Abrí los ojos con el primer resplandor del día. El sol aún no había salido y la playa estaba envuelta en una extraña luz azul, oscura y brillante al mismo tiempo. Era algo muy hermoso y tranquilo. Hasta las olas parecían más suaves de lo normal.
No desperté a Jed porque me gusta levantarme cuando los demás aún duermen. Me produce una sensación de holgazanería que disfruto preparando el desayuno, si hay algo que preparar o, como en esta ocasión, paseando sin rumbo por la orilla. Mientras lo hacía, miré en busca de algunas valvas bonitas. El collar que Bugs me había hecho estaba bien, pero la mayor parte de las valvas habían perdido brillo. Me parecía que no se lo había tomado muy en serio. Ni siquiera el collar de Françoise, el mejor de los tres, era tan bueno como los que llevaban los demás. Al cabo de un rato había reunido un montón, y no me fue fácil escoger con cuáles quedarme. La más bonita que encontré tenía pintas azules, rojas y verdes. Había pertenecido a un pequeño cangrejo. Decidí que sería el centro de mi nuevo collar e hice planes para conservarla hasta que volviera a casa.
Encontré a la pareja profundamente dormida en la franja de hierba, a unos doscientos metros de donde habíamos escondido el bote. Era la misma pareja con que Jed y yo nos habíamos cruzado el día anterior. Mi reacción instintiva fue volver sobre mis pasos, pero me lo impidió la curiosidad. Aquella playa estaba muy lejos de Hat Rin como para quedarse allí, y quería saber qué clase de gente eran. Me guardé las valvas en el bolsillo y crucé la arena hacia ellos.
Era mi oportunidad para mirarlos de cerca, pero lo que vi no me gustó. La chica presentaba unas feas úlceras alrededor de la boca y estaba cubierta de enormes mosquitos negros, de los que treinta o cuarenta, por lo menos, se arracimaban sobre sus brazos y piernas. Ninguno se dio por aludido cuando agité la mano para alejarlos. El tipo, por su parte, no tenía un solo mosquito encima. No me sorprendió, pues apenas si había en él algo que picar. Aunque por su estatura debería haber pesado unos setenta kilos, difícilmente pasaría de los cincuenta. Su cuerpo era poco más que un manojo de huesos y músculos que daban pena. A su lado había un frasco de píldoras con la etiqueta de una dudosa farmacia de Surat Thani. Comprobé que estaba vacío.
Llevaba un rato estudiando al tipo cuando advertí que no tenía los ojos cerrados del todo. Esperé a que parpadeara, lo que no hizo o no me pareció que lo hiciese, de modo que esperé a que respirase, lo que tampoco hizo. Entonces me incliné para tocarle el pecho. Estaba bastante caliente, pero como el aire era muy cálido, aquello no significaba mucho. Apreté con la mano y mis dedos se hundieron profundamente entre sus costillas, arrastrando una piel exangüe. No había pulso. Me puse a contar cuidadosamente los segundos como si fuesen elefantes, y cuando llegué a sesenta supe que estaba muerto.
Fruncí el entrecejo y miré alrededor. Fuera de la silueta de Jed y los sacos de arroz, la playa estaba desierta. Después miré de nuevo a la chica. Sabía que estaba viva por los mosquitos y, en cualquier caso, su pecho subía y bajaba.
Todo aquello me desconcertó. El tipo me importaba un pito. Había llegado a Tailandia para meterse en líos, lo que a fin de cuentas era cosa suya. Pero la chica era otra historia.
En cuanto se le disipara el letargo del opio, despertaría en una playa solitaria al lado de un cadáver. Sin duda debía de ser una experiencia terrible, y pensé que, puesto que era yo quien la había encontrado, alguna responsabilidad me cabía en lo que a su bienestar respectaba. Encendí un cigarrillo mientras me preguntaba de qué modo ayudarla.
Despertarla no tenía ningún sentido. Aunque lograse reanimarla, no conseguiría impedir que se asustara. Después intervendrían las autoridades de Ko Pha-Ngan y todo se iría al garete. Otra opción era despertar a Jed y pedirle consejo, pero no me apetecía. Jed me diría que aquello no era asunto nuestro y que los dejáramos tal como los habíamos encontrado. Yo ya sabía que no era eso lo que quería hacer.
De pronto, tuve una buena idea. Arrastraría el cuerpo del hombre hasta los matorrales y lo escondería allí. De ese modo, cuando ella despertara creería que el tipo había ido a dar una vuelta. Al cabo de un día, o algo así, lo daría por perdido y comenzaría a inquietarse por lo que pudiera haberle pasado, pero al menos se habría evitado el mal trago de verlo muerto. Para entonces las hormigas y los escarabajos habrían dado cuenta del cadáver, y sólo yo sabría lo ocurrido.
Me puse a la tarea sin perder de vista el reloj. Jed no tardaría en despertar, y entonces tendríamos que irnos.
—¡Jed! —dije en voz baja.
Se agitó y movió una mano como si se espantara una mosca.
—¡Jed! ¡Despierta!
—¿Qué? —masculló.
—Tenemos que irnos. Se está haciendo de día.
Se incorporó y miró al cielo. El sol lucía bien alto en el horizonte.
—¡Mierda! ¡Es cierto! Hay que marchar. Me he quedado dormido. Lo siento. Vayámonos rápido.
Cuando estábamos a medio camino entre Ko Pha-Ngan y nuestra isla le conté lo del cadáver y lo que había hecho con él.
—¡Por todos los putos santos, Richard! —gritó, sólo para imponerse al ruido del motor—. ¿Por qué cojones has tenido que meter las narices…?
—¿Qué querías que hiciera?
—¡Podías haberlo dejado allí, jodido idiota! ¿Qué tenía eso que ver con nosotros? ¡Nada!
—Sabía que lo dirías —comenté, encantado—. Lo sabía.