TRASTORNO

Fue largo el camino desde donde me encontraba hasta el lugar en el que Françoise, Étienne y Gregorio estaban hablando. Tuve tiempo suficiente para pensar en el efecto que sobre mi vida en la playa tendría el cambio de trabajo. Las imágenes se sucedieron en mi mente como una serie de diapositivas: nosotros cuatro charlando y divirtiéndonos, zambulléndonos desde nuestra roca favorita, apostando a ver quién conseguía el pez más grande, nadando en busca de los arpones que habían dado en el blanco y de los que habían fallado o riéndonos de los lanzamientos que nos habían salido cómicamente mal. La imagen preferente no podía ser otra que la de Françoise. Françoise inmóvil como una amazona, blandiendo un arpón por encima de la cabeza y concentrada en las formas que se movían bajo el agua. Aún conservo su imagen en la memoria.

Al acercarme me dio la impresión que ya estaban al corriente de las noticias. Dejaron de hablar y me miraron con expresión muy seria, intentando leer en mi cara lo que había pasado. Y no sólo en mi cara sino también en mi comportamiento y hasta en mi forma de andar. Cuando alguien se te acerca despacio y cabizbajo, ten por seguro que algo se ha fastidiado.

Lo curioso al aproximarme a ellos, que permanecían silenciosos y a la espera de lo que yo les contara, fue que me sentí como si ya no formase parte del grupo. Algo similar a lo que me pasó la primera mañana después de la fiebre, cuando descubrí que, mientras dormía, Françoise y Étienne habían pasado a integrar un nuevo mundo. Como no hicieron ningún comentario, fruncí el entrecejo, me llevé la mano al cuello y me encogí de hombros sin saber qué actitud tomar.

—¿Qué te pasa, Richard? —preguntó Étienne al fin, incapaz de ocultar su aprensión—, ¿qué ha ocurrido?

Sacudí la cabeza.

—Dínoslo.

—Abandono el equipo de pescadores.

—¿Que te vas?

—Me voy a otro equipo. Sal… acaba de informármelo.

Françoise me miraba boquiabierta.

—Pero ¿por qué? ¿Cómo puede hacer algo así?

—Se lo ha pedido Jed, que necesita un compañero. Keaty ocupará mi lugar.

—Espera un momento, Richard —intervino Gregorio, meneando la cabeza—. Tú no quieres ese traslado, ¿verdad?

—Yo estoy bien en vuestro equipo.

—De acuerdo, entonces. Seguirás en él. Voy a hablar con Sal ahora mismo. —Se levantó y echó a andar hacia el barracón.

—Ya verás cómo Gregorio lo arregla —dijo Étienne al cabo de unos momentos—. No te preocupes, Richard. No tendrás que irte.

—No tendrás que irte —repitió Françoise—. Somos un buen equipo, Richard. Seguirás con nosotros. Faltaría más.

Agradecí la solidaridad de mis amigos, aunque sabía que aquello no tenía remedio. La decisión de Sal era inapelable y, como para corroborarlo, su voz nos llegó desde el extremo opuesto del claro, diciéndole a Gregorio que no había nada que hacer.

A pesar de lo mal que me sentía por el desarrollo vertiginoso de los acontecimientos, lo peor de todo era que Keaty lo estaba pasando fatal. Tras el fracaso de Gregorio en su intento de cambiar la decisión de Sal, los cuatro permanecimos el resto de la tarde sentados en corro, fumando hierba y lamentando el cariz de las cosas. Keaty, sin embargo, se sentó a la entrada de su tienda, enfrascado en su Gameboy, aunque sin conseguir disimular su abatimiento. Advertí que se consideraba el único responsable de lo que había ocurrido, e imaginé que debía de sentirse muy deprimido por el desánimo de sus compañeros ante las circunstancias de su incorporación al equipo.

De tan obvio, su malestar llegó a ser intolerable. Dado que el único que podía hacer algo al respecto era yo, lo llamé y lo invité a sumarse a nuestro grupo. De inmediato dejó a un lado la Nintendo y se arrimó a nosotros como si fuese un perrito, disculpándose por todo aquello de lo que se consideraba culpable. Nuestros esfuerzos por convencerlo de lo contrario y animarlo resultaron inútiles. También nos dijo que él mismo había hablado con Sal para decirle una y otra vez que no le importaba seguir trabajando en la huerta, sin resultado alguno. Eso, por lo menos, nos proporcionó un tema de conversación que no contribuyó a que el ánimo de Keaty no empeorara, pues parecía claro que el cambio de trabajo obedecía a razones más profundas.

—Puede que esté pasando algo en la isla —apuntó Françoise—. Algo relacionado con las plantaciones de marihuana.

Keaty se mostró de acuerdo, pero Gregorio disintió.

—Es posible que los tailandeses estén cultivando hierba en esta parte de la isla. Eso constituiría un problema, pero ¿por qué iba Jed a necesitar un compañero? No conseguiría pararles los pies a los tailandeses ni con diez o quince compañeros más. Ésa no es la cuestión.

—¿Alguien ha hablado alguna vez con los tailandeses?

—El único que lo hizo fue Daffy —respondió Gregorio sacudiendo la cabeza—. Nos contó que los tailandeses sabían que estábamos aquí, y que no les importaba, siempre que no nos moviéramos de la laguna. Nadie ha vuelto a hablar con ellos desde entonces.

—Quizás estén ya hasta las narices de que Jed les robe hierba —sugerí.

—Sí, pero da igual. El hecho de que Jed tenga un compañero no va a hacer que los tailandeses estén menos cabreados.

—Entonces, ¿a qué puede deberse?

Gregorio echó un vistazo a sus manos antes de volver a mirarme.

—No lo sé, Richard… De veras que no lo sé.

Seguimos charlando hasta muy tarde, aunque sin dejar de darle vueltas al asunto. Sal y Jed eran los únicos capacitados para responder a nuestras preguntas. Jed aún no había regresado cuando nos fuimos a la cama, y en cuanto a Sal, nadie tenía ganas de dirigirle la palabra.

Me costó más de dos horas conciliar el sueño aquella noche, y los pensamientos que me mantuvieron despierto fueron tan raros como lo había sido el resto del día. Por primera vez desde que llegamos a la playa, pensé en volver a casa. De hecho, casi lo deseé. No abandonar la playa para siempre, sino entrar en contacto con las pocas personas que de verdad me importaban para que supieran que seguía con vida y estaba bien. Mi familia, en particular, y unos cuantos amigos.

Supongo que ese deseo tuvo tanto que ver con lo que había hablado con Françoise como con los últimos e inquietantes acontecimientos. El recuerdo de mis padres se mostraba renuente al amnésico hechizo de la playa.