EXPLORACIÓN

El cuarto de baño, una pequeña choza de bambú en la linde del claro, era un buen ejemplo de lo bien organizado que estaba el campamento. Tenía un pequeño banco con un agujero del tamaño de un balón de fútbol, por el que se veía correr el agua de un brazo del arroyo desviado. Un segundo agujero en el tejado permitía el paso de la escasa luz que se filtraba por el dosel de la selva.

Resultaba bastante más agradable, de hecho, que la mayor parte de los cuartos de baño con que uno topa fuera del mundo occidental. Sin embargo, carecía de papel higiénico, y aunque esto no constituyó una sorpresa, había supuesto que dispondría de algunas hojas o algo por el estilo. En vez de eso, había una jarra de plástico junto a la corriente de agua.

En todas las regiones de Asia uno se encuentra con esas jarras de plástico que jamás he conseguido averiguar para qué sirven. Me niego a creer que los asiáticos se limpian con los dedos —una idea ridícula—, pero aparte de emplearlas para lavarse las manos, no veo cuál puede ser su utilidad. Estoy seguro de que no se rocían con el agua. Además de ser un método tan ineficaz como engorroso, lo cierto es que los asiáticos salen del baño secos como un hueso.

De cuantos misterios encierra Oriente, éste debería ser el más fácil de desvelar, aunque parece estar protegido por una gran conspiración de silencio. En cierra ocasión viajé a una pequeña isla cercana a la costa de Luzón acompañado por un amigo de Manila. Un día me lo encontré de pie junto a una zanja, a todas luces preocupado y mirando fijamente los manglares. Cuando quise saber qué le ocurría se ruborizó —lo que hizo que su piel morena adquiriese un tono púrpura— y señaló unos trozos de papel higiénico que flotaban en el agua. La corriente los conducía hacia los edificios, y semejante perspectiva le aterrorizaba. La causa de ello no guardaba relación alguna con la higiene, sino con el hecho de que delataban su costumbre de limpiarse al estilo occidental, algo repugnante para los nativos. Era tanta su vergüenza, que llegó a pensar en lanzarse al pantano para atrapar aquellos papelitos y ocultarlos en cualquier otro sitio.

Solucionamos el problema lanzando piedras al agua hasta que destrozamos o hundimos el papel. Al alejarnos del escenario del crimen, le pregunté cómo se las ingeniaban los nativos, pero se negó a decírmelo. Sólo dio a entender oscuramente que su manera de resolverlo me parecería tan repugnante como a ellos la nuestra. Eso fue lo más cerca que estuve de la verdad.

Afortunadamente sólo necesitaba orinar, lo que me ahorraba cualquier experimento. Decidí que cuando tuviera necesidad de hacer aguas mayores lo resolvería en la selva.

Abandoné el cuarto de baño y me dispuse a cruzar el claro. Aún me sentía ligeramente febril, pero no quería pasar más horas respirando un aire viciado y contemplando la llama oscilante de una vela. Me alejé del barracón con la idea de explorar. También esperaba dar con Françoise y Étienne, cuyo paradero ignoraba desde que había recuperado el sentido. Imaginaba que también andarían explorando.

En el claro había diez tiendas de campaña y cinco cabañas, sin incluir el barracón. Las tiendas sólo se usaban para dormir —vi dentro de ellas mochilas, ropa e incluso una consola Nintendo—, pero todas las cabañas parecían cumplir una función específica. Además del cuarto de baño, había una cocina y un lavadero, alimentados también por distintos brazos del arroyo. El resto de las cabañas se empleaban como almacenes. Una contenía herramientas de carpintería y la otra latas de comida, lo cual me llevó a preguntarme cuánto tiempo llevaría instalado el campamento. Sal había dicho que las plantaciones de marihuana habían aparecido hacía dos años, lo que significaba que los viajeros debían de haber llegado un tiempo antes.

Tiendas, herramientas, alimentos enlatados, consolas Nintendo. Cuanto más veía, más asombrado me sentía. No por el hecho de que el campo estuviese organizado, sino por el modo en que lo estaba. Ninguna de las cabañas parecía más nueva que las demás. Los vientos de las tiendas estaban sujetos con piedras, y éstas perfectamente encajadas en el suelo. No había nada librado al azar, todo parecía calculado: era el diseño en contra de la evolución.

Al caminar por el claro, mirando los toldos de las tiendas y estudiando la bóveda de ramas hasta que me dio tortícolis, mi admiración sólo se vio desafiada por un sentimiento de frustración. No dejaba de hacerme preguntas, cada una de las cuales conducía a otra.

Estaba claro que quienes habían montado el campamento necesitaron un barco. Eso daba a entender la ayuda de tailandeses, lo que, a su vez, sugería cierta clase de ellos. Un buscavidas de Ko Samui podía saltarse las leyes para que unos mochileros pasaran unas pocas noches en una isla de la reserva marina, pero resultaba más difícil imaginarlo transportando cestas llenas de alimentos y herramientas de carpintería.

También me extrañaba que el campamento estuviera tan desierto. Allí había un buen número de personas, y aunque oí voces en un par de ocasiones, nadie se dejó ver.

Al cabo de un rato, la quietud y las voces, distantes y esporádicas, comenzaron a inquietarme. Al principio sólo fue un poco de soledad y autoconmiseración. Sal no debería haberme abandonado a mi destino, sobre todo habida cuenta de que estaba enfermo y era nuevo en el campamento. En cuanto a Françoise y Étienne, si se suponía que eran amigos míos, ¿por qué no se habían interesado por mi estado de salud?

El sentimiento de soledad no tardó en convertirse en paranoia cuando los ruidos de la selva se unieron al de mis pasos en el polvo, que sonaban extrañamente fuertes, y de pronto fui consciente de que actuaba con una falsa desenvoltura, dirigida a quienes sospechaba que me observaban desde los árboles. Incluso la ausencia de Françoise y Étienne era un motivo de inquietud.

Quizá la culpa fuera en parte de la fiebre, y cabe también que se tratase de una reacción normal ante circunstancias anormales. En cualquier caso, aquella imponente quietud me sacaba de quicio. Decidí salir del claro. Regresé al barracón en busca de mis cigarrillos y unos zapatos, pero cambié de idea en cuanto vi la prolongada avenida de sombras que se cernían entre la puerta y mi lecho a la luz de una vela.

Del claro partían varios senderos. Escogí el más cercano.

Tuve suerte y el camino que elegí me llevó directamente a la playa. La arena estaba demasiado caliente para andar descalzo, de modo que troté hasta la orilla y, tras tomar buena nota de por dónde había venido, di mi suerte por echada y torcí a la izquierda.

Me sentó bien abandonar la claustrofóbica caverna formada por las copas de los árboles. Pasear por los bajíos me ayudaba a distraerme.

Desde la cascada había visto el extenso círculo de acantilados graníticos como una barrera que impedía descender, pero ahora esas mismas rocas imposibilitaban el ascenso. Resultaba difícil imaginar una prisión con paredes más formidables, aunque tampoco era sencillo relacionar con una prisión un lugar como aquél. A la belleza de la laguna se añadía la sensación de que los acantilados le servían de abrigo, como si fueran los muros de un castillo puesto del revés. No me había dado la impresión de que Sal se sintiera amenazada por la presencia de la plantación de marihuana y sus guardianes, pero saber que los acantilados se alzaban entre ellos y yo me resultaba muy reconfortante.

La laguna estaba casi exactamente dividida entre la tierra y el mar. Estimé en un kilómetro y medio su diámetro, aunque nunca se me dio bien calcular distancias. Ahora que me encontraba más cerca de los acantilados que daban al mar que de los que miraban a la cascada, podía observar rasgos de la superficie rocosa que no había visto antes. A lo largo de la línea de la costa, había agujeros negros y cavernas que parecían penetrar profundamente en los acantilados, lo bastante grandes para permitir el paso de un barco pequeño. El mar aparecía salpicado de pedrejones, lustrosos allí donde los lamían las olas y alisados por siglos de lluvia tropical.

Llevaba andados unos centenares de metros por la playa cuando vi unas formas chapotear en torno a uno de los pedrejones más voluminosos. Por extraño que parezca, lo primero que pensé fue que se trataba de focas, hasta que caí en la cuenta de que era imposible que hubiese focas en Tailandia. Entonces me fijé mejor y comprobé que se trataba de personas. Al fin había dado con alguien.

Movido por un vago instinto de cautela, me abstuve de llamarlos. En lugar de ello, atravesé de nuevo, al trote, la playa hasta la linde de la selva, donde me senté a esperar que regresasen los bañistas. Vi huellas en la arena, camisetas y, para mi deleite, un paquete abierto de Marlboro. Tras dudar una millonésima de segundo, saqué uno.

Satisfecho por el momento, me dediqué a lanzar anillos de humo al aire en calma, para acabar descubriendo que en la playa los anillos de humo se elevaban, rápidamente y sin disiparse, hasta las hojas de palmera que colgaban por encima de mi cabeza. Me costó varias caladas comprender que el fenómeno se debía al aire caliente que subía de la arena abrasada por el sol.

Los bañistas resultaron menos desconcertantes. Estaban pescando con arpones. Salían del mar y miraban el agua en torno a ellos, con los arpones a punto. De repente, los lanzaban todos a la vez, se zambullían, salpicaban un poco y repetían el proceso. Al parecer capturaban muchos peces.