NATURISMO

Mirando hacia el interior, la parte de la espesura que se extendía a la izquierda era muy familiar, porque de allí extraían la madera los carpinteros. El lugar estaba surcado de senderos; algunos conducían a la huerta de Jean y a la cascada, y otros a la playa. A la derecha, sin embargo, la selva era virgen, y ésa fue la dirección que elegí para explorar.

El único camino que se internaba en ella acababa a los cincuenta metros. En un principio se había abierto para acceder a una charca que, según Sal, podía convertirse en una buena alternativa a la cabaña de la ducha. El proyecto se abandonó cuando Cassie descubrió que los monos bebían en aquella charca, y ahora el camino sólo era frecuentado por aquellos que, como yo, no terminaban de acostumbrarse a la jarra de plástico utilizada en los servicios; a juzgar por los rastros con que me cruzaba debían de ser las tres cuartas partes del campamento. Se trataba de un sendero tan transitado que en él no crecían los hierbajos. Lo llamábamos Paso de Jaibar.

Tardé media hora en dar con la charca, que resultó ser algo decepcionante. Al avanzar a través de la maleza, me imaginaba un fresco claro donde podría bañarme mirando a los monos balancearse en los árboles. En vez de eso, me encontré con un lodazal y una nube de moscas. Moscas que mordían, debo añadir. El minuto que me quedé allí me lo pasé matando moscas y soltando tacos. Después me interné en la selva con la risa de un primate resonando en mis oídos.

Sin embargo, y a pesar de las ortigas que de vez en cuando me herían las piernas, el paseo no fue desagradable. Unas semanas de andar descalzo me habían endurecido las plantas de los pies, y se habían vuelto casi insensibles. Unos días antes me había sacado del talón una espina de medio centímetro de largo. Es probable que parte de ella hubiese quedado dentro, oculta bajo una costra de mugre, pero eso no me impidió caminar ni me causó dolor alguno.

Lo más duro del paseo fue la lentitud con que avanzaba, sorteando constantemente matorrales y macizos de bambú, y sin estar muy seguro de en qué dirección me movía, aunque no me preocupaba, pues sabía que tarde o temprano daría con la playa o con los acantilados. Debido a este exceso de confianza no hice esfuerzo alguno por recordar la ruta, y cuando una hora después di con el campo de papayas, no tenía la menor idea de por dónde había llegado hasta allí.

Lo he llamado campo de papayas a falta de otra palabra mejor, Las papayas eran de todos los tamaños y estaban distribuidas de modo desordenado, así que no se trataba de una plantación. Quizás aquel terreno fuese particularmente bueno para ellas o quizá se tratara del único donde la selva las dejaba crecer. Comoquiera que fuese, ofrecían una vista maravillosa. En su mayor parte estaban maduras, eran de color anaranjado brillante, grandes como calabazas, y el aire estaba impregnado de su fragancia.

Arranqué una de su tallo y la abrí contra el tronco de un árbol. Su carne fluorescente sabía a melón y su perfume… Si bien no tan delicioso como podría parecer, era muy bueno de todos modos. Saqué el porro que me había liado antes de salir del campamento, busqué un lugar donde sentarme, y me acomodé para ver acumularse el humo bajo las hojas de papaya.

Los monos aparecieron al cabo de un rato. Ignoro a qué especie pertenecían. Eran pequeños y marrones, con la cola larga y una extraña cara de gato. Al principio mantuvieron las distancias, sin mirarme ni acusar mi presencia, hasta que una madre mona con una cría aferrada al vientre avanzó unos pasos y me quitó de la mano un pedazo de papaya. Yo ni siquiera se lo estaba ofreciendo; de hecho, me lo reservaba para cuando terminara el canuto, pero quedó claro que ella tenía una opinión distinta de la mía respecto al destino final de la fruta. Se la sirvió como si tal cosa, y yo me quedé sin saber qué hacer, salvo mirarla azorado.

No pasó mucho tiempo sin que otro mono siguiera su ejemplo. Y después otro, y otro. Al cabo de dos minutos me quitaban las papayas de la mano sin darme tiempo casi a arrancarlas del árbol. Un zumo pegajoso me cubría de la cabeza a los pies, me lagrimeaban los ojos porque no me había dado tiempo a quitarme el canuto de la boca, y por todos lados me manoseaban unos deditos negruzcos. Cada cual recibió su ración, y yo me quedé sentado con las piernas cruzadas en medio de un mar de monos que se daban un festín. Me sentí como si fuera David Attenborough.

Logré salir de la espesura gracias al nítido sonido de la caída del agua. Lo oí a los quince minutos de abandonar el campo de papayas, y ya sólo fue cuestión de encontrar su origen.

Salí junto al árbol grabado, y me zambullí de inmediato, ansioso por quitarme el sudor y el zumo de papaya. Y fue entonces cuando descubrí que no estaba solo. Sal y Bugs se besaban desnudos en la penumbra.

«¡Mierda!», pensé, y me disponía a retirarme discretamente cuando Sal advirtió mi presencia.

—¿Richard?

—Hola, Sal. Lo siento. No os había visto.

Bugs me miró con una sonrisa necia. Me dio la impresión de que mi excusa le parecía lasciva, casi tan falta de tacto como su relajada pero franca sexualidad. La polla. Lo miré a los ojos y su sonrisa se torció en una mueca burlona, la misma con la que debió de haber comenzado.

—No seas tonto, Richard —dijo Sal, desprendiéndose de los brazos de Bugs—. ¿De dónde vienes?

—Estaba dando un paseo y me encontré con unos árboles de papaya. Después me vine por aquí.

—¿Papayas? ¿Cuántas?

—A montones.

—Deberías decírselo a Jean, Richard. A él le interesa esa clase de cosas.

—El problema —dije encogiéndome de hombros— es que dudo que sepa dar con el sitio. Resulta difícil orientarse en esa zona.

—Sólo es cuestión de práctica —señaló Bugs, componiendo su mueca burlona.

—De práctica y de brújula.

La mueca se hizo más exagerada.

—Paso tanto tiempo entre los árboles que supongo que he desarrollado… un instinto casi animal, tío. —Se echó el pelo hacia atrás con ambas manos—. Mañana lo buscaré.

—Pues buena suerte. —Me volví y agregué entre dientes—: Espero que no te pierdas.

Me zambullí y nadé hasta la orilla. Sin embargo, no había conseguido escapar. Sal me llamó antes de que me alejara.

—¡Richard! Aguarda.

Volví la mirada hacia ella mientras salía de la laguna.

—¿Regresas al campamento?

—Eso pensaba hacer.

—Bien… Espera. —Se lanzó al agua y nadó como si fuera una tortuga empeñada en mantener la cabeza por encima de la superficie. Una vez que estuvo a mi lado, preguntó—: ¿Me acompañas a la huerta? Tengo algo que hacer allí y Bugs ha de ir al barracón. Me harás compañía y podremos charlar un poco.

—Bueno —respondí, asintiendo con la cabeza—. De acuerdo.

—Bien.

Sonrió y se fue a recoger su ropa.