CORALES

Me sumergí lastrado por dos piedras del tamaño de una piña, y una vez en el fondo me senté con las piernas cruzadas y sujeté aquéllas en mi regazo para que me impidieran flotar.

Los bancos de coral se extendían a mi alrededor semejantes a pagodas de brillantes colores, fundidas y desplegadas en las cálidas aguas tropicales. Mi presencia hizo que algo casi imperceptible, una leve ondulación de luz difusa, se moviera en el abanico de sus pliegues. Agucé la vista para captar el extraño efecto, pero me resultó imposible. El destello había sido brevísimo y los corales tenían el mismo aspecto de antes.

Frente a mí reposaba una extraña criatura cuyo nombre —pepino de mar— surgió en mi mente tan sólo porque alguna vez lo había oído mencionar. Por mí como si se hubiera llamado calabacín de mar. Tenía unos treinta centímetros de largo y el grosor de mi antebrazo, y presentaba una serie de pequeños tentáculos en el extremo más cercano. Moví uno de los abanicos de coral hacia él para ver qué pasaba. El pepino no se movió, así que, envalentonado, lo toqué con el dedo. Era la cosa más suave que había tocado nunca. Su cuerpo sedoso no ofreció más que una levísima resistencia, por lo que retiré el dedo para no rasgarle la piel.

«Vaya, qué curioso», pensé con una sonrisa. Retener el aliento me colocaba. Por el zumbido de la sangre en los oídos y la creciente presión en los pulmones, calculé que debían de quedarme menos de veinte segundos de inmersión. Elevé la vista. A unos dos metros, y sentado en un saliente rocoso, Keaty movía plácidamente las piernas como un bebé en su cunita, bajo la atenta mirada de un pequeño pez azul particularmente interesado en sus tobillos. Cada vez que pasaban por su lado, parecía estar a punto de darles un bocado, pero se detenía en seco a un par de centímetros de distancia. Luego, cuando se acercaban de nuevo a él, el pez agitaba las aletas y se retiraba, maldiciendo quizá su falta de coraje.

Noté que el agua corría por mis sienes. Al tener la cabeza hacia arriba, la presión del aire encerrado hacía que la máscara se despegase de mi piel. Bajé rápidamente la cabeza y empujé el cristal para restablecer el vacío, pero fue inútil. Había entrado demasiada agua. Solté las piedras del regazo y dejé que mi cuerpo ascendiera hasta la superficie.

Al pasar junto al tobillo de Keaty, lo pellizqué con las uñas como si fuesen unos dientes diminutos.

—¿Por qué lo has hecho?

Me froté la piel allí donde la máscara se ajustaba a mi rostro, pues me picaba. Keaty se restregaba el tobillo.

—Erase una vez un pececito… —dije, y me eché a reír.

—¿Qué pececito?

—El que quería morderte y no se atrevía.

Keaty sacudió la cabeza.

—Pensé que era un tiburón.

—¿Hay tiburones por aquí?

—Millones.

Señaló con el dedo hacia el acantilado que había a su espalda, indicando el mar abierto, y sacudió de nuevo la cabeza.

—Me has dado un buen susto.

—Lo siento.

Salí del agua y me senté a su lado en el saliente rocoso.

—Se lo pasa uno muy bien allí abajo. Sería estupendo contar con una escafandra autónoma o algo parecido. En un minuto no da tiempo de nada.

—O una manguera —apuntó Keaty, sacando del bolsillo una caja de plástico con marihuana y varias hojas de papel de fumar—. Pasé una temporada en Ujung Kulon hace un par de años. ¿Has estado allí?

—En Charita.

—Bien, pues en Ujung Kulon había algunos corales, y los tipos de por allí usaban una manguera. Eso te da cierto margen de tiempo, aunque la verdad es que no te puedes mover mucho. De todos modos…

—No creo que aquí haya una manguera.

—Yo tampoco.

Aguardé a que Keaty terminara de liar el porro.

—De modo que has viajado mucho.

—Bastante. Tailandia, Indonesia, México, Guatemala, Colombia, Turquía, India y Nepal. Y… algo de Paquistán. Estuve tres días en Karachi, durante una escala técnica. ¿Eso cuenta?

—Me parece que no.

—Ya. Y tú, ¿has viajado mucho?

Me encogí de hombros.

—Nunca he estado en América ni en África. Siempre me he movido por Asia. Y por Europa, claro. ¿Qué pasa con Europa? ¿Cuenta?

—No, si tú no cuentas Karachi. —Encendió el canuto—. ¿Tienes algún país favorito?

—Me costaría decidirme entre Indonesia y Filipinas —respondí tras reflexionar un instante.

—¿Y el peor?

—Probablemente China. Hice un viaje asqueroso por China. Cinco días sin hablar con nadie excepto en los restaurantes, para pedir una comida, por cierto, espantosa.

Keaty se echó a reír.

—Donde yo lo pasé peor fue en Turquía. Iba a permanecer un par de meses, pero me fui a las dos semanas.

—¿Y el mejor?

Keaty miró alrededor, dio una profunda calada y me pasó el porro.

—Tailandia. Quiero decir, este lugar, que en realidad no es Tailandia, puesto que hay tailandeses, aunque… Pero… sí, este lugar.

—Este lugar es único… ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

—Algo más de dos años. Conocí a Sal en Chiang Rai y nos hicimos amigos. Viajamos un poco por aquí y por allá. Después me habló de este sitio y me convenció de venir con ella.

Dejé caer al agua la colilla del canuto.

—Háblame de Daffy. Nadie cuenta nada de él.

—Ya. La gente quedó conmocionada al saberlo. —Se rascó la barba, pensativo—. No soy el más indicado para hablarte de él. Apenas lo conocía. Era un poco distante, al menos conmigo. Quiero decir que yo sabía quién era él, pero no hablábamos mucho.

—¿Y quién era?

—¿Me estás tomando el pelo?

—No. Ya te lo he dicho, nadie lo menciona, de modo que…

—¿Todavía no has visto el árbol que está junto a la cascada? —preguntó Keaty, frunciendo el entrecejo.

—Me parece que no.

—¡Mierda! O sea, que no tienes ni idea, ¿verdad, Rich? Y eso que llevas aquí… ¿cuánto? ¿Un mes?

—Un poco más.

—Pero, tío… —sonrió—. Mañana te llevaré a ver el árbol, para que te aclares.

—¿Por qué no ahora?

—Porque quiero nadar… Me encanta hacerlo cuando estoy colocado. Además, ahora me toca a mí usar la máscara.

—Me gustaría mucho…

Keaty se dejó resbalar en el agua.

—Mañana. ¿Qué prisa tienes? Has esperado todo un mes.

Ajustó la cinta de la máscara a la base del cráneo y se sumergió. Fin de la discusión.

—De acuerdo —dije, dejando que la marihuana y la vida en la playa empañaran mi curiosidad—. Mañana, entonces.

Cuando me tocó el turno con la máscara de Gregorio, busqué alguna veladura en los colores del coral, pero el extraño efecto no volvió a repetirse. Los habitantes del lugar permanecieron ocultos en sus pagodas. O quizá mi presencia dejó de inquietarlos.