CERO

En cuanto a mi color, no me podía quejar. El cielo estuvo cubierto durante los primeros días, y cuando comenzó a clarear yo ya estaba lo bastante bronceado como para tomar el sol olvidándome de las posibles quemaduras, tal como comprobé al comparar mi piel morena con la que ocultaban las bermudas.

—¡Genial! —exclamé al observar el contraste.

Étienne volvió la cabeza. Estaba sentado al borde de la roca, refrescándose las piernas en el agua. Su piel tenía ese envidiable tono dorado que yo jamás lograría alcanzar. En el mejor de los casos, mi tono era el de un campo recién labrado. Algo así como un caoba oscuro, aunque sería más exacto definirlo como terroso a secas.

—¿Qué te pasa? —preguntó.

—Mi bronceado —respondí—. Me estoy poniendo demasiado moreno.

Étienne asintió con la cabeza, sin perder su aire ausente ni dejar de dar tirones a su collar. —Pensé que te referías a este lugar.

—¿A la playa?

—Cuando oí que decías «genial» creí que te referías a lo bien que se está aquí.

—Oh, bueno, pienso en eso con frecuencia… Quiero decir que ha merecido la pena, ¿no te parece? Tanto nadar, las plantaciones de marihuana…

—Sí que ha merecido la pena.

—La pesca, los baños, la comida, esta gente tan encantadora. Una cosa tan sencilla… y, sin embargo… si pudiera detener el mundo y retrasar los relojes para que todo comenzase de nuevo, creo que lo haría empezar aquí. —Sacudí la cabeza; ya estaba bien de divagaciones—. Sabes a qué me refiero, ¿no?

—Piensas exactamente igual que yo.

—¿De veras?

—Ajá. Todos pensamos igual.

Me puse en pie y miré alrededor. Françoise y Gregorio salían del agua a unas peñas de distancia, y más allá, casi en los acantilados que miraban al mar, Moshe y las dos yugoslavas destacaban como tres puntos de color. Hasta mí llegaba el martilleo de Bugs y los carpinteros que trabajaban en algún nuevo proyecto, y distinguí una figura solitaria que caminaba a lo largo de la orilla. Supuse que era Ella hasta que, al mirar de soslayo para evitar el reverbero de la arena, reconocí a Sal.

Recordé el modo en que Sal me había ayudado a hacerme una composición de lugar: «Te parecerá un lugar maravilloso en cuanto lo veas tal cual es». Me eché hacia atrás y cerré los ojos al calor del sol. Sal estaba en lo cierto.

Una súbita salpicadura de agua en las piernas acabó con mi ensoñación. Abrí los ojos y bajé la mirada. Un pez se movía en el cubo, acercándose al instante anterior al Game over. Lo observé durante un rato, impresionado por su tenacidad. Siempre me ha sorprendido lo mucho que tarda un pez en morir. Incluso ensartados en el arpón, son capaces de aletear casi una hora, produciendo una espuma sangrienta en el agua que les rodea.

—¿Cuántos tenemos? —preguntó Étienne.

—Siete. Y un par de ellos son enormes. Suficiente, ¿no te parece?

—Eso si Françoise y Gregorio también traen siete —repuso Étienne, encogiéndose de hombros.

—Pescarán siete por lo menos. —Consulté el reloj. Eran las doce del mediodía—. Es hora de irme. He quedado con Keaty para que me enseñe el árbol.

—¿El árbol?

—Uno que hay cerca de la cascada. ¿Quieres venir? Podemos dejar el cubo aquí.

Declinó la invitación con un gesto de la cabeza y miró hacia donde se encontraban Françoise y Gregorio, que tenía la máscara de bucear puesta.

—Quiero ver los corales. Parece que son espectaculares.

—Ya lo creo. A lo mejor estoy de regreso antes de que te vayas.

—Bueno.

—Di a los demás que me he ido.

—De acuerdo.

Me zambullí en el agua casi en vertical para nivelar luego el cuerpo y pasar rozando el fondo. A pesar de que no llevaba la máscara de Gregorio y los ojos me escocían a causa del agua salada, los mantuve abiertos. Los colores diluidos y los peces que se dispersaban eran un espectáculo digno de verse.

Había dos caminos para llegar a la huerta. El primero era la ruta directa que Keaty hacía todas las mañanas. Era el más rápido, pero yo sólo lo había recorrido un par de veces, y las dos con Keaty. Estaba seguro de que si intentaba hacerlo solo me perdería. Una vez en la espesura sólo era posible orientarse por algunos árboles y plantas. Escogí la otra ruta, siguiendo el curso de la cascada hasta su origen. Una vez allí no tenía más que torcer a la izquierda y caminar a lo largo del acantilado hasta la huerta.

Llevaba diez minutos andando cuando comprendí por qué Keaty se quejaba de su trabajo. Sin el frescor del agua y sin la brisa del mar, el bosque era un invernadero donde hacía un calor de todos los demonios. Cuando llegué a la cascada estaba bañado en sudor.

Desde que estaba en la playa no había ido más de un par de veces a la cascada, y nunca solo. Esto era así, en parte, porque no tenía razones para hacerlo, y en parte porque el lugar me ponía nervioso, que era lo que estaba ocurriéndome en ese momento. Se trataba de un lugar de paso entre la laguna y el mundo exterior, un mundo que casi había olvidado y del que, al encontrarme allí, comprendí que no quería acordarme. Mirando a través de la fina niebla del vapor de agua, vi el lugar donde me había agachado antes de saltar. El mero recuerdo me intranquilizaba. Ni siquiera me detuve a refrescarme la cara. Encontré el camino que conducía a la huerta, y lo tomé.

Un cuarto de hora después di con Keaty en las cercanías de la espesura; hundía desconsoladamente unas semillas en la tierra ayudándose de una paleta fabricada por Bugs.

—¡Eh! —exclamó al verme—. ¿Qué haces por aquí?

—Dijiste que me llevarías a ver el árbol. Por eso he dejado el trabajo antes de hora.

—Es cierto. Se me había olvidado. —Miró hacia donde estaba Jean, que en ese momento reñía a uno de los hortelanos—. ¡Jean!

Jean se volvió hacia nosotros.

—Me voy a dar una vuelta.

—¿Eh?

—Que vuelvo dentro de un rato.

Keaty agitó la mano y Jean hizo lo mismo, desconcertado.

—Si le hablas muy rápido —me explicó mientras me sacaba del lugar a empujones— no se entera de nada. De lo contrario, habría insistido en que nos quedáramos hasta terminar el trabajo.

—¡Qué listo!

—Ajá.

El árbol que semejaba un cohete crecía a unos veinte metros a la derecha de la laguna. Me había fijado en él cuando buscaba un lugar donde arrojarme por la cascada. Algunas de sus ramas rozaban el acantilado, y en su momento pensé que con un salto a lo Indiana Jones sería posible alcanzar las más bajas. Al verlo desde la base, agradecí no haberlo hecho. Habría saltado a una engañosa masa de hojas que no me hubieran evitado una caída de doce metros.

Tenía una altura impresionante, como todos los demás árboles-cohete, pero no era eso lo que Keaty me había llevado a ver. Me indicó unas marcas grabadas en una de las enormes «aletas estabilizadoras» de más de cuatro metros de largo. Tres nombres y cuatro números. Bugs, Sylvester y Daffy. Todos los números eran ceros.

—¿Sylvester?

—Salvester.

—O sea, Sal.

—Ajá.

—De modo que fueron los primeros.

—Los primeros. En 1989. Partieron de Ko Pha-Ngan en un bote alquilado.

—¿Ya conocían este sitio o…?

—Depende de quién te lo cuente. Bugs asegura que oyó hablar a un pescador de Ko Phalui de una laguna escondida, pero Daffy solía decir que andaban todo el rato vagabundeando de una isla a otra, y que dieron con esto por casualidad.

—Por casualidad.

—No se refería al campamento ni a la gente. Eso no empezó hasta 1990. Pasaron la mitad del año anterior haciendo el camello de Goa, y regresaron a Ko Pha-Ngan para el Año Nuevo.

—Y ¿qué? ¿Ko Pha-Ngan ya había pasado de moda?

Keaty asintió con la cabeza.

—Poco le faltaba, pero les venía al pelo. Llevaban yendo a Ko Samui desde que era un secreto, de modo que cuando vieron Ko Pha-Ngan todavía faltaba un año para…

—Un año como mucho. En el noventa y uno me dijeron que la cosa se había jodido.

—Y así fue. Pero ellos ya lo sabían. Sobre todo Daffy. Daffy estaba absolutamente obsesionado. ¿Quieres creer que ni siquiera pisaba Indonesia?

—No sé nada de Daffy.

—Hacía boicot por lo que le ocurrió en Bali. Fue allí una sola vez, a finales de los ochenta, y jamás volvió. No paraba de hablar de lo mal que lo había pasado.

Nos sentamos apoyándonos contra la raíz del árbol y compartimos un cigarrillo. Keaty dio una profunda calada.

—Al menos tienes que reconocerles el mérito.

—Eso, seguro.

—Tenían muy claro lo que estaban haciendo. Cuando Sal me trajo aquí, es decir… hacia… el noventa y tres, casi todo estaba hecho. Habían levantado el barracón y esa especie de techo de ramas ya existía.

—Dos años.

—Ajá —dijo Keaty, pasándome el cigarrillo.

—¿Y cuando llegaste ya estaba toda esta gente?

—Casi todos.

Lo miré y comprendí que no quería irse de la lengua.

—¿Qué significa «casi todos»?

—Casi todos menos los suecos.

—¿Los suecos fueron las únicas personas que aparecieron en dos años?

—Y Jed. Los suecos y Jed.

—No son muchos. Supieron guardar muy bien el secreto.

—Mmm.

Aplasté el cigarrillo.

—¿Y los ceros? ¿Qué significan?

—Eso fue una idea de Daffy —respondió Keaty sonriendo—. Son una fecha.

—¿Una fecha? ¿De cuándo?

—De cuando vinieron por primera vez.

—Creía que eso había sido en el ochenta y nueve.

—Y lo fue. —Keaty se levantó y pateó la «aleta estabilizador»—. Pero Daffy solía llamarlo año cero.