KAMPUCHEA

Jed me dio a elegir. Podía irme con él a conseguir el arroz o quedarme en la playa y esperarlo. Decidí quedarme, porque no me necesitaba para nada. Además, quería hacer unas compras. Tenía que reponer cigarrillos y conseguir pilas para la Gameboy de Keaty.

Encontré un café con una tienda —en realidad un mostrador de cristal con unas cuantas cosas debajo—, y después de comprar las pilas y los cigarrillos, aún me quedaba dinero para unos pocos regalos.

Conseguir jabón para Antihigiénix no fue nada fácil. Los había de varias clases, occidentales y tailandeses, pero ninguno de la marca que él usaba. Miré un rato por los mostradores hasta dar con el jabón Luxume, del que se decía que era «lujurioso aunque perfumado». El «aunque» me despistó un poco, pero lo de «perfumado» resolvió todas mis dudas, pues sabía lo importante que eso era para Antihigiénix. Después compré un paquete de cuchillas de afeitar para compartirlo con Étienne, Gregorio y Keaty, y un tubo de Colgate para Françoise. Nadie usaba pasta dentífrica en el campamento, había diez cepillos de dientes para todos, y quienes lo preferían masticaban una ramita todas las mañanas. A Françoise no le disgustaba compartir el cepillo de dientes, pero echaba de menos el dentífrico, de modo que di por supuesto que el regalo sería de su agrado.

Luego compré varias bolsas de caramelos, pues no quería que nadie se quedara sin su regalo, y finalmente unas bermudas. Las que llevaba estaban muy viejas y no me iban a durar más de un mes o dos.

Una vez acabadas mis compras, no me quedaba otra cosa que hacer. Me tomé otro Sprite, bastante rápido, y decidí matar el tiempo paseando por Hat Rin, pero al cabo de unos cientos de metros cambié de idea. No había mucho que ver aparte de las cabañas de la playa, así que en vez de pasear me senté en la arena con los pies metidos en el agua, pensando en lo mucho que se iban a alegrar todos en el campamento cuando llegara con mis regalos. Me imaginé una escena en plan Astérix, con una gran tiesta para celebrar el regreso tras la aventura. No teníamos jabalís ni vino de las Galias, pero sí marihuana y arroz para dar y tomar.

—Saigón —dijo de repente una voz masculina cerca de mí—. Una locura.

—Eso he oído —concedió otra voz, ésta femenina.

—Estuvimos un par de meses. Es como Bangkok hace diez años. Puede que mejor.

Me volví y vi a dos chicas y dos chicos que tomaban el sol. Las chicas eran inglesas; los chicos, australianos. Todos hablaban en voz muy alta, tanto que daba la impresión de que se dirigían a todos quienes pasaban por allí.

—Sí, pero si Saigón era una locura, la jodida Kampuchea era como para no creérselo —dijo el otro australiano, un tipo flaco con el pelo cortado al rape, largas patillas y una orlita de barba en la perilla—. Pasamos seis semanas allí. Nos habríamos quedado más tiempo, pero se nos acabó el dinero. Tuvimos que volver a Tailandia para cobrar un puto giro postal.

—Un buen sitio para pasar seis meses —coincidió su compañero.

—Para pasar seis años.

Volví la cabeza hacia el mar. Era una conversación bastante sosa, pensé, de la que no valía la pena estar pendiente. Pero lo cierto es que no podía evitarlo, y no tenía nada que ver con el volumen de sus voces. Me llamaba la atención el tipo que había hablado de Kampuchea. Me preguntaba si ése sería el nuevo nombre de Camboya.

Me incliné hacia ellos sin pensármelo dos veces.

—Perdón, pero ¿por qué llamáis Kampuchea a Camboya?

Los cuatro me miraron.

—Quiero decir… —continué—, se trata de Camboya, ¿no es así?

El segundo australiano meneó la cabeza, no porque yo le desagradara, sino como si intentara hacerse una idea de qué pintaba yo allí.

—Camboya, ¿no es así? —repetí, por si no me había oído.

—Kampuchea. Acabamos de estar allí.

Me puse en pie y me acerqué a ellos.

—Pero ¿quién la llama Kampuchea?

—Los camboyanos.

—Los camboyanos, no los kampucheanos.

—¿Cómo? —dijo frunciendo el entrecejo.

—Quería saber de dónde habíais sacado la palabra «Kampuchea».

—Oye, tío —soltó el primer australiano—, ¿qué más da que la llamemos Kampuchea?

—No es eso lo que importa. Yo creía que Kampuchea era el nombre utilizado por los Jemeres Rojos, aunque quizás estuviese equivocado. A lo mejor es el nombre antiguo de Camboya, aunque… —Dejé la frase sin terminar, súbitamente consciente de que me observaban como si pensasen que estaba pirado. Intenté componer una sonrisa, y añadí—: No tiene importancia, en realidad… Sólo me ha llamado la atención… Eso es todo… Kampuchea… No lo había oído nunca…

Silencio.

Empecé a ponerme colorado. Estaba seguro de haber metido la pata, pero no sabía cómo lo había hecho. Intenté explicarme mejor, pero la confusión y los nervios empeoraron las cosas.

—Estaba sentado allí y te oí decir «Kampuchea», que para mí es como los Jemeres Rojos llamaban al país, pero también usaste el antiguo nombre de Ciudad Ho Chi Minh…

Saigón… No es que esté comparando al Vietcong con los Jemeres Rojos, desde luego… pero…

—¿Pero qué?

Difícil pregunta.

—No, nada —respondí al cabo de un par de segundos.

—Entonces, ¿por qué nos das la lata, tío?

No supe qué contestar. Me encogí de hombros y eché a andar hacia la bolsa donde guardaba mis compras.

—Otro pirado. No los soporto —oí murmurar a mis espaldas, lo cual hizo que me ardieran las orejas y me cosquillearan los dedos. No me pasaba desde que era un crío.

Me sentía fatal cuando me senté, hecho polvo y sin entender cuál había sido mi error. Me había unido a su conversación, eso era todo, no me parecía tan terrible. Decidí que se trataba de la diferencia entre la playa y el mundo. Mi playa, donde cualquiera podía intervenir en la conversación que le viniera en gana, y el mundo, donde no se podía. Al cabo de pocos minutos me puse de pie. Ahora hablaban en voz mucho más baja, y tuve la lastimosa sensación de que yo era la causa. Di con una palmera adecuadamente aislada a poca distancia de la playa y me senté a su sombra. Había quedado con Jed a las siete en el café donde habíamos comido, de modo que tenía unas horas por delante. Demasiadas. La espera adquirió todo el aspecto de un espinoso desafío.

Me fumé dos cigarrillos y medio, uno detrás de otro. Iba a fumarme tres o más, pero el tercero me produjo un ataque de tos que duró cinco minutos. Lo apagué de mala gana y lo hundí en la arena.

Aquella situación embarazosa me había puesto furioso. Antes veía Hat Rin con descuidado interés, pero ahora lo miraba con los ojos del odio. Sentía la mierda alrededor de mí, las sonrisas de tiburón de los tailandeses y un necio hedonismo perseguido con demasiada diligencia para parecer auténtico. Y, sobre todo, percibía el aroma de la decadencia, que se cernía sobre Hat Rin como los mosquitos sobre los cuerpos al sol, volando en círculos dulzones que apestaban a sudor y crema bronceadora. Los viajeros de verdad habían desaparecido rumbo a la siguiente isla; los de medio pelo se preguntaban adonde se había ido la fiesta y las hordas de turistas se disponían a saquear las ruinas.

Entonces comprendí la verdadera belleza de nuestra playa escondida. Pensar en la posibilidad de que la laguna corriese la misma suerte que Hat Rin me heló la sangre. Comencé a ver los cuerpos bronceados e indolentes que me rodeaban como si estuviera fotografiando al enemigo, familiarizándome con las imágenes, retocándolas. Una pareja pasaba de vez en cuando por mi lado y hasta mí llegaban fragmentos de su conversación.

Debí de oír veinte lenguas y acentos diferentes, sin entender la mayor parte de ellos, aunque todos me sonaron a amenaza.

El tiempo pasó sin otra compañía que la de semejantes pensamientos, así que cuando los párpados comenzaron a pesarme, dejé que se cerraran. El calor y el madrugón pudieron más que yo. Echar una cabezada sería la mejor solución.