TIBURÓN UNO

Pocas semanas después de que fuésemos a buscar el arroz me despertó el ruido de la lluvia en el tejado del barracón. Había llovido tres o cuatro veces desde que llegamos a la playa, pero fueron simples aguaceros. Ahora se trataba de una tormenta tropical, más fuerte incluso que la de Ko Samui.

Salimos unos cuantos a la puerta del barracón y nos pusimos a mirar el claro. El dosel de ramas canalizaba el agua en chorros espesos que brillaban como la luz de un láser y abrían agujeros fangosos en el suelo. Keaty estaba bajo uno de esos chorros y el paraguas cubría la parte superior de su cuerpo, lo reconocí por sus piernas oscuras y su risa ahogada. Bugs también estaba fuera, con la cabeza ladeada, recibiendo la lluvia en plena cara, y los brazos ligeramente separados del cuerpo, como si quisiera recoger el agua en las palmas de las manos.

—Se cree que es Jesucristo —masculló de pronto una voz a mis espaldas.

Me volví y vi a Jesse, un neozelandés bajito que trabajaba con Keaty en la huerta. Nunca había hablado con él, aunque estaba seguro de que era quien me había respondido la primera vez que entré en el juego de las buenas noches.

Miré de nuevo a Bugs y sonreí. Sí que había algo de Jesucristo en su pose. En su pose o en la beatífica expresión de su rostro.

—Ya me entiendes, ¿no? —añadió Jesse.

Sonreí.

—Quizás el trabajo de carpintero se le ha subido a la cabeza —terció Cassie, que también estaba junto a nosotros, y todos reímos entre dientes.

Estaba a punto de hablar cuando Jesse me dio un codazo. Sal acababa de aparecer por el otro extremo del barracón y avanzaba hacia nosotros acompañada de Gregorio, que parecía molesto.

—¿A qué se debe el retraso? —preguntó Sal al acercarse.

—¿A qué retraso te refieres? —dije al ver que nadie abría la boca.

—Hay que ir a pescar, atender la huerta…

—No hay mucho que hacer en la huerta cuando llueve, Sal —objetó Jesse, encogiéndose de hombros.

—Imagino que habrá que proteger las plantas, Jesse.

—La lluvia es buena para las plantas.

—No una como ésta.

Jesse se encogió otra vez de hombros.

—¿Y tú, Richard? ¿Qué vamos a comer con tu arroz si no sales a pescar?

—Estaba esperando a Greg.

—Aquí tienes a Greg.

—Aquí estoy —dijo Gregorio.

También aparecieron Françoise y Étienne.

—Aquí estamos todos.

Bajamos corriendo a la playa, resbalando en el barro. No sé por qué nos pusimos a correr, pues a los pocos segundos estábamos empapados y, además, nos íbamos a pasar tres horas metidos en el agua. Supongo que todos queríamos terminar la faena cuanto antes.

Mientras corríamos, pensé en el breve diálogo mantenido en la puerta del barracón. Nunca había comentado la irritación que Bugs me producía, ni siquiera con Keaty. No me parecía muy buena idea, teniendo en cuenta la reputación de que gozaba en el campamento y lo poco que podía yo argumentar en su contra; pero al recordar el modo en que Jesse y Cassie habían hablado, me pregunté si había otros que coincidieran conmigo. Aunque no habían dicho nada ofensivo, estaba claro que se reían de él, y yo no había pensado que alguien pudiera guasearse de Bugs hasta ese momento.

Lo que más me sorprendió fue el modo en que se callaron cuando vieron acercarse a Sal. De no haber sido por eso, la broma habría resultado mucho menos reveladora. Tal como habían ido las cosas, me sentí testigo de un episodio de sedición —si bien leve en el que posiblemente estuviera incluido. Decidí que debía saber más cosas de Jesse y Cassie, aunque sólo fuera para conocerlos mejor. Si le preguntaba por ellos a Gregorio, sólo obtendría una respuesta tan diplomática como inútil. Tenía que dirigirme a Keaty o a Jed.

El mar estaba cubierto de una espesa capa de vapor de agua. Buscamos refugio bajo unas palmeras, y nos limitamos a mover la cabeza apoyados en los arpones.

—¡Vaya estupidez! —exclamó Françoise—. ¿Cómo vamos a pescar si no podemos ver los peces?

—Apenas podemos ver el agua —corroboró Étienne con un gruñido.

—Quizá si usásemos la máscara… —aventuró Gregorio, ganándose un gruñido por mi parte.

—¿Es eso lo que hacéis normalmente cuando llueve?

—Desde luego.

—Pero eso significa que sólo podrá pescar uno de nosotros. Va a llevarnos toda la vida.

—Va a llevarnos un buen rato, Richard.

—¿Y qué pasa con Moshe, las yugoslavas y los suecos? Ellos no tienen máscara.

—Intentarán pescar lo que puedan, que no será mucho… Cuando llueve de este modo se pasa mucha hambre en la playa.

—¿Y si se tira cinco días lloviendo? —soltó Françoise—, porque puede llover cinco días seguidos, ¿no?

Gregorio se encogió de hombros y miró al cielo. Parecía que podía seguir lloviendo durante veinticuatro horas por lo menos.

—A veces se pasa mucha hambre en la playa —repitió, hundiendo aún más su arpón en la arena húmeda.

Nos quedamos en silencio, como si cada uno de nosotros esperara que fuese otro quien tomara la iniciativa respecto a la máscara. Si por mí hubiese sido, me habría pasado todo el día bajo la palmera, desentendiéndome del enorme trabajo que nos esperaba, pues poner manos a la obra significaba comprometerse a acabarla.

Pasaron cinco minutos, y al cabo de otros cinco, Étienne se echó su arpón al hombro.

—No —dije con un suspiro—. Iré yo primero.

—¿Estás seguro, Richard? Podemos echar una moneda.

—¿Tienes una moneda?

—Podemos echar la máscara —terció Étienne, sonriendo—. Si cae de frente, voy yo.

—A mí no me importa ir el primero.

—De acuerdo —dijo, dándome una palmada en el brazo—. Yo iré después.

Gregorio me pasó la máscara, y eché a andar hacia el mar.

—Vete al fondo y mira bajo las rocas —gritó Gregorio—, es ahí donde se esconden los peces.

Resultó más complicado de lo que había imaginado. No podía ponerme la máscara porque la bruma era demasiado densa para respirar por la boca, así que no dejaba de parpadear a fin de quitarme el agua de los ojos. Sin otra vista que unos pocos centímetros de mar borroso y respirando con dificultad, me sentí envuelto en un mundo apaciblemente peligroso.

Me detuve en la primera roca que encontré. Era una de las más pequeñas, a unos sesenta metros de la costa, y apenas la utilizábamos, porque no había sitio más que para una persona sentada; pero ahora eso poco importaba, puesto que yo era el único que andaba por allí. Al encaramarme, la mitad superior de mi cuerpo rompió la capa de bruma. Étienne estaba en la arena, protegiéndose de la lluvia con las manos. Agité mi arpón y me hizo una señal de reconocimiento. Después se fue hacia la línea de árboles.

Lo primero que tenía que hacer era encontrar una piedra que me sirviese de lastre para poder permanecer en el fondo con los pulmones llenos de aire. Me puse la máscara y me zambullí. La luz, tamizada por el cielo encapotado y la bruma, era de un grisáceo oscuro, aunque la visibilidad era buena. Sin embargo, no descubrí pez alguno, ni siquiera los diminutos que solían nadar en grandes cardúmenes alrededor de los corales.

Me tomé con mucha calma la búsqueda de la piedra, y nadé muy despacio. Si había algún pez, no era mi intención sobresaltarlo. Entonces vi una que parecía del tamaño y peso adecuados. Como no me quedaba aire en los pulmones, dejé el arpón junto a la piedra, para encontrarla sin problemas cuando volviera a sumergirme, y subí a la superficie.

De nuevo en el fondo, me encontré con unos pocos canos que llegaban a inspeccionar al intruso que merodeaba cerca de su refugio. Me senté con la piedra en el regazo y esperé a que su curiosidad los pusiera a mi alcance.

Vi al tiburón en mi tercera zambullida. Había matado ya a un cano, así que debió de ser la sangre lo que lo atrajo. No era un tiburón grande: un palmo más largo que mi pierna y más o menos del mismo grosor, pero me llevé un susto terrible, y no supe qué hacer. A pesar de ser pequeño, era como para poner nervioso a cualquiera, pero yo no quería volver a la playa con un solo pez. Tendría que explicar por qué lo había dejado tan pronto, y eso sería embarazoso si el tiburón se dejaba ver después, ya que probablemente no se tratara más que de una cría.

Decidí regresar a la superficie y quedarme en la roca, esperando a que se marchara. Así lo hice, y pasé los minutos siguientes temblando bajo la bruma y la lluvia, acurrucado para que los demás no advirtieran que no estaba pescando. De vez en cuando escudriñaba el fondo a ver si seguía por allí. Y allí seguía, trazando lentos círculos alrededor de la roca en que yo estaba sentado, observándome —me fijé muy bien en eso— con sus ojos negros como la tinta.

El fragor de un trueno coincidió con una brillante idea. Ensarté el cano, que aún estaba en los estertores de la agonía, en la punta del arpón. Luego me puse boca abajo, con la cabeza dentro del agua y los brazos extendidos, y mantuve recto y firme el arpón. El tiburón respondió de inmediato, rompiendo su plácida trayectoria con un golpe seco de la cola, y enfiló hacia mí en un ángulo que le hubiera llevado más allá de las rocas, pero que corrigió de repente para abalanzarse sobre el cano.

Fue una arremetida tan rápida y amenazadora que mi sentido común se convirtió en acto reflejo y aparté instintivamente el arpón. El tiburón pasó de largo y desapareció tras un banco de coral. Diez segundos después, y tras comprobar que no reaparecía, saqué la cabeza para tomar aire.

Me maldije a mí mismo, respiré unas cuantas bocanadas y la hundí de nuevo. El tiburón regresó nadando con mayor cautela, manteniéndose cerca pero sin mostrar mucho interés. Como el cano ya estaba muerto, sacudí el arpón para incitar al escualo, que con renovado entusiasmo adoptó su ángulo de ataque, aunque esta vez tuve tiempo de tensar los brazos. Cuando él se abalanzó, lo alcancé. La punta del arpón resbaló sobre los dientes o encías antes de hundirse entre sus fauces.

Tuve entonces la estúpida idea de que bastaría con un fuerte tirón para arrastrarlo hasta las rocas, pero lo único que pasó fue que el arpón se quebró, dejándome alelado durante unos segundos antes de reaccionar y zambullirme.

El gris del agua se veía ahora entreverado de brochazos sangrientos. Casi al alcance de la mano, el tiburón se debatía tascando el astillado arpón mientras se hundía vertiginosamente hasta dar con el morro en el fondo del mar.

Al observarlo caí en la cuenta de que jamás había matado algo tan grande o que luchara con tanto ahínco por su vida. Como si me leyera el pensamiento, el tiburón se agitó con más violencia aún, hasta ocultarse en una nube de arena y flecos de algas de la que asomaban la cabeza o la cola para luego ocultarse de nuevo, como ocurre en esas peleas de cómic. La visión me infundió una alegría burlona que me hizo sonreír y tragar agua, así que regresé a la superficie para escupir y tomar aire. Después, y sin intención de acercarme al tiburón mientras durara su frenesí, me dejé flotar a la espera de que muriese.