Tomé un camino incorrecto. Me golpeé los pies y las manos contra las paredes del pasadizo y sentí en el pecho una presión espantosa, como si me hubiese tragado un pomelo. Al cabo de unos cincuenta segundos empecé a ver rojo a través de las tinieblas. «Eso significa que me estoy muriendo», pensé al tiempo que el rojo se ponía cada vez más brillante y el pomelo me oprimía la nuez de Adán. En medio de aquel rojo apareció un punto de luz amarilla que, supuse, no tardaría en volverse blanca. Me acordé de que en un programa de la tele decían que los moribundos ven luces al final de un túnel según se les van muriendo las células cerebrales.
Súbitamente resignado, imprimí menos vigor a mis patadas. Mi poderosa brazada se convirtió en el errático chapoteo de un perrito. Cuando sentí que la roca me raspaba el vientre, ignoraba si estaba boca arriba o boca abajo.
Decir que aquello me cabreó quizá suene petulante, pero no sé de qué otro modo describirlo. Creo que, a pesar de la perplejidad, una parte de mi mente lamentaba equivocarse en cuanto a mi teoría sobre el instante anterior al Game over. No me debatía ni estaba luchando del modo en que siempre había imaginado que lo haría. Me estaba desmayando, eso era todo. El desconcierto produjo un nuevo impulso de energía, junto con la idea de que el que viera todo rojo quizá no significase que me moría, al fin y al cabo. Podía ser una luz, la del sol a través del agua y de mis párpados fuertemente cerrados. Hice acopio de fuerzas y conseguí dar un patadón.
Me dirigí hacia la luz y el aire fresco. La claridad me obligó a parpadear, y boqueé como un pez ensartado. La imagen de Jed se formó lentamente ante mis ojos. Estaba sentado en una roca, junto a un bote largo, del mismo color verde azulado que el mar.
—Eh —dijo—, te has tomado tu tiempo.
Tardé en responder, empeñado como estaba en tragar aire.
—Has tardado una eternidad. ¿Qué has estado haciendo? —preguntó.
—Ahogándome —fue todo lo que pude responder.
—¿En serio? ¿Sabes algo de motores? He intentado poner éste en marcha, pero no lo he conseguido.
Intenté encaramarme a la roca, pero me fallaron las fuerzas y me fui de nuevo al agua.
—¿No me has oído? —dije entre jadeos.
—Ya lo creo —contestó, pasándose distraídamente el cuchillo por la barba como si se afeitara.— Sé que tiene gasolina porque el depósito está lleno, y los suecos me aseguraron que lo habían utilizado el otro día.
—¡Jed! Me he metido en una bolsa de aire con más salidas que… —No se me ocurrió ningún símil que expresase un gran número de salidas—. ¡Casi me ahogo!
—¿Una bolsa de aire? —preguntó dirigiéndome por primera vez la mirada y bajando el cuchillo—. ¿Estás seguro?
—¡Claro que estoy seguro, joder!
—¿Dónde?
—No lo sé. ¿Cómo voy a saberlo? Por ahí, en algún sitio. —Me volví hacia la entrada de la gruta. Estaba temblando.
Jed frunció el entrecejo.
—Qué cosa tan rara. He pasado cien veces por ahí y nunca he dado con ninguna bolsa de aire.
—¿Crees que miento?
—No… ¿Y dices que con varias salidas?
—Cuatro, por lo menos. Las conté a tientas y no sé por cuál tiré. Ha sido una pesadilla.
—Quizá tomaste el camino equivocado. Mierda, Richard, lo siento. De verdad que no pensé que pudiera pasar algo así. He cruzado tantas veces esa gruta, que ya lo hago de modo automático. De todas maneras, no deja de ser curioso. Todos los de la playa han atravesado esa gruta y nadie se ha perdido.
—Pues yo sí —dije, y dejé escapar un suspiro.
—Ha sido mala suerte, desde luego. —Me tendió una mano para izarme hasta la roca.
—He estado a punto de morir.
—Ya lo creo —admitió, sacudiendo la cabeza—. Lo lamento.
Una parte de mí sentía el deseo de enfadarse, pero sin aclararme el motivo. Me tumbé de espaldas, y me puse a contemplar las nubes. Una mota plateada trazaba un rastro de vapor en el cielo, e imaginé a la gente que iba dentro preguntarse qué ocurriría en las islas de aquí abajo mientras miraban por las ventanillas la extensión del golfo de Tailandia. Estaba seguro de que más de uno debía de estar mirando mi isla.
Ni en un millón de años llegarían a imaginarse lo que pasaba. Al pensar en ello sonreí sin salir de mi aturdimiento.
Jed me devolvió a la puta realidad.
—Hueles que da asco.
—Estoy cubierto de vómitos —expliqué.
—Y te está sangrando el codo.
El brazo me dolió en cuanto le eché un vistazo.
—Joder. Estoy hecho una mierda.
—No —repuso Jed, sacudiendo la cabeza—. Es el bote lo que está hecho una mierda.
El bote tenía seis metros de largo y más de uno de ancho, con un solo botalón de bambú a su derecha. Estaba amarrado a las rocas por su banda izquierda y protegido por unas hojas de palmera que hacían las veces de amortiguadores, al abrigo del exiguo puerto formado por la entrada de la gruta.
Dentro de la embarcación había algunos de los aparejos de pesca de los suecos. Observé con envidia que sus arpones eran más largos que los nuestros, y tenían un salabardo. No es que necesitáramos un salabardo en la laguna, pero me habría gustado tener uno. También vi sedales y anzuelos, lo que explicaba por qué obtenían siempre los peces más grandes.
Pese a lo que Jed acababa de decir, le tomé cariño al bote casi de inmediato. Me gustaba su línea, tan propia del Sureste Asiático, los adornos pintados de la proa y el intenso olor a grasa y a madera empapada de salitre. Lo que más me complacía era lo familiar que me resultaba todo aquello gracias a los recuerdos de otros viajes por otras islas de otros lugares. Era estupendo tener una memoria que te permitiera sentir nostalgia por unas cosas tan exóticas.
Acumular recuerdos o experiencias era el principal objetivo de mis viajes. Comencé a viajar del mismo modo que el filatélico se pone a coleccionar sellos, con una lista de las cosas que quería ver o llevar a cabo, bastante banales en su mayor parte. Quería ver el Taj Mahal, Borobudur, las terrazas de arroz de Bagio, Angkor Wat. Entre las menos —o quizá las más— prosaicas figuraba la visión de la extrema pobreza. Lo consideraba una experiencia imprescindible para quien quisiera que se le considerase interesante y mundano.
Eso fue, naturalmente, lo primero que taché de la lista, para pasar a otros propósitos de carácter más oscuro. Estaba obsesionado con verme en el centro de un motín, entre la furia de los tiros y los gases lacrimógenos.
También buscaba un encuentro con mi propia muerte. Tenía dieciocho años cuando conocí en Hong Kong a un viejo marinero asiático que me contó que en Vietnam lo habían atracado a punta de pistola. La historia terminaba con el cañón de una pistola en el pecho y el anuncio de que iban a pegarle un tiro.
—Lo más curioso cuando te enfrentas a la muerte —me dijo— es que no tienes miedo. Estás tranquilo. Alerta, naturalmente, pero tranquilo.
Asentí con un enérgico movimiento de cabeza, no porque contara con una experiencia personal al respecto, sino porque estaba tan emocionado que no sabía qué otra cosa hacer.
Las plantaciones de marihuana coincidían perfectamente con ese apartado de la lista, como así también la bolsa de aire, con la salvedad de que yo no podía decir que me había mantenido alerta (naturalmente) pero tranquilo, una observación de la que estaba decidido a sacar provecho algún día.
Al cabo de veinte minutos me encontraba en plena forma.
—Venga —dije, incorporándome—. Pongamos el motor en marcha.
—El motor está jodido. No puedes ponerlo en marcha. Será mejor que regresemos y lo arreglen los suecos.
—Claro que puedo ponerlo en marcha. He estado un montón de veces en este tipo de embarcaciones.
Jed me miró con expresión de duda, pero me hizo ademán de que lo intentara.
Me arrastré dentro del bote y me dejé caer en la popa, donde descubrí alborozado que conocía el tipo de motor, uno de ésos que se ponen en marcha como si fuera una cortadora de césped, enrollando una cuerda a una rueda de volante para tirar luego de ella.
Al mirarlo más de cerca encontré un nudo al final de la cuerda y la ranura en la rueda donde encajarlo.
—Lo he intentado cincuenta veces —murmuró Jed cuando yo colocaba el nudo en su lugar.
—Es una cuestión de muñeca —le expliqué, con deliberado tono de alegría—. Primero un movimiento lento y luego un tirón rápido.
—¿Ah, sí?
Antes de dar el tirón eché un último vistazo. No buscaba nada en particular, pero quería presumir de experto, y el farol me salió bien. Vi un pequeño interruptor de metal, casi tapado por la grasa y el polvo, con las palabras «on-off». Miré hacia atrás de soslayo y disimulé al colocarlo en la posición adecuada.
—¡Vamos allá! —grité tirando de la cuerda.
El motor se puso en marcha sin un solo quejido.