Aquel día, para sorpresa tanto de Jed como mía, me arrojé por la cascada. Estábamos al borde del acantilado, contemplando un crepúsculo limpio de nubes y tan hermoso que merecía un momento de meditación. En ocasiones la luz producía unos efectos extraños en aquellas tardes sin nubes. El horizonte no irradiaba luminosidad sino tinieblas, como si fuera la imagen polarizada del crepúsculo tradicional. Una imagen que se aceptaba a primera vista con la vaga idea de que algo no iba como debía. Quiero decir que a uno le pasaba lo mismo que cuando mira una de esas escaleras sin fin de Escher, y de repente cae en la cuenta de que la imagen carece por completo de lógica. Es un efecto que nunca ha dejado de intrigarme, y me puedo tirar veinte minutos mirándolo, agradablemente confuso.
Jed no tenía una explicación del fenómeno mejor que la mía, aunque lo intentó cuando lo toqué en el hombro y le indiqué que mirara.
—Se trata de las sombras que proyectan las nubes ocultas tras el horizonte.
Entonces me arrojé hacia delante. Al instante siguiente veía pasar la superficie del acantilado, con una extraña sensación de peligro por el hecho de tener las piernas dobladas. El desplazamiento del peso hizo que diese una vuelta en el aire, y estuve en un tris de caer sobre la espalda. Intentaba enderezarme cuando me hundí en la laguna entre violentas contorsiones subacuáticas hasta que conseguí volver a la superficie, sin una gota de aire en los pulmones.
Miré hacia lo alto del acantilado y vi a Jed, que tenía las manos apoyadas en las caderas. No dije nada, pero sabía que no le gustaba lo que acababa de hacer. Me echó la bronca poco después, mientras regresábamos al campamento, aunque también pudo ser por la canción que yo entonaba: «Era un ratoncito chiquito chiquito que asomaba el morro por un agujerito…».
—Por Dios, Richard, ¿qué te pasa? —dijo.
—Estoy cantando —contesté, muy animado.
—Ya sé que estás cantando, ¡y para ya de hacerlo!
—¿No conoces esa canción?
—No.
—Pues deberías. Es famosa.
—Es la canción más estúpida que he oído en mi vida.
Como no podía negarlo, me encogí de hombros.
Caminamos en silencio durante unos minutos; yo seguía tarareando la canción entre dientes.
—¿Sabes una cosa, Richard? Deberías cuidarte.
Como no tenía idea de a qué se refería, guardé silencio; un par de segundos después añadió: —Estás pasado.
—¿Pasado?
—Pasado. Detenido. Colocado.
—No he fumado un porro desde anoche.
—Exactamente —recalcó.
—¿Me estás diciendo que debería dejar de fumar marihuana?
—Lo que quiero decir es que la marihuana no tiene nada que ver con eso.
Apartó una rama que obstruía el camino, para que yo pasara, y la soltó antes de agregar: —Por eso digo que deberías cuidarte.
Por toda respuesta dejé escapar un bufido. Su modo de hablar me recordaba los oscuros comentarios sobre el sentimiento de culpabilidad que había hecho en Ko Pha-Ngan. Jed podía ser muy críptico en ocasiones, y mi alma poco caritativa achacó a eso tanto su marginación en la playa como las extrañas circunstancias de su llegada, lo cual me llevó a pensar en la marginación que yo mismo comenzaba a padecer.
—Jed —dije al cabo de un rato—, ¿crees que puedo hablar de nuestro encuentro con el centinela de la plantación de hierba? No tiene nada que ver con Zeph y Sammy…
—Mmm.
—Es que ando todo el rato ocultando lo que hacemos, y me parece que si lo cuento…
—Cuéntalo. No hay peligro. Quizás incluso será una buena idea.
—¿De veras?
—No debemos dar la impresión de que tenemos algo que ocultar.
—Genial —dije, y me puse a silbar los primeros compases de la canción del ratón, aunque me callé de inmediato.
El campamento estaba completamente a oscuras bajo el dosel de ramas que ocultaba la última claridad del cielo. No había otra luz que la de las velas a través de la puerta abierta del barracón y las brasas desperdigadas de cigarrillos y canutos que brillaban en pequeños racimos en el perímetro del claro.
A pesar de las ganas que tenía de contar a mis viejos compañeros la historia del centinela dormido, lo primero que hice fue ir a la cocina a buscar algo de comida. Antihigiénix dejaba todos los días un par de raciones envueltas en hojas de banano para Jed y para mí, asegurándose de que nos tocaran dos buenos trozos de pescado. Cuando llegábamos siempre estaban frías, pero tenía demasiada hambre como para molestarme por eso.
Aquella noche Antihigiénix había añadido papaya al guiso; eso significaba que Bugs había conseguido dar con mi campo, lo que me irritó un poco.
Tomé mi ración y recorrí los corrillos de fumadores en busca de mis amigos. No los encontré, y nadie supo decirme adonde habían ido. Miré en la tienda de Keaty y luego en el barracón, donde Antihigiénix, Cassie y Ella jugaban al blackjack, y Jesse, a pocos metros de ellos, escribía en su diario.
—¿Qué te parece? —preguntó Antihigiénix al verme, señalando mi comida.
—¿El pescado?
—Sí. ¿Te gusta el sabor que le da la fruta?
—Desde luego. Es un plato suculento. Muy tailandés.
—¿Sabes cómo lo hice? —insistió Antihigiénix, resplandeciente de orgullo—. He usado jugo de papaya para el fondo de cocción, y he añadido la pulpa en el último par de minutos para que no se deshiciera con el calor. Así se conservan el sabor y la textura.
—Ah.
—Podré hacerlo más veces, porque Jean va a plantar unas semillas de papaya en la huerta. Estoy muy satisfecho con esta receta.
—Tienes motivo. Es muy sabrosa. Muy bien hecha.
—A quien tienes que dar las gracias es a Bugs —dijo Antihigiénix en tono de modestia.
—¿Y eso?
—Él fue quien encontró las papayas en la selva.
Una espina de pescado se me atragantó.
—¿Que Bugs dio con las papayas?
—Sí, y también con unos monos.
—¡No me digas!
—Sí. Ayer.
—Pues para que lo sepas, yo descubrí las putas papayas. ¡De eso hace un par de semanas! —¿Sí?
—¿Bugs afirma que las encontró él?
—Eso dice —terció Cassie, sonriendo.
—¡Será cabrón!
Estaba tan furioso que apreté la hoja de banano hasta que el guiso de pescado empezó a gotear en el suelo.
—Ten cuidado —intervino Ella.
Fruncí el entrecejo, súbitamente consciente de que estaba montando una escena.
—Bueno… El caso es que… Bugs miente.
—No te preocupes —repuso Cassie con una sonrisa mientras mostraba sus cartas—. De eso no nos cabe la menor duda.
—De acuerdo.
Siguieron jugando y yo me acerqué a Jesse.
—Ya lo he oído. Te felicito por haber descubierto las papayas.
—En realidad no es para tanto. Lo que ocurre es que…
—A uno le jode —dijo terminando mi frase al tiempo que apartaba su diario—. Una putada. Entendido. ¿Buscas a Keaty?
—Sí —respondí, con todo el mal humor del mundo—, y a los demás. No sé por dónde andan. A saber dónde se han ido.
—A saber. Keaty dejó un recado.
—Ah —dije, animándome un poco—. ¿De qué se trata?
—Tienes una nota encima de la cama.
Le di las gracias y me fui corriendo a ver de qué se trataba.
La nota estaba debajo de mi almohada, junto a un canuto, y rezaba: «¡Fúmatelo de inmediato! ¡Fosforescencias! ¡Keaty!». —Jesse— grité. —¿Sabes qué significa esto?
Tuve que esperar a que dejara de escribir y me mirara.
—Ni idea, tío. No lo he leído. ¿Qué dice?
—«Fosforescencias». Y me ha dejado un canuto.
Jesse me señaló con la pluma.
—¡Fosforescencias!
—¿Qué es eso?
—¿No lo sabes?
—No.
Sonrió.
—Vete a la playa y te enterarás. Pero no dejes de fumarte el canuto por el camino.