Esa misma tarde, en cuanto comenzó a oscurecer, nos dieron nuestros collares de valvas. No fue en el transcurso de una gran ceremonia ni nada por el estilo. Sal y Bugs se limitaron a avanzar hasta donde estábamos sentados y entregárnoslos. Sin embargo, para mí supuso un gran acontecimiento. A pesar de que todos nos trataban como amigos, el que fuésemos los únicos sin collar ponía de manifiesto nuestra condición de novatos, de modo que su concesión significaba el reconocimiento oficial de que habíamos sido aceptados.
—¿Cuál es el mío? —preguntó Françoise, examinándolos cuidadosamente.
—El que tú quieras, Françoise —repuso Sal.
—Creo que voy a quedarme con éste. Me gusta el color de la valva más grande —dijo Françoise, mirándonos a Étienne y a mí con cierta expresión de desafío.
—¿Cuál quieres, Étienne? —inquirí.
—Elige tú.
—Me da igual.
—A mí también.
—Entonces…
Nos encogimos de hombros y nos echamos a reír. Sal se inclinó para tomar los otros collares de manos de Françoise.
—Aquí tenéis —dijo, solucionando así el problema de la elección.
Eran los dos muy parecidos, aunque el mío llevaba en el centro el brazo de una estrella de mar roja.
—Muchas gracias, Sal —dije, y me lo puse alrededor del cuello.
—Agradéceselo a Bugs, que fue quien lo hizo.
—De acuerdo. Gracias, Bugs. Es un collar realmente bonito.
Bugs asintió con la cabeza, aceptando en silencio el cumplido, y echó a andar hacia el barracón.
Yo no sabía qué pensar de Bugs, lo cual era raro, porque en principio se trataba de la clase de persona que debería haberme caído bien. Era más ancho de hombros y musculoso que yo, y como jefe de los carpinteros se mostraba diestro en los trabajos manuales; además, me daba la impresión de ser muy inteligente. Aunque esto era más difícil de precisar, pues hablaba poco, lo cierto es que cuando lo hacía decía cosas sensatas. Sin embargo, pese a tener tantas cualidades, había algo en él que no acababa de convencerme.
Por ejemplo, el gesto silencioso con que aceptó mi agradecimiento por el collar tenía más que ver con los modos de Clint Eastwood que con el mundo real. En otra ocasión, cuando nos disponíamos a tomar un plato de sopa, Gregorio dijo que esperaría a que se enfriara.
La sopa todavía estaba al fuego y borboteaba. Bugs se empeñó en tomar una cucharada directamente de la olla. Y así lo hizo, sin más. Es un detalle tan insignificante que al mencionarlo casi me siento ridículo, aunque quizá lo que voy a contar ahora sea digno de mención. El lunes de mi segunda semana en el campamento, vi que Bugs trataba de colocar una puerta batiente a la entrada de una cabaña que servía de almacén. La cosa no era fácil, porque sólo tenía dos manos y necesitaba tres: dos para mantener fija la puerta en su lugar y una tercera para sostener el martillo con el que encajar una claveta en la bisagra. Lo observé durante un rato, preguntándome si debía ayudarlo, y cuando estaba a punto de hacerlo el martillo se le escapó de la mano. Al intentar atraparlo, la puerta le cayó sobre una pierna.
—Mierda —dije, y eché a correr hacia él—. ¿Estás bien?
Bugs bajó la mirada. Se había hecho una fea herida en la espinilla de la que chorreaba sangre.
—No pasa nada —dijo, agachándose para recoger el martillo.
—¿Quieres que te ayude a sujetar la puerta?
Bugs negó con la cabeza.
Volví a mi sitio y seguí afilando unas cañas de bambú para hacer arpones. Cinco minutos después fallé un golpe y me hice un corte en el pulgar.
—¡Joder! —grité.
Bugs ni siquiera levantó la cabeza. Cuando Françoise se acercó corriendo hacia mí, aún más bonita por el desasosiego que se había dibujado en su rostro, noté lo a gusto que se sentía Bugs, martilleando estoicamente la clavija mientras la sangre enrojecía el polvo a sus pies.
—Esto duele un montón —le dije a Françoise cuando estuvo a mi lado, esforzándome en levantar la voz lo suficiente para que Bugs me oyera.
Puesto a ello, añadiré otra cosa que me molestaba de Bugs: su nombre.
A mí me parece que hacerse llamar Bugs era como decir: «Soy un tipo estoico y taciturno, pero no me tomo muy en serio. ¡Me hago llamar Bugs Bunny!». En ésta, al igual que en mis otras apreciaciones, no había una verdadera razón para el desagrado, sino para la irritación. Lo cierto era que Bugs se tomaba sumamente en serio.
Dediqué dos semanas a tratar de conocerlo, sin dejar de preguntarme de dónde habría sacado su nombre. Si hubiera sido estadounidense, como Sal, habría supuesto que lo habían bautizado como Bugs Bunny. No es que me ría de los estadounidenses, pero hay que reconocer que de vez en cuando tienen nombres muy raros. Bugs, sin embargo, era sudafricano, y me costaba mucho imaginar que la Warner Brothers gozara de tanta influencia en Pretoria, aunque debo admitir que en cierta ocasión conocí a una sudafricana que se llamaba Goose, oca, así que nunca se sabe.
No importa. Volvamos a la noche en que me entregaron el collar.
—Buenas noches, John.
Silencio… Pánico.
¿Es que no me habían oído? ¿Me habría saltado alguna regla del protocolo? Quizás el valor que me infundía el collar no bastaba, quizá sólo los jefes de grupo podían iniciar el ritual, o quienes llevaban más de doce meses en el campamento…
Mi corazón comenzó a latir violentamente. Entonces empecé a sudar.
«Bueno. Qué se le va a hacer —pensé—. Todo ha terminado. Me iré mañana por la mañana antes del amanecer. Sólo tengo que nadar de regreso a Ko Samui, y probablemente me devoren los tiburones. No importa. Me lo merezco…».
—Buenas noches, Ella —dijo una voz amodorrada.
Me quedé helado.
—Buenas noches, Jesse —susurró otra voz.
—Buenas noches, Sal.
—Buenas noches, Moshe.
—Buenas noches, Cassie.
—Buenas noches, Greg.
—Buenas noches.