Siguió diluviando toda aquella semana y la mitad de la siguiente, hasta que dejó de hacerlo a primeras horas de un jueves por la mañana, lo que supuso un alivio para todos, sobre todo para el equipo de pescadores. Aguantar la respiración durante un minuto sentado en el fondo del mar, viendo de vez en cuando un pez que casi siempre escapaba, era una verdadera lata. Cuando nos levantamos y vimos que el cielo volvía a ser azul, nos faltó tiempo para lanzarnos de nuevo al agua, a lo que siguió un frenesí pesquero en el que conseguimos nuestra cuota en menos de hora y media. Hecho eso, el tiempo fue lo único que nos quedó por matar.
Gregorio y Étienne se fueron a nadar a los jardines de coral, y Françoise y yo regresamos a la playa para tomar el sol, tendidos en silencio un buen rato. Yo me dedicaba a observar cuánto sudor cabía en mi ombligo antes de rebosar, mientras Françoise, tumbada de bruces, peinaba la arena con los dedos. Unos metros más allá, a la sombra de los árboles, nuestras presas chapoteaban en los cubos, lo que producía un sonido curiosamente relajante, a pesar de lo siniestro de su origen. Era la guinda del ambiente creado por el sol y la brisa marina, y lo eché de menos cuando los peces por fin murieron.
Poco después del último chapoteo, Françoise abandonó su descanso con un airoso giro del cuerpo, que terminó con las manos en las caderas y sus piernas elegantemente recostadas a un lado, para bajarse entonces la parte superior del traje de baño hasta la cintura y extender los brazos hacia el azul del cielo. Estuvo así unos segundos antes de relajarse y descansar las manos en el regazo.
Dejé escapar un suspiro, y ella me miró.
—¿Qué te pasa? —preguntó.
—Nada —respondí, parpadeando.
—Has suspirado.
—Bueno… Es que estaba pensando… —Intenté dar con un tema oportuno: el regreso del buen tiempo, la serenidad de la laguna, la blancura de la arena—. En lo fácil que sería quedarse aquí.
—Desde luego —comentó Françoise, asintiendo con la cabeza—. Quedarse aquí para siempre… Bien fácil.
Yo también me incorporé, dejando que mi depósito de sudor se derramara por la cinturilla de los pantalones.
—¿Piensas en tu casa de vez en cuando, Françoise?
—¿Te refieres a París?
—A París, a la familia, a los amigos… A todo eso.
—Eh… No, Richard. No lo hago.
—Ya. Yo tampoco. Pero… ¿no te parece un poco raro? Quiero decir que apenas recuerdo nada de todo lo que dejé en Inglaterra, y no lo echo de menos. No he telefoneado ni escrito a mis padres desde que llegué a Tailandia. Sé lo preocupados que deben de estar, y aun así no tengo urgencia alguna al respecto. Ni siquiera se me pasó por la cabeza cuando estuvimos en Ko Pha-Ngan… ¿No te parece extraño?
—Los padres… —Françoise frunció el entrecejo como si le costara recordar la palabra—. Sí es extraño, pero…
—¿Cuándo hablaste con ellos por última vez?
—No lo sé… En el sitio aquel… Donde te conocimos.
—Khao San Road.
—Les telefoneé desde allí.
—De eso hace tres meses.
—Sí… tres meses.
Los dos nos tumbamos de nuevo en la arena ardiente. Creo que la mención de los padres nos perturbó un poco a ambos, y que ninguno de los dos quería insistir en el asunto.
Sin embargo, me pareció interesante que no fuera yo el único en experimentar el efecto amnésico de la playa. Me pregunté cuál sería el origen de éste, si tendría que ver con la playa o con la gente. Y entonces caí en la cuenta de que no sabía nada del pasado de mis compañeros, excepto de dónde venían. Me había pasado las horas muertas hablando con Keaty y lo único que sabía de su pasado era que iba a la iglesia los domingos. Pero ignoraba si tenía hermanos o hermanas, qué hacían sus padres y en qué barrio de Londres se había criado. Debíamos de tener miles de experiencias comunes, pero no nos habíamos molestado en descubrirlo.
El único tema de conversación que se imponía más allá del círculo de los acantilados eran los viajes. De eso sí que hablábamos mucho. Todavía puedo recitar la lista de países que visitaron mis amigos, lo que no es demasiado sorprendente si se considera que (aparte de nuestra edad) lo único que teníamos en común era que nos interesaba viajar. Y, de hecho, hablábamos de los viajes para no hablar de nuestros hogares.
Uno puede saber mucho de alguien a partir de los países que ha visitado y de sus lugares favoritos.
Antihigiénix, por ejemplo, guardaba sus mejores afectos para Kenia, lo que de algún modo encajaba muy bien en su temperamento taciturno. Resultaba muy fácil imaginárselo de safari y absorto en el paisaje que lo rodeaba. Keaty, más vivaz y propenso a arrebatos de entusiasmo, tenía mucho más que ver con Tailandia. Étienne, apacible y bonachón, se moría por Bután, y Sal hablaba con frecuencia de Ladaj, la provincia septentrional de India, a veces sosegada y a veces violenta. Yo sabía que mi afición por Filipinas también era elocuente: una democracia sobre el papel, con apariencia de orden y sujeta a irregulares espasmos de caos irracional. Vamos, un lugar en el que me sentía como en casa.
Entre los demás, Greg prefería el distinguido sur de India; Françoise, la hermosa Indonesia; Moshe se inclinaba por Borneo —lo que para mí tenía algo que ver con el carácter selvático del vello que le cubría el cuerpo—, y las dos yugoslavas optaban por su propio país de un modo adecuadamente nacionalista y anticonformista. En cuanto a Daffy, no es necesario decirlo, habría escogido Vietnam.
No se me escapa, desde luego, que hay cierto elemento de psicología barata en todo lo que se diga de los lugares que la gente elige para viajar y por qué. Uno puede escoger qué aspectos aceptar de un carácter nacional y de cuáles hacer caso omiso. En el caso de Keaty, escogí la vivacidad y el entusiasmo porque el cálculo y el lucro nada tenían que ver con él, del mismo modo que en el caso de Françoise decidí ignorar la dictadura y los asesinatos en masa de Timor Oriental. Como quiera que fuese, yo confiaba en el principio de mi razonamiento.
—Me voy a llevar los peces —anuncié al tiempo que me ponía en pie.
—¿Ya? —preguntó Françoise, apoyándose en los codos.
—Antihigiénix debe de estar esperándolos.
—Seguro que no.
—Bueno… pero me apetece dar un paseo. ¿Te vienes?
—¿Por dónde vas a ir?
—Pues… no lo sé. Estaba pensando llegarme hasta la cascada o dar una vuelta por la selva… Quizás encuentre la charca ésa.
—No. Me parece que voy a quedarme aquí. O tal vez me vaya nadando hasta los corales.
—Bueno.
Eché a andar hacia los cubos, y al inclinarme para cogerlos me vi reflejado en el agua ensangrentada. Me detuve para estudiar mi rostro, apenas una silueta con dos ojos brillantes, y escuché los pasos de Françoise al cruzar la playa en dirección a mí. Su rostro moreno apareció sobre mi hombro y sentí su mano en la espalda.
—¿No quieres venir a los corales?
—No. —Mis dedos se cerraron alrededor de las asas de los cubos, aunque no llegué a alzarlos, pues eso me habría hecho perder el contacto con su mano—. Prefiero dar un paseo… ¿Estás segura de que no te apetece?
—Sí. —Su reflejo se encogió de hombros—. Hace demasiado calor para caminar.
No contesté, y un par de segundos después oí sus pasos cruzar de nuevo la playa. Me quedé mirándola hasta que el agua le cubrió el pecho, y luego eché a andar hacia el campamento.