En el techo de mi dormitorio brillan cien estrellas fosforescentes. Tengo lunas en cuarto creciente, lunas llenas, planetas con los anillos de Saturno, constelaciones completas, lluvias de meteoros y una galaxia giratoria con un platillo volante en la cola. Me las regaló una amiga mía a quien le sorprendió que yo permaneciese despierto mientras ella dormía. Lo descubrió una noche, al levantarse para ir al baño, y al día siguiente me compró aquel planetario fosforescente.
Resultaba muy extraño. Hacía que el techo desapareciese.
—Mira —susurró Françoise para no despertar a Étienne—. ¿Lo ves?
Seguí la dirección de su brazo hasta más allá de la fina muñeca, el inexplicado tatuaje y la línea de su dedo, hacia el millón de puntos luminosos.
—No —musité— ¿dónde?
—Allí… Se está moviendo. ¿No ves ese punto brillante?
—Pues…
—Baja un poco la mirada, a la izquierda, y…
—Ahora lo veo. Qué curioso…
Un satélite que reflejaba sólo Dios sabe si la Luna o la Tierra, navegaba rápidamente a través de las estrellas. Aquella noche su órbita cruzaba el golfo de Tailandia y después, quizá, los cielos de Dakar o de Oxford.
Étienne se agitó en sueños, gruñendo con la cabeza apoyada en la bolsa de basura que le servía de almohada.
Un pájaro nocturno emitió un breve gorjeo en el bosque, a nuestras espaldas.
—Oye, ¿quieres que te cuente algo divertido? —pregunté, apoyándome en los codos.
—¿Sobre qué?
—Sobre el infinito. Pero sin complicaciones. Me refiero a que no necesitas una licenciatura en…
Françoise movió la mano y la punta del cigarrillo que sostenía entre los dedos trazó una línea roja en el aire.
—¿Eso quiere decir que sí? —susurré.
—Sí.
—De acuerdo. —Tosí—. Si supones que el universo es infinito, debes convenir en que hay un infinito número de probabilidades de que las cosas ocurran, ¿de acuerdo?
Asintió con la cabeza y dio una calada a su cigarrillo.
—Bien. Si las probabilidades de que algo suceda son infinitas, entonces sucederá, por muy improbable que nos parezca.
—Ajá.
—Eso significa que en algún lugar del espacio hay otro planeta qué por una serie increíble de coincidencias se ha desarrollado del mismo modo que el nuestro. Hasta el mínimo detalle.
—¿Ahí afuera?
—Exactamente. Hay un planeta igual a éste, excepto en que esa palmera de allí está colocada medio metro a la derecha. Y otro en que está medio metro a la izquierda. De hecho, hay planetas que sólo se diferencian por un infinito número de variaciones respecto a esa palmera particular, a lo largo de un tiempo infinito…
Françoise permaneció en silencio. Me pregunté si se habría quedado dormida.
—¿Qué te parece? —inquirí.
—Interesante —musitó—. En esos planetas, todo lo que pueda suceder, sucederá.
—Desde luego.
—Entonces, en otro planeta quizá yo sea una estrella de cine.
—Así es. Vives en Beverly Hills y el año pasado te llevaste todos los Oscar.
—¡Qué bien!
—Sí, pero no olvides que en algún otro lugar tu película fue un fracaso.
—¿De veras?
—Un desastre. Los críticos te pusieron por los suelos, la productora perdió una fortuna y tú te entregaste a la bebida y al Valium. Algo horroroso.
Françoise se volvió hacia mí.
—Háblame de otros mundos —dijo con una sonrisa; a la luz de la luna sus dientes brillaron como la plata.
—Bueno —repuse—. Hay un montón de mundos de los que puedo hablarte.
Étienne se agitó de nuevo.
Me incliné y besé a Françoise. Ella se apartó, o se rió, o sacudió la cabeza, o cerró los ojos y me devolvió el beso. Étienne despertó e, incrédulo, torció la boca en una mueca. Étienne dormía. Yo dormía mientras Françoise besaba a Étienne.
Todas esas cosas sucedieron a años luz de las bolsas de basura que teníamos por almohadas y del sonido constante de la marejada.
Cuando Françoise cerró los ojos y su respiración alcanzó el ritmo del sueño, abandoné mi sábana de plástico y caminé hasta la playa. Me detuve en los bajíos, donde la marea se llevaba la arena bajo mis pies. Las luces de Ko Samui brillaban en el horizonte como una señal del crepúsculo. Las estrellas se extendían tan lejanas como en el techo de mi casa.