Sal caminaba a paso lento, deteniéndose para mirar una flor o arrancar un hierbajo del sendero, o sin razón aparente, dibujando círculos con el pie en el polvo del camino.
—Richard —comenzó—. Quiero decirte lo contentos que estamos todos de que encontrases nuestra playa secreta.
—Gracias, Sal —repuse, perfectamente consciente de que aquella conversación iba a tener muy poco de espontánea.
—¿Puedo ir al grano, Richard? Cuando aparecisteis los tres nos preocupamos un poco. Quizá comprendas por qué…
—Desde luego.
—Pero encajasteis muy bien. Os adaptasteis al espíritu que reina aquí, mejor de lo que esperábamos. No debes pensar que no te estarnos agradecidos por tu ayuda en lo del arroz, Richard, y por habernos proporcionado ese magnífico tiburón.
—Bueno —dije, intentando sonar modesto—, eso sólo fue cuestión de suerte.
—Tonterías, Richard. El tiburón fue un motivo para que todos nos sintiéramos bien, especialmente en un momento en que la moral estaba baja, como ocurre cuando hay tormenta. Todavía me siento un poco culpable por el modo en que te hablé aquella mañana, pero a veces… tengo que agarrar el toro por las astas. Yo no me considero una líder, pero…
—Todos lo entendemos así.
—Gracias, Richard.
—Además eres una líder de verdad, Sal.
—Bueno, lo soy de algún modo. Aunque no por mi gusto. —Se echó a reír—. La gente me cuenta sus problemas y yo trato de resolverlos… Mira a Keaty, por ejemplo; sé que sois amigos, de modo que imagino que estás al corriente de su problema.
—Quiere dejar de trabajar en la huerta.
—Así es, y eso supone un verdadero dolor de cabeza. No es tan fácil cambiar a la gente de un equipo a otro. Primero hay que hacerles sitio, y el equipo que se encarga de la pesca, que es al cual él quiere ir, está completo, como sabes.
—Ajá.
—Llevo meses diciéndole que no es posible. Porque el caso es que estaba a punto de incorporarse cuando llegasteis… con lo que se frustraron sus proyectos, aunque se lo tomó muy bien. Otros podrían… qué sé yo… haberse puesto en contra de vosotros.
—Seguro. Aparecen tres personas caídas del cielo y le quitan el puesto.
—Exactamente, Richard. Le quedé tan agradecida, y me puse tan contenta de que os hicierais amigos… Lo único que lamentaba era no poder resolver su situación… —Un hierbajo llamó la atención de Sal, que se puso a pelear con él hasta arrancarlo—, pero tenía las manos atadas mientras no se produjera un hueco en el equipo de pescadores. Y ahora parece que va a haber uno a menos que…
Tragué saliva.
—Tengo la impresión de que nadie quiere ser trasladado —dije—. ¿Qué tal uno de los suecos?
—¿Uno de los suecos? —Sal intentaba contener la risa—. Sólo a punta de pistola podrías romper ese trío, y aun así te costaría trabajo. No, ésos están juntos hasta la muerte. Son los tres mosqueteros rubios.
—¿Moshe?
—Mmm… No creo que convenga trasladarlo. Es muy bueno con esas dos chicas yugoslavas.
—¿Quién, entonces?— pregunté, sin que pudiera evitar una nota de ansiedad en la voz.
—Lo lamento, Richard, pero has de ser tú. No tengo alternativa.
—Oh, no, Sal. Por favor —gemí—. Lo último que deseo en este mundo es trasladarme. Amo la pesca. Y no se me da nada mal.
—Lo sé, Richard. Sé lo bueno que eres, pero intenta ponerte en mi lugar. Keaty ha de abandonar el equipo de la huerta. No puedo separar a Françoise y a Étienne. Gregorio lleva pescando dos años, y las yugoslavas… —Sacudió la cabeza—. Bueno, no debería decírtelo, Richard, pero esas chicas no saben hacer otra cosa. Jean no las soporta y ellas no aguantarían el trabajo en el equipo de carpintería. Lamento haberlas traído aquí. Tengo debilidad por los refugiados políticos… De verdad, Richard, no me queda alternativa.
—Ya —mascullé.
—Y tampoco es que vaya a ponerte a trabajar en la huerta.
—Ah, ¿no?
—No, por Dios. ¿Cómo iba a hacerlo después de todo lo que debe de haberte contado Keaty?
Entonces se me ocurrió algo espantoso. Entre trabajar en la huerta y hacerlo con Bugs en la carpintería, prefería mil veces la férrea disciplina de Jean.
—Bueno —balbuceé, sin molestarme en disimular mi nerviosismo—, no me ha dicho tanto…
—Estoy segura de que te ha dicho lo suficiente. No necesitas ser diplomático.
—No, Sal, de verdad.
—Y, además, no importa. No vas a trabajar en la huerta.
Cerré los ojos, esperando la sentencia.
—Trabajarás con Jed.
Abrí los ojos.
—¿Con Jed?
—Sí. Necesita un compañero en sus excursiones, y me ha sugerido que seas tú.
—¡Joder! —solté, de todo corazón.
Nunca se me habría ocurrido que Jed necesitara a alguien. Aunque nos habíamos hecho amigos, aún lo tenía por un solitario.
—Ya sé que no parece la persona más adecuada para trabajar en equipo —continuó Sal como si me hubiera leído el pensamiento—. Fue una sorpresa para mí. Es probable que le causaras una buena impresión cuando lo acompañaste a buscar el arroz.
—Pero… ¿para qué necesita Jed ayuda? ¿Su tarea no es… robar hierba?
—Jed hace eso, pero también otras cosas. Ya te contará.
—De acuerdo.
—Me alegro mucho de haberlo solucionado —dijo Sal con una luminosa sonrisa—. Llevaba días buscando el modo de anunciártelo. Ahora todo lo que queda es encontrar a Keaty. ¿Quieres darle tú las buenas noticias o se las doy yo?