EL MOMENTO DECISIVO

—Hola —dijo una voz. Al volverme vi que un chiquillo me sonreía desde la puerta de la casa—. ¿Quieres tomar algo?

Lo miré desconcertado. Mister Duck tenía todo el aspecto de un niño rubio y rechoncho. Era sorprendente que aquel chaval tan saludable guardase alguna relación con el espantapájaros que conocí en Khao San Road.

—Eres tú, ¿verdad? —pregunté para aclarar las cosas.

—Soy yo. —Me estrechó entre sus brazos regordetes y me dio unas palmadas en los hombros. ¿Quieres tomar algo?

—Bueno… —Carraspeé—. ¿Qué tienes?

—¿Ribena o agua?

—Ribena está bien.

—De acuerdo. Aguarda.

Mister Duck se metió en la casa, anadeando ligeramente al caminar, por lo que me pregunté si acababa de descubrir el origen de su apodo. Regresó al cabo de un minuto, con una copa entre las manos.

—Me temo que no debe de estar muy fría. Lleva años enfriar una lata.

—Está bien.

Me dio la copa y me miró fijamente mientras bebía.

—¿No quieres que le añada algo de hielo?

—No, así está muy bien, de verdad.

—Puedo traerte algo de hielo —insistió.

—No. —Apuré lo que quedaba—. Estaba estupendo.

—¡Magnífico! —Su sonrisa era radiante—. ¿Quieres ver mi habitación?

La habitación de Mister Duck se parecía mucho a la que había sido la mía: ropa amontonada, carteles medio desprendidos en las paredes, un edredón arrugado a los pies de la cama, cochecitos destrozados en las estanterías, canicas y soldaditos de plomo por todos los lados. Sin embargo, había una diferencia: yo compartía mi habitación con mi hermano pequeño, por lo que el desorden era doble.

En medio de la habitación había una pila medio caída de libros de Tintín y Astérix.

—¡Joder! —exclamé al reparar en ellos—, ¡menuda colección!

Mister Duck abrió desmesuradamente los ojos, corrió hasta la puerta del dormitorio y echó un vistazo fuera.

—Richard —susurró al tiempo que se volvía y levantaba el índice—. No debes decir eso.

—¿Joder?

Se ruborizó.

—Chist. ¡Alguien puede oírte! —dijo agitando los brazos.

—Pero…

—¡Nada de peros! —musitó—. Los tacos se multan con dos peniques en esta casa.

—Oh… De acuerdo. No volveré a soltar tacos.

—Bueno —dijo con voz grave—. Debería pedirte que pagaras la multa, pero, como no conocías la regla, lo dejaremos así.

—Gracias. —Me acerqué a la pila de libros y levanté uno, Los cigarros del faraón—. Así que te gusta Tintín, ¿eh?

—Me chifla. ¿A ti no? Tengo todos sus libros menos uno.

—Yo los tengo todos menos ninguno.

—¿Incluso El loto azul?

—Sólo en francés.

—¡Claro! Por eso no lo tengo. ¡Y mira que me fastidia!

—Deberías utilizarlo para practicar el francés con alguien. Eso es lo que hacíamos antes mi madre y yo. Te lo pasas en grande, además.

—Mi mamá no habla francés —repuso Mister Duck, encogiéndose de hombros.

—Oh…

—¿Cuál es tu favorito?

—Difícil pregunta. —Pensé durante unos segundos—. Tintín en América, no.

—No. Y tampoco Las joyas de la Castafiore.

—En absoluto. Podría ser Tintín en el Tíbet… o El cangrejo de las pinzas de oro… No sabría decirte.

—¿Quieres saber cuál es mi favorito?

—Venga.

—El Templo del Sol.

—Es una buena elección —dije, asintiendo con la cabeza.

—Sí. ¿Quieres ver otro de los libros que me gustan?

—Venga.

Mister Duck se acercó a su cama, se agachó y tanteó debajo de ella hasta sacar un libro encuadernado, grande, de cubiertas color rojo claro y letras en pan de oro. Leí Time. Una década en fotografías: 1960-1970.

—Este libro es de mi papá —explicó dándose aires. Se puso en cuclillas, me indicó que me sentara a su lado y añadió—: Se supone que no debo tenerlo en mi habitación. ¿Sabes una cosa?

—¿Qué?

—En este libro… —Hizo una pausa para conseguir un efecto dramático—. Hay una foto de una chica.

—¡Magnífico! —exclamé.

—¡Una chica desnuda!

—¿Desnuda?

—Ajá. ¿Quieres verla?

—De acuerdo.

—Debe de estar hacia la mitad —dijo Mister Duck, pasando las páginas—. ¡Ah! Aquí la tienes. La chica estaba desnuda, tenía unos diez o doce años y corría por una carretera rural. Mister Duck se inclinó y me susurró al oído, excitado:

—Se le puede ver todo.

—Desde luego.

—¡Todo! ¡Todas sus… cosas! —Comenzó a balancearse, tapándose la boca con las manos—. ¡Todo!

—Sí.

De pronto me sentí perplejo, como si algo en la foto no acabase de encajar.

Me fijé en los campos que rodeaban la carretera, de aspecto curiosamente liso y ajeno. Después reparé en los desvaídos edificios que se alzaban detrás de la chica, fuera de foco o borrosos a través de las nubes de humo, y en que la chica, que tenía los brazos separados del cuerpo, parecía trastornada. Otros chicos corrían detrás de ella. Unos pocos soldados los miraban con actitud de indiferencia.

Fruncí el entrecejo. Mis ojos pasaron de la chica a los soldados, para volver a la muchacha, como si no supieran en qué detenerse.

Ni siquiera estaba seguro de que llegaran a detenerse en algún sitio.

—¡Mierda! —murmuré, y cerré el libro de golpe.

—Lo siento, Rich —dijo Mister Duck, poniéndose en pie—. Ya te lo advertí. Esta vez no te librarás de la multa.