

—¡Eh! —exclamé, algo escamado por tanto silencio—, ¿qué pasa? —No hubo respuesta. Seguí nadando con la estúpida idea de que quizá no me habían oído. Como seguían sin contestarme cuando hice pie, dejé de nadar y vadeé hasta que estuve a unos tres metros de la roca—. ¿Por qué no me contestáis? —pregunté, sin saber muy bien qué hacer.

—Mira hacia abajo —me indicó Keaty al cabo de unos instantes.

Guardé silencio y miré. El agua era negra como la tinta, excepto donde la luna rielaba en las olas.

—¿Qué tengo que ver?

—Está demasiado cerca —dijo Étienne.

—No —señaló Keaty—. Mueve las manos, Richard. Muévelas justo debajo del agua.

—Vale. —Hice lo que me decía. Oí que Françoise suspiraba, pero fui incapaz de distinguir nada más allá de la negrura—. No veo una mierda. ¿Qué pasa?

—Está demasiado cerca —repitió Étienne.

La silueta de Keaty se rascó la cabeza.

—Sí. Tienes razón… Súbete a la roca, Richard. Observa cómo me zambullo. Yo te lo enseñaré…

Al principio no vi más que los reflejos de la luna en las salpicaduras que había producido Keaty al arrojarse al agua. Después, una vez que ésta recobró la calma, vislumbré una luz en las profundidades, una incandescencia lechosa que floreció en un millar de estrellitas hasta convertirse en la cola de un meteorito suntuosamente arrastrada por una especie de racimo aún más brillante. El racimo se desplegó y replegó sobre sí mismo para desplegarse de nuevo y formar un ocho rutilante. Después se hundió y desapareció durante unos segundos.

Desconcertado y atónito, todo cuanto dije fue:

—¿Qué…?

—Aguarda —susurró Françoise, poniendo su mano sobre la mía—. Mira de nuevo.

La incandescencia regresaba a través de la negrura, aunque esta vez dividida en siete u ocho racimos de brillo indescriptible que se agitaban en las ondulaciones de una luz aleteante que parecía nutrirse de un fulgor cada vez más intenso. Aquellas diminutas bolas de fuego avanzaban hacia mí a tal velocidad que tuve que dar un paso atrás. Keaty apareció a continuación en medio de un caos de burbujas.

—¿Qué tal? —farfulló—. ¿Habías visto algo igual?

—No —respondí, deslumbrado como un niño—. Nunca.

—Fosforescencias. Criaturas minúsculas, algas o Dios sabe qué. Brillan en cuanto te mueves —dijo Keaty mientras se subía a la roca—. Llevamos toda la noche practicando para conseguir esta maravilla.

—Es increíble… Pero ¿de dónde salen esas criaturas?

—Daffy decía que de los corales —contestó Gregorio—. No es algo habitual. No pasa todas las noches. Pero cuando pasa, dura tres o hasta cuatro días.

—Asombroso —exclamé, sacudiendo la cabeza—. Verdaderamente asombroso.

—Ajá. —Étienne me dio una palmada en la espalda y me tendió la máscara de Gregorio—. Y eso que aún te queda por ver lo mejor.

—¿Bajo el agua?

—¡Sí! ¡Ponte la máscara y sígueme! ¡Te enseñaré algo que jamás habrías imaginado!

—¡Algo fuera de serie! —corroboró Keaty—. ¡Inaudito!