ASPECTO UNO

Como Jed tenía los ojos más separados que yo, tuve que hacer un pequeño ajuste para conseguir un círculo nítido en vez de dos bastante brumosos. Después me dediqué a rastrear cuidadosamente el mar, bien apoyado en los codos, porque la imagen se descentraba al menor movimiento. Tardé unos segundos en dar con la franja de arena y la línea de verdes palmeras, pero en cuanto lo hice localicé a las cinco figuras que buscaba. Se encontraban en el mismo lugar donde habían estado la mañana anterior y casi todas las mañanas de los nueve días anteriores, con la única excepción de una, hacía cuatro días, en que la playa apareció desierta. Eso nos preocupó un poco hasta que, dos horas después, reaparecieron entre los árboles.

—Siguen ahí —indiqué.

—Sin hacer nada.

—Ajá.

—Echados en la arena.

—Uno está de pie, pero sin moverse.

—Y puedes ver a los cinco.

—Sí, cinco —dije tras una pausa—. Están todos ahí.

—Bien. —Jed se llevó una mano a la boca para contener un acceso de tos. Estábamos tan cerca de la plantación de marihuana que debíamos mantenernos lo más quietos posible, y tampoco podíamos fumar, lo que no era nada bueno para mis nervios—. Bien.

Mi primer día con Jed no fue nada alentador. Desperté de mal humor, afectado por el sueño que había tenido, y deprimido aún por el cambio de trabajo. Sin embargo, lo comprendí todo en cuanto Jed me contó lo de aquellos tipos. Aterrorizado, no paraba de repetir «Es la peor perspectiva posible», como si de un mantra se tratase, mientras Jed dejaba pasar el tiempo, hasta que me calmé lo suficiente para escuchar lo que tenía que decirme y hacerme una idea de la situación.

Lo bueno del caso era que Sal aún no sabía nada de mi indiscreción con el mapa. Jed sólo le dijo que alguien había aparecido en la isla de al lado, sin aludir a mi posible responsabilidad al respecto. En lo que a Sal concernía, Jed necesitaba que alguien le echase una mano, y por eso yo estaba trabajando con él. La otra buena noticia era que aquella gente llevaba ya dos días haraganeando por la isla cuando Sal consintió en que yo cambiase de equipo. De modo que si lo que querían era llegar a nuestra playa, no lo estaban teniendo fácil.

El aspecto negativo de la cuestión consistía en que debíamos dar por sentado que su propósito era, en efecto, llegar a la playa, así como que Zeph y Sammy se encontraban entre ellos, por no mencionar a los tres alemanes que Jed había visto en Ko Pha-Ngan. De esto último, sin embargo, no estábamos tan seguros, pues la distancia apenas nos permitía distinguir el brillo de una cabellera rubia, pero parecía probable.

Pasé el resto del día bajo la fuerte impresión que me habían causado esas noticias, sentado y mirando a través de los binoculares de Jed. Bastaba que uno de ellos se moviera para que yo creyese que se disponían a arrojarse al agua y nadar hacia nosotros. Pero no ocurrió nada de eso. De hecho, apenas se movían de la orilla y, de vez en cuando, se daban un rápido chapuzón o desaparecían en la selva un par de horas. Al cabo de cuatro o cinco días mi pánico dio paso a una ansiedad que finalmente se transformó en un estado generalizado de tensión. Esto no sólo me aclaró las ideas, sino que, paradójicamente, me relajó. Fue entonces cuando se perfilaron los otros aspectos de mi nuevo trabajo.

El primero fue conocer a Jed. Nos pasábamos las horas sentados en un afloramiento rocoso de la parte más elevada de la isla y todo lo que podíamos hacer, aparte de vigilar, era hablar. De lo que más hablábamos era del plan B, el que pondríamos en marcha cuando aquella gente se presentara. El plan B sólo tenía un problema y era que, al igual que la mayoría de los planes B, no existía. Teníamos varias opciones, pero no acabábamos de ponemos de acuerdo sobre por cuál de ellas inclinarnos. Yo era de la idea de que Jed se adelantara para interceptarlos y decirles que no serían bienvenidos en la playa, a lo que él se oponía. Aunque estaba seguro de que conseguiría que se fueran, también lo estaba de que volverían a Ko Pha-Ngan para contar a todo el mundo lo que habían encontrado. Jed prefería confiar en las barreras naturales que resguardaban la isla. Primero había que nadar un buen trecho para después atravesar las plantaciones de marihuana, divisar la laguna y encontrar un camino para llegar hasta ella. Jed esperaba que esa carrera de obstáculos sirviese para disuadirlos, pero por lo visto se olvidaba de que no había servido para disuadirme a mí, ni para disuadir a Étienne, a Françoise, a los suecos y a él mismo.

Fue durante una de nuestras interminables discusiones sobre el plan B cuando caí en la cuenta de que en su día Jed me había vigilado exactamente del mismo modo en que ahora nosotros vigilábamos a Zeph y Sammy. Había visto marcharse el bote en que habíamos llegado y, cuando nos pusimos a nadar, avisó a Sal. Ésa era la razón por la que Sal, Bugs y Cassie estaban preparados para recibirnos cuando nos presentamos en el campamento. En eso consistía el principal objetivo del trabajo de Jed, en vigilar, mientras que el robo de la marihuana no era sino una tarea secundaria. Me contó que, desde que él estaba en la isla, otros tres grupos habían intentado encontrar la laguna. Dos de ellos lo dejaron ante un obstáculo u otro. El tercero fueron los suecos.

Al saberlo me sentí menos culpable de haber pasado una copia del mapa, pues, en cualquier caso, la gente ya intentaba ingeniárselas para llegar hasta nosotros. Jed me contó que los suecos habían oído hablar de la playa como el edén que Zeph me describiera. El mismo Jed se lo había oído a un tipo en Vientiane, y como no tenía nada mejor que hacer, se había puesto a buscarla. Hubo de explorar seis islas de la reserva marina antes de dar con el sitio. Los suecos contaban con una información más concreta, pues la habían pescado por casualidad al oír una conversación entre Sal y Jean en un viaje a Chaweng para conseguir arroz.

Para mí fue una sorpresa enterarme de que lo más importante de nuestro trabajo era la vigilancia. No atinaba a entender la razón de que se mantuviera tan en secreto, y Jed se mostró sorprendido al enterarse de la existencia de semejante misterio. Admitía que Sal no quisiera hablar de ello para no crear un mal ambiente, pero por lo que a él se refería, el principal motivo de que conservase la boca cerrada era que nadie se lo había preguntado.

Eso me llevó al descubrimiento más importante con respecto a Jed, y guardaba relación con el modo en que Daffy había reaccionado ante su inesperada llegada a la playa. Recordé que Keaty me había contado que todo el campamento oyó los gritos de Daffy en el barracón y los esfuerzos de Sal por tranquilizarlo. Lo que yo no sabía era que desde aquel día, y hasta que Daffy abandonó la isla trece meses más tarde, éste y Jed no habían vuelto a dirigirse la palabra. Así que ésa era la causa por la que Jed trabajaba como lo hacía: para mantenerse todo el día alejado del campamento.

Lo sentí mucho por él cuando me lo contó. Comprendí entonces por qué siempre parecía tan distante. Su aparente reserva no se debía a otra cosa que a su convencimiento de que no debía cruzarse en el camino de nadie, a pesar de que llevaba un año y medio en la isla. También así se explicaba su disposición a hacer aquellas tareas a las que la gente se negaba, como ir a buscar arroz.

En cualquier caso, Jed no daba muestras de lamentarlo mucho. Cuando le dije que debió de ser muy duro para él afrontar un ambiente tan frío, se encogió de hombros y contestó que lo entendía perfectamente.

—Hay algo que me inquieta —solté, dejando en el suelo los binoculares.

—Que nos inquieta —me corrigió Jed, frunciendo el entrecejo.

—Temo que hayan descubierto mi mochila.

—¿Tu mochila?

—La escondí allí, y Françoise y Étienne también. No podíamos nadar con ellas… Si las encuentran, caerán en la cuenta de que están en el buen camino.

—¿Las ocultasteis bien?

—Muy bien. La cuestión es que la copia que hice del mapa no era muy buena. La dibujé deprisa, y figuraban un montón de islas. Recuerdo, por otro lado, que había muchas diferencias entre el mapa de Daffy y el que aparecía en la guía de Étienne. Es muy probable que me olvidara de alguna isla entre Ko Phelong y ésta.

—Es posible —musitó Jed, pensativo.

—Si ellos suponen que han llegado a la isla de la playa, eso explicaría por qué no se han movido en estos nueve días. Están buscando el lugar, la playa… y no consiguen dar con ella, pero pueden encontrar las mochilas.

—Es posible —admitió Jed—; pero también es posible que lleven nueve días preguntándose cómo cojones van a volver a Ko Pha-Ngan.

—Y cómo han cometido la estupidez de confiar en un mapa que alguien deslizó por debajo de su puerta.

—En cualquier caso, cometieron la misma estupidez que tú.

—Es verdad.

—Lo que me gustaría saber —comentó Jed con gesto serio y pasándose una mano por la cara— es qué beben y de qué se alimentan.

—Tallarines Maggi y chocolate. Eso comimos nosotros.

—¿Y el agua? No pueden haber llevado consigo un barril que les durara tanto.

—La isla es muy grande; a lo mejor hay un manantial.

—Sí, a lo mejor… De todos modos, te equivocas en lo del mapa. Ahí los tienes, sentados todo el puto día, mirando en nuestra dirección. Saben que la isla que buscan es ésta. Lo que intentan averiguar es el modo de llegar hasta aquí.

—¿Sabes qué podríamos hacer? —pregunté, suspirando.

—No.

—Acercarnos a ellos en el bote. Subirlos a bordo, navegar hasta el mar abierto y tirarlos por la borda como hacían los piratas. Problema resuelto.

—De acuerdo, hecho.

—Hecho.

—Hecho.

Nos miramos por un instante; después tomé los binoculares y seguí vigilando.