Supuse, por el calor, que era una hora muy avanzada de la mañana. Era lo único que revelaba el paso del tiempo en el barracón sólo iluminado por la luz de la vela.
Al pie de la cama estaba sentada una mujer con las piernas cruzadas y las manos abiertas sobre unas rodillas ocres. Semejaba un Buda con acento norteamericano y grandes pechos perfectamente dibujados a través de una camiseta color azafrán. Tenía la cara redonda, la larga melena echada hacia atrás y un collar de conchas en torno al cuello. A su espalda ardían unas barritas de incienso de las que se elevaban espirales de humo perfumado.
—Termínatela, Richard —dijo, mirando fijamente el cuenco que yo sostenía entre las manos, un coco cortado por la mitad y casi vacío ya de una empalagosa sopa de pescado—. Termínatela del todo.
Me llevé el cuenco a la boca, y el olor del incienso se mezcló con el aroma dulzón del pescado.
—No puedo, Sal —repuse, sacudiendo la cabeza.
—Debes hacerlo, Richard.
—Voy a vomitar.
—Tómatela, Richard.
Tenía el hábito, frecuente entre los norteamericanos, de utilizar el nombre de uno todo el rato. Resultaba una manera de hablar tan íntima como artificial y forzada.
—No puedo. De veras.
—Te sentará bien.
—Me la he tomado casi toda. Mira.
Alargué el cuenco para que lo comprobara y nuestras miradas se cruzaron sobre las sábanas ensangrentadas.
—De acuerdo —dijo ella con un suspiro—. Supongo que será suficiente. —Cruzó los brazos, aguzó la mirada y añadió—: Richard, tenemos que hablar.
Estábamos solos. De vez en cuando entraba y salía alguien, pero lejos de mi vista. Oía la puerta abrirse en el extremo opuesto del barracón, y un pequeño rectángulo de luz atravesaba las tinieblas hasta que la puerta se cerraba de golpe.
Sal pareció entristecerse cuando describí mi descubrimiento del cadáver de Mister Duck. No fue una reacción intensa: cerró los ojos y apretó los labios. Supuse que Françoise y Étienne ya le habían hablado de ello, de modo que la noticia carecía del impacto que podía haber causado. No resultaba fácil interpretar su reacción. Parecía tener más que ver conmigo que con cualquier otra cosa, como si lamentara que yo hubiese contemplado algo tan espantoso.
Aparte de eso Sal no dejó entrever otro sentimiento. No me interrumpió ni frunció el entrecejo, ni sonrió ni sacudió la cabeza. Todo cuanto hizo fue permanecer sentada en su inmóvil posición de loto, y escucharme. Al principio su impavidez me resultó desconcertante, y me detenía al final de cada frase para darle ocasión de comentarla, pero ella sólo aguardaba a que continuase. No tardé en hablar como si estuviera ante un magnetófono o un cura.
De hecho, era tan parecido a esto último que me sentí como en un confesonario. Hablé de mi pánico en la explanada con la misma sensación de culpa con la que intenté justificar mis mentiras a la policía tailandesa. El silencio con que ella escuchó mi relato fue como una absolución. Incluso me permití una velada referencia a la atracción que sentía hacia Françoise, sólo por aliviar mi corazón. Se trataba de una referencia demasiado velada, quizá, como para que se percatara de ella, pero ésa era precisamente mi intención.
Sólo omití mencionar que había informado de la existencia de la isla y su ubicación a otras dos personas. Estaba claro que debía contarle lo de Zeph y Sammy, pero supuse que no le gustaría nada enterarse de que había revelado su secreto. Era mejor esperar hasta conocer más detalles de todo aquel asunto y no adelantarse a los acontecimientos.
Tampoco hablé de mis sueños con Mister Duck, pero se trataba de algo muy diferente. No había razón para hablar de ello.
Con la intención de dejar claro que la historia terminaba con mi desmayo al llegar al campamento, saqué medio cuerpo de la cama y extraje mis cigarrillos de la bolsa de basura. Sal sonrió, con lo que desapareció la atmósfera confesional y regresamos a la semifamiliaridad de antes.
—Eh —dijo ella, alargando la palabra con su lenta pronunciación norteamericana—. Veo que has traído provisiones.
—Ajá —contesté, incapaz de decir otra cosa mientras encendía un cigarrillo con la llama de la vela—. Soy el rey de los adictos.
—Ya lo veo —repuso ella con una sonrisa.
—¿Quieres uno?
—No, gracias.
—¿Lo estás dejando?
—Ya lo he dejado. Deberías intentarlo, Richard. Aquí es más fácil.
Di unas cuantas caladas sin tragar el humo para que desapareciera el sabor de la cera.
—Lo dejaré cuando cumpla los treinta, más o menos. Cuando tenga críos.
Sal se encogió de hombros.
—Como quieras —dijo llevándose los dedos a las cejas para enjugarse el sudor—. Bien, Richard, por lo visto tu llegada aquí ha sido toda una aventura. En circunstancias normales, nuestros invitados pasan siempre por una supervisión, pero tus circunstancias son sumamente insólitas.
Aguardé a que se explicara mejor, pero no lo hizo. En lugar de ello descruzó las piernas como si se dispusiera a irse.
—Y ahora, ¿puedo hacerte algunas preguntas, Sal?
Ella echó un rápido vistazo a su muñeca. No llevaba reloj; fue un movimiento meramente instintivo.
—Tengo mucho trabajo que hacer, Richard.
—Por favor, Sal. Hay tantas cosas que quisiera preguntarte…
—Estoy segura, pero las respuestas llegarán en su momento. No hay prisa.
—Sólo unas pocas.
Ella cruzó las piernas de nuevo.
—Cinco minutos.
—De acuerdo… Lo primero que me gustaría saber es qué hacéis aquí. Quiero decir, ¿qué es esto?
—Es un lugar de descanso en la playa.
—¿Un lugar de descanso en la playa? —repetí, con el entrecejo fruncido.
—Un sitio al que ir de vacaciones.
Fruncí aún más el entrecejo. Por el modo en que me miró advertí que mi expresión le resultaba divertida.
Intenté decir «¿Vacaciones?», pero la palabra se ahogó en mi garganta. No creía que fuese la más adecuada. Abrigaba sentimientos ambiguos respecto de la diferencia entre turistas y viajeros, y aunque cuanto más viajaba menor me parecía ésta, el hecho era que los turistas se iban de vacaciones, mientras que los viajeros afrontaban una experiencia muy diferente: los viajeros viajaban.
—¿Qué idea te habías hecho de este lugar? —preguntó Sal.
—No lo sé. —En realidad, no me había hecho ninguna idea. Expelí el humo lentamente.
Pero, desde luego, no pensaba en un lugar de descanso en la playa.
Ella sacudió una mano regordeta.
—Bueno… Te estaba tomando el pelo, Richard. Es obvio que se trata de algo más que un lugar de descanso en la playa. Venimos aquí para relajarnos, pero no es un simple lugar de descanso, pues intentamos alejarnos de los lugares de descanso. Dicho de otro modo, intentamos que esto no se convierta en un lugar de descanso en la playa. ¿Lo entiendes?
—No.
Sal se encogió de hombros.
—Ya lo verás, Richard. No es tan complicado.
Yo entendía lo que pretendía decir, pero no estaba dispuesto a admitirlo. Quería que me hablara de la isla de Zeph, una comuna de librepensadores. Un centro de vacaciones era algo demasiado vulgar, teniendo en cuenta las dificultades a que habíamos tenido que enfrentarnos, y me invadió una ola de amargura al recordar el mal momento que habíamos pasado en el mar y el terror que se había apoderado de nosotros en lo alto de la montaña.
—No pongas esa cara de desilusión, Richard.
—No. No estoy… Estoy…
Sal se inclinó y me tomó de la mano.
—Pronto te parecerá un lugar maravilloso, siempre y cuando lo aprecies por lo que es.
—Lo siento, Sal —dije, sacudiendo la cabeza—. No quería parecer desilusionado. De hecho, no lo estoy. Quiero decir que este barracón y los árboles de ahí fuera… Es asombroso. —Me eché a reír—. Es una tontería por mi parte, de verdad. Supongo que esperaba algo así como… una ideología o algo parecido. Un propósito.
Dejé de hablar mientras apuraba el cigarrillo. Sal no hizo ademán de marcharse.
—¿Qué me dices de los pistoleros en la plantación de marihuana? —pregunté, apagando la colilla y guardándola en el paquete—, ¿tienen algo que ver con vosotros?
Sal negó enérgicamente con la cabeza.
—¿Son señores de la droga?
—Creo que llamarlos «señores de la droga» es un poco excesivo. Tengo la sensación de que las plantaciones son propiedad de antiguos pescadores de Ko Samui, pero no estoy muy segura. Aparecieron hace un par de años y se hicieron con la mitad de la isla. Ya no podemos ir por allí.
—¿Cómo se las arreglan para eludir a las autoridades?
—Igual que nosotros. Sin dar señales de vida. Además, es probable que la mitad de los guardias de la reserva marina estén metidos en el negocio, de manera que les interesa mantener alejados a los barcos de los turistas.
—Pero ellos saben que estáis aquí.
—Desde luego, pero ¿qué van a hacer? ¿De qué les valdría ir con el cuento a la policía? Si viene a por nosotros también irá a por ellos.
—Entonces ¿no hay problemas entre vosotros?
Sal se llevó una mano al collar de conchas que colgaba de su cuello.
—Ellos se mantienen en su mitad de la isla, y nosotros en la nuestra —repuso en tono áspero. Y, sin más, se puso de pie y comenzó a sacudirse el polvo de la falda—. Ya está bien de charla, Richard. De verdad que aún me espera trabajo, y tú todavía tienes fiebre. Necesitas descansar.
No me molesté en protestar, y Sal comenzó a alejarse, mientras su camiseta seguía reflejando la luz de la vela con mayor intensidad que su piel y su falda.
—Una pregunta más —dije, y ella se volvió—. El hombre de Bangkok… ¿Le conocías?
—Sí —respondió, y echó a andar de nuevo.
—¿Quién era?
—Un amigo.
—¿Vivía aquí?
—Era un amigo —repitió.
—Pero… De acuerdo. Sólo una pregunta más.
Sal no se detuvo. Su camiseta color azafrán era lo único que se veía de ella en medio de las tinieblas.
—¡Sólo una! —Su voz regresó flotando hasta mí—. ¿Qué?
—¿Dónde está el cuarto de baño?
—Fuera, la segunda choza siguiendo el perímetro del campamento.
La brillante astilla de luz que atravesaba la puerta del barracón desapareció al cabo de un instante.