TIERRA ADENTRO

Nos pusimos en marcha inmediatamente después del desayuno, que consistió en media barra de chocolate para cada uno y tallarines remojados con el agua de nuestras cantimploras. No tenía sentido andar por ahí haraganeando. Necesitábamos encontrar agua fresca y, según el mapa de Mister Duck, la playa estaba al otro lado de la isla.

Al principio caminamos siguiendo la línea de la costa, pero la arena no tardó en ceder el paso a unos guijarros puntiagudos y éstos a unas rocas infranqueables. Lo intentamos por el otro extremo, con lo que perdimos un tiempo precioso mientras el sol ascendía, pero encontramos el mismo obstáculo. No teníamos otra opción que encaminarnos tierra adentro. El desfiladero entre los dos picos era nuestro objetivo, así que nos echamos las bolsas de basura al hombro y nos internamos en la selva.

Los primeros doscientos o trescientos metros fueron los más difíciles. Entre las palmeras crecía un extraño arbusto trepador cuyas hojas cortaban como cuchillas, y no teníamos otro remedio que abrirnos paso entre ellas. Sin embargo, en cuanto penetramos más en la isla y el terreno comenzó a elevarse, las palmeras fueron reemplazadas por unos árboles que semejaban herrumbrosos cohetes espaciales ahogados por la hiedra, con raíces de tres metros que se extendían a partir del tronco, como aletas estabilizadoras. A medida que las copas de los árboles se hacían más frondosas, disminuía la luz del sol que se filtraba a través de ellas, así como la vegetación que crecía a ras del suelo. De vez en cuando topábamos con una densa cortina de bambús, pero enseguida encontrábamos un lugar por el que pasar, abierto por algún animal o por una rama caída.

Después de la descripción que Zeph había hecho de la selva, con plantas del Jurásico y sus pájaros de extraños colores, me sentía vagamente desilusionado por la realidad. Aquello se parecía más a un bosque inglés en el que mi estatura se hubiera visto reducida a una décima parte, aunque no faltaban algunos detalles verdaderamente exóticos. Vimos varios pequeños monos marrones huir por las ramas de los árboles. Lianas iguales a las de las películas de Tarzán colgaban sobre nosotros como estalactitas… Y había agua. Agua que nos goteaba en el cuello aplastándonos el pelo y pegándonos la camiseta al pecho. Había tanta agua que dejó de constituir un problema el que llevásemos las cantimploras medio vacías. Bastaba con colocarse bajo un árbol y agitarlo para conseguir un par de buenos tragos, así como una ducha rápida. Mis esfuerzos por mantener seca la ropa durante la travesía a nado me parecieron una ironía ahora que la tenía empapada en tierra firme.

Al cabo de dos horas de caminata llegamos al pie de una ladera muy empinada. Nos vimos obligados a escalarla agarrándonos de los robustos tallos de los helechos para evitar resbalar a causa del barro o las hojas muertas. Étienne, que fue el primero en llegar a la cumbre, desapareció al otro lado del borde para reaparecer al cabo de pocos segundos, absolutamente entusiasmado.

—¡Daos prisa! —gritó—, ¡es impresionante!

Yo redoblé mis esfuerzos, dejando atrás a Françoise.

La ladera conducía a una especie de explanada grande como un campo de fútbol, tan lisa y despejada que parecía fuera de lugar en la maraña de la jungla que la rodeaba. La ladera continuaba por encima de nosotros hasta lo que parecía una segunda explanada, y seguía ascendiendo hasta el desfiladero.

Étienne había avanzado por la explanada y se encontraba en medio de unos arbustos, mirando alrededor con los brazos en jarras.

—¿Qué te parece? —preguntó.

Miré a mis espaldas. Abajo, a lo lejos, se divisaba la playa a la que habíamos llegado a nado y, entre otras muchas islas, aquella donde habíamos escondido las mochilas.

—No imaginaba que el parque marino fuera tan grande —contesté.

—Sí, es enorme; pero no me refiero a eso.

Me volví para examinar la explanada, llevándome un cigarrillo a los labios. Mientras hurgaba en los bolsillos en busca del mechero, me percaté de algo muy curioso: las plantas que nos rodeaban tenían un aspecto vagamente familiar.

—¡Joder! —exclamé y el cigarrillo se me cayó de los labios.

—Eso mismo.

—¿Marihuana?

Étienne asintió con la cabeza.

—¿Habías visto tanta alguna vez?

—Nunca… —Arranqué unas hojas de la planta más cercana y las restregué entre las manos. Étienne siguió avanzando por la explanada.

—Podríamos llevarnos unas cuantas, Richard —dijo—. Las secaríamos al sol y… —Hizo una pausa y agregó—: Espera un poco. Aquí pasa algo raro.

—¿Qué?

—Verás, el caso es que… estas plantas… —Se agachó y luego se volvió raudo hacia mí. En su rostro había empezado a dibujarse una sonrisa, pero palideció y abrió los ojos como platos. Esto es una plantación.

Me quedé helado.

—¿Una plantación?

—Sí. Mira las plantas.

—¿Cómo va a ser esto una plantación? Quiero decir, estas islas…

—Las plantas crecen en hileras.

—En hileras…

Nos miramos fijamente.

—Entonces la hemos cagado —mascullé.

Étienne echó a correr hacia mí.

—Françoise…

—Viene… —La cabeza me daba vueltas—. Detrás —acerté a añadir cuando él ya se asomaba por el borde de la explanada.

—No está.

—Pero si venía detrás de mí. —Me acerqué al borde y miré—. Quizás haya resbalado.

Étienne se incorporó.

—Voy a bajar. Tú mira desde aquí.

—De acuerdo.

Comenzó a deslizarse por el barro, y entonces vislumbré el destello amarillo de la camiseta de Françoise entre unos árboles cercanos. Étienne ya había llegado casi hasta la mitad de la ladera, así que le arrojé un guijarro para llamar su atención. Soltó un juramento y volvió a ascender.

Françoise subió a la explanada remetiéndose la camiseta en los pantalones.

—He tenido un apuro —gritó.

Le indiqué con gestos frenéticos que bajara la voz. Ella se llevó una mano abierta a la oreja.

—¿Qué? ¿Sabes que he visto gente en la montaña? Viene hacia aquí, imagino que desde la misma playa que nosotros…

—¡Haz que se calle, Richard! —me pidió Étienne al oírla desde donde se encontraba.

Eché a correr hacia ella.

—¿Qué haces? —gritó Françoise cuando la alcancé y la tiré al suelo.

—¡Calla! —la conminé, tapándole la boca con la mano.

Se retorció, pero la estreché con fuerza empujándole la cabeza contra el suelo.

—Estamos en una plantación de marihuana —susurré, vocalizando—, ¿entiendes?

Los ojos casi se le salieron de las órbitas, y comenzó a resoplar por la nariz.

—¿Lo has entendido? —siseé de nuevo—. En una puta plantación de marihuana.

Étienne llegó por detrás y empezó a tirar de mis brazos. Solté a Françoise y, por una razón que aún me resulta incomprensible, me lancé a su cuello. Él eludió mi ataque y me rodeó el pecho con los brazos.

Traté de luchar, pero Étienne era muy fuerte.

—¡Suéltame, imbécil! ¡Alguien se acerca!

—¿Por dónde?

—Por la montaña —susurró Françoise, pasándose la mano por la boca—. Los tenemos encima.

—No veo a nadie —dijo Étienne mirando hacia la segunda explanada y aflojando la presa—. Escuchad. ¿Qué es eso?

Permanecimos en silencio, pero todo cuanto yo notaba era la sangre golpeándome en los oídos.

—Voces —añadió en voz muy baja Étienne—, ¿las oís?

Presté atención de nuevo y finalmente las percibí, distantes pero cada vez más claras.

—Es tailandés.

Tragué saliva.

—¡Mierda! ¡Hay que salir pitando de aquí! —exclamé, y me disponía a hacerlo cuando Étienne me retuvo en el sitio.

—Richard —dijo, con un gesto de sosiego que se impuso al miedo que me sobrecogía—. Si echamos a correr nos verán.

—¿Qué vamos a hacer entonces?

—Escondernos ahí —respondió, señalando un espeso matorral.

Tendidos boca abajo en el suelo, atisbamos entre el follaje a la espera de que apareciesen.

Al principio nos dio la impresión de que pasarían fuera del alcance de nuestra vista, pero de repente se quebró una rama y un hombre se metió en el campo de marihuana por donde Étienne y yo habíamos estado unos minutos antes. Era joven, de unos veinte años, con el físico de alguien que practica kick-boxing. Llevaba el musculoso pecho desnudo y vestía pantalones militares de color verde oscuro, holgados y con bolsas cosidas a las perneras. Empuñaba un largo machete y un fusil automático colgaba de su hombro.

Françoise se había pegado a mí, y temblaba. La miré para tranquilizarla, con el rostro crispado. Ella levantó las cejas, como si esperara una explicación. Yo sacudí la cabeza con gesto de impotencia.

Apareció un segundo hombre, de más edad, también armado. Se detuvieron e intercambiaron unas palabras. Aunque estaban a más de veinte metros, el curioso acento de su idioma se oyó nítidamente. Otro hombre los llamó desde la selva, y se marcharon por la ladera por la que nosotros habíamos subido.

Dos o tres minutos después de que se terminara su cantarina conversación, Françoise se echó a llorar. Étienne tampoco pudo contener las lágrimas; estaba boca arriba y se tapaba los ojos con los puños.

Los observé desconcertado, como si estuviera en el limbo. El descubrimiento de la plantación y los nervios que había pasado me habían dejado aturdido. Me puse de rodillas; tenía la cara bañada en sudor y era incapaz de pensar.

—Bueno —dije en cuanto conseguí sobreponerme—, Étienne tiene razón. No saben que estamos aquí, pero pueden enterarse en cualquier momento. —Eché mano a mi bolsa—. Tenemos que irnos.

Françoise se levantó, secándose los ojos con la camiseta manchada de barro.

—Sí —murmuró.— Vamos, Étienne.

Étienne asintió con la cabeza.

—Richard —dijo con voz grave—. No quiero morir en este lugar.

Abrí la boca para hablar, pero no sabía qué decir.

—No quiero morir en este lugar —repitió—. Tienes que ponernos a salvo.