JED

Jed no me dejó que despertase a Françoise y a Étienne. Me habían pedido que me despidiera antes de irme, pero Jed sacudió la cabeza y se limitó a decir: «Es innecesario». Contemplé sus cuerpos dormidos, preguntándome qué había querido significar con eso.

Jed me había despertado cinco minutos antes, poniéndome la mano sobre la boca y susurrándome «Chist», tan cerca del oído que con la barba me rozó la mejilla. Eso sí que había sido innecesario.

Su cuchillo también era innecesario. Lo vi cuando ya estábamos en la playa y nos disponíamos a nadar hasta los acantilados que daban al mar abierto. Tenía la empuñadura verde y la hoja revestida de teflón.

—¿Para qué es eso? —le pregunté.

—Una herramienta de trabajo —contestó, dando el asunto por zanjado—. Un pelín siniestro, ¿eh? —añadió guiñándome un ojo, y se zambulló con el cuchillo entre los dientes.

Jed había constituido un completo misterio para mí hasta ese momento. La vez que más tiempo pasamos juntos había sido el día de nuestra llegada, cuando nos guió desde la cascada. Después de eso, casi nunca coincidimos. Le veía de vez en cuando, nunca antes del anochecer, pues volvía muy tarde al campamento, y en esas ocasiones sólo cruzábamos unas pocas palabras. No necesito más para tener una opinión sobre alguien. Emito juicios rápidos, erróneos, por lo general, y me atengo estrictamente a ellos. Pero con Jed hice una excepción y me mantuve a la expectativa, sobre todo porque suscitaba diversidad de opiniones. Antihigiénix lo apreciaba, y Keaty lo consideraba un imbécil.

—Estábamos sentados en la playa —me dijo Keaty un día, con gesto de irritación—, cuando oímos un ruido en la selva, una especie de chasquido, como si hubiera caído un coco o algo así. Jed se puso rígido de inmediato y miró fijamente por encima del hombro, igual que un comando bien adiestrado, o como si fuera incapaz de dominar sus reflejos.

—Estaba fardando.

—Exactamente. Quería que notáramos lo jodidamente alerta que estaba.

Keaty se echó a reír, sacudiendo la cabeza, y la emprendió con su habitual diatriba sobre lo repelente que era trabajar en la huerta.

Pero Antihigiénix apreciaba a Jed. A veces, cuando tenía que salir por la noche para ir a los servicios, me los encontraba todavía despiertos, sentados junto a la cabaña de la cocina, colocándose con algo de hierba birlada de la plantación de marihuana. Y si Antihigiénix lo apreciaba, Jed no podía ser tan malo.

Las grutas que conducían a los acantilados eran tres. Una estaba en la base de la grieta que se veía desde el jardín de corales, la otra a unos doscientos metros a su derecha, y la tercera a unos cincuenta metros a su izquierda. Fue a ésta a la que nos dirigimos nadando.

Vaya baño nos dimos. El agua estaba fría y me despejó por completo. Buceé casi todo el tiempo, observando a los peces y preguntándome cuál de ellos acabaría en el plato. Era curioso la cantidad de peces que poblaba la laguna. Podíamos sacar treinta al día sin que su número pareciera mermar.

Alcanzamos la gruta cuando comenzaba a amanecer. Los acantilados, que trazaban una curva e iban a unirse con la isla, nos impedían ver el sol, pero el cielo estaba claro.

—¿Conoces este lugar? —preguntó Jed.

—Lo he visto mientras trabajaba.

—Pero nunca pasaste al otro lado.

—No. Veo la gruta cuando voy al jardín de corales… La que está bajo la grieta.

—Pero nunca pasaste al otro lado —repitió.

—No.

—Pues deberías haberlo hecho —soltó, poniendo mala cara—. He aquí una regla de oro: lo primero que hay que hacer cuando se llega a un lugar es saber cómo salir de él. Estas grutas son las únicas salidas de la laguna.

—Oh… —dije, encogiéndome de hombros—. ¿Es así como evitas la cascada?

—Mira.

Dio unos pasos en la entrada de la gruta y señaló hacia arriba. En la penumbra distinguí a duras penas un círculo azul del tamaño de un puño y, cuando me acostumbré a la poca luz, vi una cuerda que caía hasta nosotros.

—Es una chimenea. Si utilizas la cuerda te resultará más fácil trepar por ella.

—Y después sólo tienes que seguir por lo alto del acantilado de regreso a la isla.

—Exactamente. ¿Quieres intentarlo?

—Seguro —contesté sin vacilar, pensando que estaba poniéndome a prueba.

—Muy bien. De modo que eres un aventurero. No te creía tan amante del riesgo.

—He sabido dar con la isla —dije, irritado—. Y no me parece nada del otro mundo eso de trepar y…

—Quizá sea la isla la que ha sabido dar contigo. —Me interrumpió mirándome de reojo, y se echó a reír—. Estaba tomándote el pelo, Richard, perdona. En cualquier caso, no tenemos tiempo. El viaje nos llevará cuatro horas por lo menos.

Consulté el reloj. Eran casi las siete.

—Entonces, nuestra HEL es a las once cero cero.

—Once cero cero… —Chasqueó la lengua, me dio una palmada en el brazo y añadió, con acento estadounidense—: Así que llamas HEL a la hora estimada de llegada… Muy bien, PN, eres de los míos.

Keaty había conocido a Sal y a Bugs en Chiang Rai. Después de una incursión clandestina en la frontera birmana, Sal le preguntó si le apetecía acompañarlos al paraíso.

Gregorio conoció a Daffy en Sumatra. Le habían robado y dado una paliza y cuando intentaba llegar a Yakarta para ponerse en contacto con la embajada española se cruzó con Daffy. Éste le ofreció el dinero para que se fuera a Java, pero Gregorio no lo quiso aceptar porque era evidente que Daffy andaba escaso de cuartos. «Tienes razón, que le den por culo a Java», dijo Daffy, y le contó lo de la playa.

Sal viajó dieciocho horas de autobús con Ella, que llevaba un juego de backgammon portátil.

Daffy oyó a Cassie pedir trabajo en un bar de Patpong.

Bugs entró en un restaurante flotante de Srinagar, y Antihigiénix le sirvió una comida de seis platos, comenzando por sopa caliente de coco y terminando por confitura de mango.

Moshe impidió que un ladrón le robara la mochila a Daffy en Manila.

Bugs había estado vendimiando con Jean en Blenheim, Nueva Zelanda.

Jed…

Jed apareció de repente. Saltó por la cascada y se presentó en el campamento con un saco de dormir y una bolsa empapada llena de marihuana bajo el brazo.

Según me dijo Keaty, en el campamento cundió el pánico. ¿Estaba solo? ¿Cómo había dado con la playa? ¿Lo seguía alguien? Todo el mundo estuvo como loco hasta que Sal, Bugs y Daffy se pusieron en pie y lo llevaron al barracón para hablar con él mientras los demás esperaban fuera. Todos oyeron los gritos de Daffy y a Bugs tratando de calmarlo.

Los acantilados tenían unos treinta metros de ancho, pero resultaba imposible ver el mar al otro lado porque el techo de la gruta se inclinaba a escasa distancia, hasta caer por debajo del nivel del agua. Nadar hacia la negrura no era algo que me hiciese mucha gracia, pero Jed me aseguró que el techo volvía a elevarse enseguida.

—Es pan comido —dijo—. Cuando te quieres dar cuenta ya estás al otro lado.

—¿De veras?

—Claro. Con la marea baja sólo tenemos que nadar hasta la mitad de la gruta. Con la marea alta hay que atravesarla de una sola inmersión, y aun así es fácil.

Tomó una bocanada de aire, se sumergió y me dejó solo.

Esperé un minuto, escuchando el sonido de mis chapoteos contra las paredes. El doloroso enfriamiento de los pies y las pantorrillas me recordó el juego de las zambullidas en las afueras de Ko Samui.

—Pues ya puedes apuntarme en la lista de los aventureros —dije en voz alta.

Era una broma, por supuesto, para infundirme valor. Y supongo que, de algún modo, funcionó. El eco de mis palabras resonó de un modo tan espectral que la negrura del agua me pareció más atractiva que seguir allí, indeciso.

Jed trabajó como carpintero sólo seis días, después de los cuales se entregó a lo que Keaty llamaba sus «estúpidas misiones» alrededor de la cascada.

Al principio todos comentaron el hecho. Pensaban que debía trabajar y no les gustaba nada que Sal, Bugs y Daffy se negaran a explicar por qué le permitían ir a su aire. Sin embargo, pasó el tiempo y, a medida que se acostumbraban a su cara, dejaron de hacer preguntas. Lo más importante era que nadie había aparecido tras sus pasos, con lo que se disipó el temor. Además, mantenía un suministro constante de hierba, que antes era un lujo a repartir con cuentagotas.

Keaty tenía una teoría. Puesto que Jed no había sido reclutado, constituía un elemento desconocido y, por lo tanto, un peligro para la seguridad del campamento si decidía abandonarlo. De manera que cuando Sal advirtió que Jed era uno de esos tipos a los que les encantaban que les encomendasen misiones, se había inventado una para que se sintiera feliz.

La teoría me pareció bastante improbable. Jed siempre hacía lo que Sal quería, y la diplomacia no tenía nada que ver con eso.

A pesar de mi costumbre, mantuve los ojos cerrados mientras buceaba, avanzando a tientas con los brazos extendidos e impulsándome con las piernas. Suponía que cada patada me hacía avanzar un metro, y los contaba cuidadosamente para hacerme una idea de la distancia. Cuando pasé de diez empecé a preocuparme porque sentí un dolor en los pulmones. Jed se había mostrado terminante en cuanto a que el paso submarino no me llevaría más de cuarenta segundos. Al contar quince patadas comprendí que debía plantearme la posibilidad de regresar. Decidí que antes daría tres últimas patadas, cuando mis brazos se agitaron en el aire.

Noté algo raro en cuanto respiré. El aire era fétido. Tanto que se le quitaban a uno las ganas de respirar. De hecho, tras tomar aliento un par de veces se me revolvió el estómago. Busqué alrededor, pero había tan poca luz que ni siquiera conseguía verme las manos.

—¡Jed! —llamé.

No me respondió ni el eco.

Tanteé por encima de mi cabeza hasta hundir la mano en una vellosidad húmeda y fría que se me pegó a la piel; me estremecí y una descarga de adrenalina recorrió mis venas.

—Son algas —susurré cuando el corazón dejó de atronarme los oídos. Las algas tapizaban la roca y absorbían cualquier ruido. Sentí náuseas—. Jed…