REENCUENTRO

Jed paró el motor a unos cien metros de la costa, y seguimos con los remos. La idea era pasar inadvertidos, y la verdad es que no tuvimos que esforzarnos demasiado. Aquella franja de tierra estaba desierta, salvo por unas chozas medio en ruinas y con todo el aspecto de llevar mucho tiempo deshabitadas.

Saltamos al agua y arrastramos el bote hasta la orilla.

—¿Vamos a dejarlo aquí? —pregunté cuando pisamos la arena.

—No. Tenemos que ocultarlo —respondió Jed. Señaló la hilera de árboles y añadió—: Ese parece un buen sitio. Ve a dar un vistazo y asegúrate de que todo está tan solitario como parece.

—De acuerdo.

Salí a la carrera y me detuve casi de inmediato. Me costaba mantener el equilibrio después de la travesía en bote, y aunque me recuperé enseguida, durante un par de minutos tuve que esforzarme para no caer.

A poca distancia encontré un par de palmeras con el espacio justo entre ambas para que pasara la embarcación y unos matorrales lo bastante espesos para ocultarla si la tapábamos con unas ramas. La choza más cercana quedaba a más de cincuenta metros.

—Este lugar está muy bien —grité.

—Bien. Échame una mano.

Todo habría sido más fácil si hubiéramos sido tres. El motor pesaba tanto que hubo que levantar la popa para que la hélice no se hundiera en la arena, empujando al mismo tiempo el peso muerto de la proa. Si en la arena fue difícil, cuando pisamos la hierba aquello se convirtió en una tarea de mil demonios. Aunque empujábamos con todas nuestras fuerzas, apenas si avanzábamos.

—¡Mierda! —exclamé entre jadeos cuando ya casi habíamos llegado a los árboles—. ¿Es siempre tan duro?

—¿El qué?

—Conseguir arroz.

—Desde luego —repuso Jed, enjugándose el sudor de la barba. Unas gotas grasientas corrieron por sus muñecas hasta los codos—. ¿Por qué te creías que hay que pedir voluntarios?

De un modo u otro logramos arrastrar el bote hasta el matorral. Una vez camuflado, nadie habría podido dar con él a menos que supiera dónde buscarlo.

Incluso llegamos a pensar que quizá luego no lográsemos encontrarlo, por lo que marcamos el lugar clavando en la arena un palo en forma de horquilla.

Estábamos exhaustos, pero teníamos dos cosas con las que consolarnos. Una, que sería mucho más fácil volver a ponerlo en el agua, porque era cuesta abajo y el mar constituía una diana más amplia que el hueco entre dos palmeras. La otra, que nos íbamos a dar un atracón en cuanto llegáramos a Hat Rin.

Nos pusimos en marcha con el mejor de los ánimos, charlando de los refrescos que nos íbamos a tomar y discutiendo sobre si el Sprite era mejor que la Coca-Cola o no. Jed fue quien primero vio a la pareja, aunque tan lejos del bote que no nos preocupamos demasiado. Al cruzarnos con ellos los miré directamente a la cara, pero sólo para tener la sonrisa lista en el caso de que nos saludaran.

No lo hicieron. Mantuvieron los ojos clavados en la arena, y advertí por la expresión de su rostro que estaban tan ocupados en no caerse como yo momentos antes.

—¿Te has fijado? —pregunté cuando ya no podían oírme—. Todavía no es la hora de comer y ya van pasados de rosca.

—Demasiada priva.

—O demasiada farlopa.

Jed asintió con la cabeza, carraspeó y escupió en el suelo.

—Drogatas de mierda.

Una hora más tarde nos encontrábamos entre el bullicio de las filas de cabañas playeras, con gente que tomaba el sol y jugaba con discos voladores. Me extrañó que no llamáramos la atención de nadie. Me sorprendía que no les pareciéramos tan raros como ellos a nosotros.

—Vamos a comer —dijo Jed, cuando ya estábamos casi en medio de Hat Rin, así que nos metimos en el café más cercano y nos sentamos.

El hormigón bajo los pies me produjo una sensación curiosa, y también la silla de plástico en que me senté. Era una silla normal, similar a las que había en la escuela, un asiento curvado con un agujero en el respaldo y patas de metal en forma de V, pero extraordinariamente incómoda. No encontraba la postura adecuada. O me deslizaba hacia el suelo o me colgaba del borde del asiento, lo que tampoco tenía sentido.

—¿Tú cómo coño lo haces? —murmuré.

Jed levantó la vista del menú.

—No sé cómo ponerme…

—Te parece todo muy raro, ¿verdad?

—Muy raro.

—¿Y qué me dices de tu imagen?

—¿Qué quieres decir?

—Que cuándo te miraste por última vez en un espejo…

Me encogí de hombros. Junto a la cabaña donde estaba la ducha había un espejito de maquillaje que los hombres usaban para afeitarse, pero que no mostraba más que un fragmento de la cara. Aparte de eso, llevaba casi un mes sin tener ni idea de mi aspecto.

—Por ahí hay un lavabo con un espejo. Anda y échate un vistazo. Te llevarás una sorpresa.

—¿Por qué lo dices? —pregunté, frunciendo el entrecejo y súbitamente preocupado—. ¿Le pasa algo a mi cara?

—Compruébalo por ti mismo. Ya verás.

Vaya si me llevé una sorpresa. El tipo que me devolvió la mirada era un completo desconocido. Tenía la piel más oscura de lo que nunca hubiera imaginado, el sol me había aclarado el pelo, que ahora, además de haberse ensortijado, era más castaño que negro, y mis dientes lucían tan blancos que parecían a punto de saltar del rostro. También aparentaba más edad —veintiséis o veintisiete— y la nariz estaba cubierta de pecas. Eso era lo más sorprendente, ya que jamás había tenido pecas.

Me pasé cinco minutos mirándome, pasmado. Y me habría pasado una hora si Jed no me hubiese llamado para pedir la comida.

—¿Qué opinión te ha merecido? —me preguntó cuando volví a la mesa haciendo muecas como un idiota.

—Muy raro. ¿Por qué no te echas un vistazo tú también? Es estupendo.

—No… Llevo seis meses sin mirarme en un espejo. Así cuando lo haga me caeré de culo.

—¡Seis meses!

—Ajá. O más. —Me lanzó el menú—. Venga. ¿Qué va a ser? Estoy hambriento.

Examiné la larga lista, deteniéndome en los pasteles de plátano.

—Creo que un par de hamburguesas de queso —dije, cuando me lo hube pensado mejor.

—Hamburguesas de queso. ¿Algo más?

—Pues… Tallarines picantes con pollo. Al fin y al cabo estamos en Tailandia.

Jed se puso en pie, mirando de reojo a los que tomaban el sol en la playa.

—Eso dicen —contestó ásperamente, y se fue a pedir la comida.

Mientras esperábamos nos pusimos a ver la televisión. El café tenía un vídeo al fondo en el que ponían La lista de Schindler. Schindler observaba montado a caballo la evacuación de los guetos, con la vista fija en una niña con un abrigo rojo.

—¿Qué te parece el abrigo? —preguntó Jed, sorbiendo su Coca-Cola mientras yo hacía lo mismo con mi Sprite.

—¿Qué le pasa?

—¿Sabes si está coloreado a pincel sobre el celuloide?

—¿Fotograma a fotograma, como en los dibujos animados?

—Sí.

—Venga ya. Lo habrán hecho con ordenador, como en Parque Jurásico.

—Ah… —Vació la botella y se relamió los labios—. Algo único.

—¿La lista de Schindler?

—No, capullo. La Coca-Cola.

Tardaron siglos en traernos la comida, tanto que cuando llegó Schindler estaba mirando de nuevo el abrigo rojo. Si conocéis la película, sabréis que eso ocurre una hora después de que lo viera por primera vez. Una hora o más. Afortunadamente, descubrí una vieja máquina de Invasores espaciales, con la que me entretuve durante la espera.