Me cubrí los ojos con el brazo y me tumbé. En lo alto de la cascada Étienne me anunciaba, con voz entrecortada, que iba a saltar. Desde donde se encontraba no tenía modo de ver al hombre entre los árboles.
No me tomé la molestia de contestarle.
—¿Estás bien? —oí que me preguntaba el hombre, y la hierba crujió bajo sus pasos—. Perdona. Debes de estar… realmente asustado.
«¿Asustado? —pensé—. En absoluto. Estoy muy tranquilo».
De verdad lo estaba. Era como si flotase. Entre mis dedos el cigarrillo ardía calentándome la piel.
—¿Quién eres tú para llamarme PN? —murmuré.
El hombre se inclinó para comprobar si me había desmayado y su sombra cayó sobre mi rostro.
—¿Has dicho algo?
—Sí, lo he dicho.
Étienne gritó al saltar, y el ruido que hizo al zambullirse se unió al de la cascada, que a su vez sonaba como un helicóptero.
—He dicho que quién eres tú para llamarme PN —insistí.
El hombre tardó un poco en responder.
—¿Habías estado antes aquí? Tu cara no me suena.
—Claro que he estado aquí —contesté con una sonrisa—. En sueños.
Charlie. MIA. KIA. LZ. ZM. PN.
Jerga y siglas del Vietnam. PN.
PN. Alguien que hace su primer viaje a Vietnam. Un Puto Novato.
¿Dónde aprendí esas cosas?
Vi 84 Charlie Mopic en 1989. Y Platoon en 1986. Mi amigo Tom me dijo: «Rich, ¿quieres ver Platoon?». «De acuerdo», respondí, y me dedicó una sonrisa burlona. «Pues búscate a alguien que te acompañe». Siempre hacía chistes así, le resultaba tan natural como respirar. Fuimos a verla esa misma tarde, en el Swiss Cottage Odeon, sala uno.
Mil novecientos noventa y uno. Estoy en una sala de aeropuerto haciendo tiempo antes de iniciar un largo vuelo a Yakarta.
«¿Eric Lustbader?», sugirió Sean, y negué con la cabeza. Había visto a Michael Herr enviando sus crónicas. Las horas pasaron deprisa.
¿Puto Novato? Ya, pero aunque camine por el valle de la muerte, no tendré miedo alguno, pues soy el mayor hijo de puta del valle.
¿Novato en qué?
El hombre se internó entre los árboles y nosotros lo seguimos. Unas veces cruzábamos los meandros del arroyo que nacía en la laguna, otras atravesábamos calveros, en uno de los cuales vimos los rescoldos de una fogata rodeada de cabezas de pescado carbonizadas.
Durante la caminata no abrimos la boca. Lo único que nos dijo el hombre fue su nombre: Jed. Eludió otras cuestiones.
—Ya hablaremos en el campamento —dijo—. Tenemos tantas preguntas que haceros como vosotros a nosotros.
A primera vista el campamento era tal como me lo había imaginado: un claro extenso y polvoriento rodeado de aquellos árboles semejantes a cohetes y salpicado de cabañas de bambú. La presencia de unas pocas tiendas parecía hasta cierto punto incongruente, pero por lo demás tenía todo el aspecto de las aldeas del Sureste Asiático que tan familiares me resultaban. En el extremo más alejado se levantaba un barracón junto al que aparecía de nuevo el arroyo que nacía en la laguna y que en esa parte bordeaba el claro. La rectitud de las riberas revelaba que había sido desviado artificialmente.
Sólo después de haberlo observado todo, caí en la cuenta de que había algo extraño en la luz. El bosque tenía sitios claros y oscuros, pero el campamento se mantenía en una constante penumbra más cercana al crepúsculo que a la luz diurna. Miré hacia arriba, siguiendo el tronco de uno de aquellos árboles gigantes. Su altura bastaba para quitar el aliento, a lo cual contribuía el que hubiesen cortado las ramas más bajas a fin de que se apreciaran mejor sus dimensiones. Las ramas comenzaban a crecer de nuevo más arriba, y se unían por encima del claro con la del árbol de al lado. El punto de unión parecía extraordinariamente espeso y compacto, y al fijarme mejor advertí que los brazos se enroscaban el uno sobre el otro, formando un dosel de hojas del que colgaban unas enredaderas semejantes a estalactitas.
—Camuflaje —dijo Jed detrás de mí—. No queremos que nos vean desde el aire. Pasan aviones de vez en cuando. No muy a menudo, pero sucede. —Señaló hacia arriba—. Al principio teníamos que atar las ramas con cuerdas, pero ahora ya crecen así. Procuramos cortarlas con cierta frecuencia para que la sombra no sea excesiva. Impresionante, ¿verdad?
—Pasmoso —repuse yo, tan fascinado por lo que estaba viendo que no me percaté de la gente que se acercaba a nosotros procedente del barracón. Eran tres personas, para ser exactos. Dos mujeres y un hombre.
—Sal, Cassie y Bugs —dijo una de las mujeres al acercarse—. Yo soy Sal, pero no tratéis de memorizar nuestros nombres. —Esbozó una cálida sonrisa y añadió—: De lo contrario os haréis un lío cuando conozcáis a los demás; ya habrá tiempo para aprenderlos todos.
Era poco probable que olvidara a Bugs, pensé, intentando no echarme a reír. Fruncí el entrecejo y me llevé las manos a las sienes. Tenía la cabeza cada vez más ida desde que había saltado al estanque. Ahora la sentía como si estuviera a punto de alejarse flotando de mis hombros.
—Françoise, Étienne y Richard —dijo al instante Françoise.
—¡Sois franceses! ¡Maravilloso! Sólo tenemos a un francés entre nosotros.
—Richard es inglés —puntualizó Françoise, y me apresuré a inclinar la cabeza con tal ímpetu que me salió una reverencia.
—¡Maravilloso! —exclamó de nuevo la mujer, observándome atentamente con el rabillo del ojo—. Bien, será mejor que comáis algo. Debéis de estar hambrientos. —Se volvió hacia el hombre y le dijo—: Bugs, ¿habrá sobrado algo de estofado? Ya tendremos mucho tiempo para charlar y conocernos mejor, ¿de acuerdo?
—Estupendo, Sal —grité, alborozado—. ¿Sabes que tienes mucha razón? Estoy hambriento. —La risa que antes había sabido contener se hizo ahora franca y rotunda—. Sólo hemos comido unos tallarines Maggi fríos y chocolate… No pudimos traer el hornillo de Étienne, y además…
Jed intentó sostenerme al advertir que me desmayaba, pero no llegó a tiempo. Al desplomarme, su rostro alarmado cedió el paso a un agujero de cielo azul en el techo abovedado; fue lo último que vi antes de sumirme en las tinieblas.