BUENAS NOCHES, JOHN

No es difícil hacerse a una rutina.

Me levantaba hacia las siete o siete y media, y me iba directamente a la playa con Étienne y Keaty. Françoise sólo venía a nadar con nosotros de vez en cuando, pues luego le costaba Dios y ayuda quitarse la sal de la larga melena. Después regresábamos al campamento y nos lavábamos en la cabaña en que estaba instalada la ducha.

El desayuno era a las ocho. El equipo que se ocupaba de la cocina hervía arroz todos los días, y cada cual le agregaba lo que quería. Casi todos lo comían solo, pero unos cuantos se tomaban la molestia de hervir algo de pescado o unas verduras. Yo no. Los primeros tres días lo mezclamos con nuestros tallarines Maggi para darle algo de sabor, pero cuando éstos se acabaron, seguimos con el arroz a palo seco.

Una vez terminado el desayuno, la gente se dispersaba. Las mañanas eran para trabajar, y todos tenían una tarea asignada. A las nueve el campamento estaba vacío.

Había cuatro tipos de tareas: pescar, cuidar de la huerta, cocinar y lo que hubiera que hacer en la carpintería.

Françoise, Étienne y yo nos dedicamos a la pesca. Antes de que llegáramos, había dos equipos de pesca. Con nosotros fueron tres. Gregorio se integró en nuestro grupo. Moshe y las dos yugoslavas formaban otro, y el tercero estaba compuesto por unos suecos que se tomaban su trabajo muy en serio y todos los días atravesaban a nado las cuevas de los acantilados para salir a mar abierto. A veces regresaban con un pez enorme que provocaba comentarios de admiración por parte de los demás.

Respecto al trabajo, me sentía muy afortunado. De no haber sido por Françoise y Étienne, que se presentaron voluntarios para ir a pescar el primer día, no habríamos dado con Gregorio, y yo quizás hubiera terminado en el equipo que cuidaba de la huerta.

Keaty era miembro de él y se pasaba todo el día quejándose. Su lugar de trabajo estaba a media hora del campamento, cerca de la cascada. El jefe del equipo era Jean, el hijo de un granjero del suroeste de Francia, que pronunciaba su nombre como si se aclarara la garganta y desempeñaba su cargo con mano de hierro. El problema era que se hacía muy difícil cambiar de tarea una vez que habías escogido una. No es que hubiese reglas fijas, pero todo el mundo trabajaba en grupo, de modo que si decidías pasarte a otro equipo provocabas un verdadero trastorno.

Si no me hubiese dado por la pesca, lo más probable es que hubiera intentado unirme a los carpinteros. Las faenas de la cocina carecían de atractivo. Además de que resultaba agotador guisar todos los días para treinta personas, los tres cocineros apestaban a tripas de pescado. El cocinero jefe, apodado Anti-higiénix, guardaba en su tienda un almacén privado de pastillas de jabón. Al parecer, usaba una por semana, lo que no significa que se le notara.

La carpintería estaba dirigida por Bugs, carpintero profesional y novio de Sal. Había construido el barracón así como las cabañas, y suya había sido la idea de unir las ramas de los árboles para conseguir el techo abovedado. A juzgar por el modo en que lo trataba la gente, era obvio que gozaba de un gran respeto, no sólo porque todos dependían de su trabajo, sino también por ser el novio de Sal.

Si había un líder, ése era Sal. Cuando ella hablaba todos escuchaban. Pasaba el día recorriendo los alrededores de la laguna, controlando las diferentes tareas y cuidando que las cosas marcharan en orden. Al principio dedicó mucho tiempo a asegurarse de que nos instaláramos bien, y a veces nadaba con nosotros hasta las rocas, pero al cabo de la primera semana pareció sentirse satisfecha y apenas si la veíamos en las horas de trabajo.

Jed era el único que no tenía una misión específica. Pasaba los días solo y solía ser el primero en salir por la mañana y el último en volver. Keaty me dijo que pasaba mucho tiempo por los alrededores de la cascada y los acantilados. A menudo se marchaba a pasar la noche en algún lugar de la isla, y no era raro que regresase con algo de marihuana fresca, que, obviamente, había conseguido en las plantaciones clandestinas.

La gente comenzaba a regresar al campamento hacia las dos y media. El equipo encargado de la cocina y los pescadores siempre eran los primeros, pues había que ponerse a guisar. Después llegaban los que trabajaban en la huerta, con verdura y fruta, y a las tres todo el mundo se encontraba en el claro.

El desayuno y la cena eran las únicas comidas del día. En realidad, no necesitábamos más. Cenábamos a las cuatro y a las nueve la gente ya solía estar en la cama. No había mucho que hacer al ponerse el sol, aparte de colocarse. Como los aviones que despegaban del aeropuerto de Ko Samui o aterrizaban en él pasaban a baja altura, los fuegos de campamento estaban prohibidos, pues el dosel vegetal no servía para ocultarlos.

Quienes carecían de tienda dormían en el barracón. Tardé un poco en acostumbrarme a pasar la noche junto con otras veintiuna personas, pero muy pronto comencé a pasármelo bien. En el barracón reinaba un gran compañerismo, que Keaty y quienes dormían en las tiendas se perdían. Practicábamos un ritual que, aun cuando no se celebrara todas las noches, siempre me hacía sonreír.

La costumbre procedía de la serie televisiva Los Walton. Al final de cada episodio, aparecía una toma de la casa de los Walton y se les oía darse las buenas noches.

En el barracón el ritual funcionaba de la siguiente forma: cuando la gente estaba a punto de dormirse, una voz somnolienta gritaba desde algún lugar en las tinieblas: «Buenas noches, John». Entonces se producía un breve silencio mientras aguardábamos expectantes, y de repente alguien decía «Buenas noches, Frankie», o Sal, o Gregorio, o Bugs o cualquiera a quien se deseara dar las buenas noches. El aludido tenía que repetir la frase dirigiéndose a alguien diferente, y así hasta nombrar a todos los que ocupábamos el barracón.

Cualquiera podía iniciar el juego y no había orden en la secuencia de nombres. Cuando quedaban ya muy pocos por nombrar, resultaba difícil recordar quién había sido mencionado y quién no, pero eso formaba parte del juego. Si alguien fallaba, respondía un coro de abucheos y exagerados suspiros, hasta que conseguía acertar.

El ritual tenía un sentido más profundo de lo que parece. No se omitía el nombre de nadie, y a Françoise, Étienne y a mí nos desearon las buenas noches desde el primer día.

Lo más bonito era cuando uno no reconocía la voz que pronunciaba su nombre. Siempre encontré reconfortante que alguien se acordara inesperadamente de mí. Me dormía cada noche preguntándome quién habría sido, y de quién me acordaría yo la vez siguiente.