TIERRA AL OESTE

Fue delicioso abandonar aquel pequeño puesto entre traqueteos y humos del motor para poner proa a Ko Pha-Ngan. Aunque me habían dicho que su mejor época había pasado ya, Fiat Rin aún conservaba algo de su legendaria reputación. Tal como me había ocurrido con Patpong Road o los senderos del opio en el Triángulo de Oro, me apetecía conocer de qué iba aquel rollo, aparte de hacer algo importante para nuestra playa. Sabía que Sal valoraba que me hubiera presentado voluntario, lo que hacía que me sintiera implicado en una tarea seria y útil.

Una hora después, sin embargo, cuando Ko Pha-Ngan comenzó a dibujarse en el horizonte, la complacencia dejó paso a la ansiedad. Era la misma sensación que había experimentado bajo la cascada. Fui súbitamente consciente de que el encuentro con el mundo me conduciría de nuevo a las cosas que había logrado olvidar, aunque no estaba muy seguro de qué cosas eran ésas, pues las había olvidado. De lo que sí estaba seguro era que no me apetecía recordarlas. También advertí, pese a que el ruido del motor nos impedía dirigirnos la palabra, que Jed pensaba lo mismo que yo. Estaba sentado tan rígido como se lo permitían los vaivenes del bote, sujetando la caña del timón y con la mirada fija en la isla ante nosotros.

Busqué los cigarrillos en los bolsillos del pantalón. Había tenido la precaución de llevar un paquete (esperaba que la envoltura de celofán lo hubiese protegido del agua), y había guardado las cerillas en la cajita de plástico que usaba Keaty para que no se mojara el papel de fumar.

—Es mi posesión más preciada —me había dicho antes de dármela—. Defiéndela con tu vida.

—Cuenta con ello —repuse de inmediato, imaginándome lo que sería viajar durante tres horas en bote sin una dosis de nicotina.

Encender el cigarrillo fue un poco más complicado, porque las cerillas eran de una marca tailandesa muy barata y se astillaban si las frotabas con demasiada fuerza. Las tres primeras se rompieron, y el viento apagó la cuarta. Sólo había guardado diez en la cajita, y ya me estaba poniendo nervioso cuando, por fin, lo conseguí. Jed encendió otro cigarrillo con la brasa del mío, y los dos seguimos mirando hacia Ko Pha-Ngan.

Al cabo de un rato vi una franja de suave arena blanca entre el azul y el verde.

Para no pensar en el mundo me puse a pensar en Françoise.

Étienne y yo habíamos estado en el jardín de coral unos días antes, para ver quién se lanzaba mejor al agua. Cuando le pedimos a Françoise que actuara de juez, ella nos miró y, encogiéndose de hombros, sentenció:

—Sois los dos muy buenos.

—Sí —dijo Étienne—, pero ¿quién es el mejor?

—Es muy difícil determinarlo —contestó Françoise entre risas, y se encogió nuevamente de hombros—. De verdad. Sois tan bueno el uno como el otro —concluyó, y nos dio un besito en la mejilla a cada uno.

Su reacción también fue una sorpresa para mí. Lo cierto es que Étienne se zambullía mucho mejor que yo. No tenía dificultad alguna en los lanzamientos de espaldas, tanto en el estilo cisne como en la tijereta, ni con cualquier otro tipo de salto, incluidos los que no tienen nombre, mientras que yo sólo dominaba el salto de espaldas, y eso con una voltereta que hacía que por lo general entrara en el agua con los pies por delante. En cuanto a la zambullida en sí, la de Étienne era tan recta como un arpón de bambú. Yo no necesitaba verme para saber que lo mío era más bien como la caída de un árbol con ramas y todo.

De modo que Françoise había mentido al decir que ambos éramos igual de buenos. Se trataba de una mentira muy curiosa, que no ocultaba un ápice de malicia, y a primera vista diplomática, pero desconcertante y difícil de clasificar.

—Tierra al oeste —oí decir entre el ruido del motor. La voz de Jed disipó mi ensoñación.

Miré alrededor y me llevé la mano abierta al oído.

—¿Qué? —grité.

—Me dirijo hacia el oeste. ¡Hay más terreno para desembarcar y menos cabañas!

Alcé el pulgar y me volví hacia la proa. Pensando en Françoise no había caído en la cuenta de que estábamos tan cerca de Ko Pha-Ngan que ya divisaba las sombras de los cocoteros bajo el sol del mediodía.