AUTOAYUDA

Me pasé varios minutos vomitando. Me doblaba con cada contracción de las tripas y devolvía con la cabeza bajo el agua, sin tiempo casi para sacarla y respirar entre arcada y arcada. Tres bascas me sacudieron antes de que el estómago se percatara de que estaba vacío. ¿Qué mierda podía hacer allí hundido entre la oscuridad y los aminoácidos?

Primero pensé en seguir adelante, dando por supuesto que mi precipitación me había llevado a sacar la cabeza antes de tiempo en una bolsa de aire producida por un descenso de la marea. Pero una cosa era decirlo y otra hacerlo. El vómito me había zarandeado tanto que no sabía por dónde tirar. Eso me llevó a pensar que debía averiguar cuánto medía aproximadamente la bolsa de aire, lo cual sí estaba a mi alcance. Haciendo de tripas corazón, levanté la mano y la metí entre las algas. Era asqueroso pero lo soporté, hasta que toqué la roca a la distancia de un brazo por encima de mi cabeza.

Tras unos minutos de desorientación, conseguí hacerme una idea de lo que me rodeaba. La bolsa, que tenía unos dos metros de ancho por tres de largo, presentaba en uno de sus extremos un saliente angosto pero en el que era posible sentarse. El resto de cuanto me rodeaba era roca viva que se hundía en el agua. Los pies y las manos me indicaron que bajo la superficie había cuatro pasadizos, aunque quizá fuesen más.

No era un hallazgo estimulante. Si hubiesen sido dos, uno me habría llevado al océano y el otro a la laguna. Pero cualquiera sabía adonde conducían los otros. Ya me imaginaba nadando en un laberinto.

Oí mi propia voz calculando probabilidades.

—Dos de cuatro. Una de dos. Cincuenta por ciento.

Todas sonaban fatal.

La otra alternativa era quedarme allí y esperar a que Jed acudiese en mi busca, lo que no me apetecía. Podía darme un pasmo si me quedaba en aquella boca de lobo chapoteando en mi propia vomitona y sin la menor idea de cuándo comenzaría a respirar dióxido de carbono. La perspectiva era particularmente siniestra. Me vi acurrucado en el estrecho saliente mientras me sumía poco a poco en un lóbrego sueño.

Mantuve la serenidad un minuto, tratando de que se me ocurriese algo, hasta que me entró el pánico y me puse a chapotear como un loco, yéndome contra las paredes, ahogándome entre sollozos, arrancando algas a puñados. Me golpeé el codo contra la roca y sentí que la sangre corría por mi brazo.

—¡Socorro! ¡Socorro!

Mi voz sonó lastimera como un lloriqueo, y tan estremecedora que me obligó a callar. Poco después, el miedo dio paso al asco. Aspiré una bocanada de aire fétido y me sumergí. Esta vez no conté las patadas que daba ni me preocupé por qué camino seguir. Enfilé uno de los pasadizos y nadé tan rápido como pude.