Françoise dijo que estaba a un kilómetro; Étienne, que a dos. Yo no sirvo para calcular distancias en el agua, pero sugerí que uno y medio. Se trataba de un buen trecho, en cualquier caso.
La isla era ancha, con sendos picos elevados en los extremos, unidos por un desfiladero hacia la mitad de su altura. Pensé que se trataba de dos antiguos volcanes inactivos, lo bastante cercanos para comunicarse a través de las corrientes de lava. Fuera cual fuere su origen, era unas cinco veces más grande que la isla en que estábamos en ese momento, y los claros de su vegetación revelaban unas paredes de roca que confiaba en no verme obligado a escalar.
—¿Estás segura de que podemos hacerlo? —pregunté, más para mí mismo que para los demás—. Podemos —respondió Françoise.
—Podemos intentarlo —la corrigió Étienne, y se fue en busca de la mochila que había envuelto con unas bolsas de basura compradas aquella mañana en el restaurante.
El equipo A: una serie de televisión que había sido un éxito cuando yo tenía catorce años.
El grupo estaba formado por Barracus, Phoenix, Murdoch y Hannibal, cuatro veteranos de Vietnam acusados de un crimen que no habían cometido, que trabajaban como mercenarios atrapando a aquellos criminales a quienes la ley no conseguía echarles el guante.
Fue un fracaso. Hubo un momento en que el artefacto de Étienne dio la impresión de flotar. Se hundió en sus tres cuartas partes, pero el resto se mantuvo por encima del agua como si fuera un iceberg. Sin embargo, las bolsas de basura no tardaron en anegarse y la mochila se fue a pique igual que una piedra. Otros tres intentos concluyeron con el mismo resultado.
—Nunca funcionará —declaró Françoise, que se había bajado el traje de baño hasta la cintura para conseguir un bronceado regular, y procuraba no mirarme.
Yo estaba de acuerdo con ella.
—No hay manera. Las mochilas son demasiado pesadas. Esto deberíamos haberlo resuelto en Ko Samui.
—Sí, lo sé —admitió Étienne con un suspiro.
Nos quedamos en el agua, callados, considerando la situación.
—Bueno —dijo entonces Françoise—. Que cada uno de nosotros meta sus pertenencias más importantes en una bolsa de plástico.
Sacudí la cabeza.
—De eso ni hablar. Necesito mi mochila.
—¿Qué hacemos entonces? ¿Lo dejamos?
—Pues…
—Sólo necesitamos algo de ropa y de comida para tres días. Después, si no encontramos la playa, volvemos a nado y esperamos el bote.
—Pasaportes, billetes, cheques de viaje, dinero, píldoras contra la malaria.
—Aquí no hay malaria —dijo Étienne.
—En cualquier caso —señaló Françoise—, no necesitamos pasaporte para ir a esa isla. —Sonrió y se pasó distraídamente una mano entre los pechos—. Venga, Richard, estamos demasiado cerca, ¿no te parece?
Fruncí el entrecejo, sin entender muy bien qué ocurría y sopesando las distintas posibilidades.
—Demasiado cerca para tirar la toalla.
—Supongo que sí —admití.
Escondimos las mochilas entre unos matorrales que crecían cerca de una palmera fácil de distinguir, pues tenía dos troncos que salían de la misma raíz. Metí en mi bolsa de basura las tabletas para depurar el agua, el chocolate, una muda de calzoncillos, una camiseta, las zapatillas Converse, el mapa de Mister Duck, mi cantimplora y un cartón de cigarrillos. Me hubiera gustado meter los dos, pero no había sitio. También tuvimos que abandonar el hornillo Calor, lo que significaba que comeríamos los tallarines fríos, tras remojarlos en agua para ablandarlos, pero al menos no pasaríamos hambre. También dejé las píldoras contra la malaria.
Una vez que hubimos atado la bolsa con varios nudos y metido en una segunda bolsa, pusimos a prueba su flotabilidad. Resultó mejor de lo que esperábamos. Eran tan fuertes como para apoyarse en ellas y nadar valiéndonos sólo de las piernas.
Nos metimos en el agua a las cuatro menos cuarto, dispuestos para partir.
—Quizás haya más de un kilómetro —dijo Françoise detrás de mí. El golpe de una ola me impidió oír la respuesta de Étienne.
El recorrido a nado tuvo varias etapas. La primera fue toda confianza, bromas y chistes sobre tiburones mientras sincronizábamos nuestros movimientos hasta obtener el ritmo idóneo. Después, cuando empezaron a dolemos las piernas y el agua dejó de ser fresca y pasó a ser fría, nos callamos. Para entonces, y al igual que en el trayecto en bote desde Ko Samui, la playa a nuestras espaldas parecía tan lejana como la isla que teníamos delante. Los chistes sobre tiburones dieron paso al miedo, y comencé a abrigar ciertas dudas acerca de mi capacidad para resistir hasta el final. O todas las dudas del mundo, para qué vamos a engañarnos. Nos encontrábamos a mitad de camino, y si las fuerzas nos abandonaban significaría la muerte.
Si Françoise y Étienne estaban preocupados, se lo callaron. Mencionar el miedo sólo empeoraría la situación. En cualquier caso, no había manera de mejorarla; lo único que quedaba por hacer era afrontarla.
Y entonces, curiosamente, las cosas se pusieron más fáciles. Aunque seguían doliéndome, mis piernas empezaron a obedecer a una especie de movimiento reflejo, como los latidos del corazón, gracias a lo cual nadar se hizo menos penoso. Para distraerme durante aquella eternidad me dio por imaginar los titulares de los periódicos que informarían acerca de mi suerte: «Jóvenes aventureros ahogados en una travesía fatal en Tailandia. Europa llora su muerte». La redacción de mi necrológica fue algo más difícil, pues jamás había hecho nada digno de mención, pero mi funeral resultó una agradable sorpresa. Un montón de gente escuchó los responsos que escribí.
Estaba pensando en que si volvía a Inglaterra intentaría sacarme el carnet de conducir, cuando un madero a la deriva me hizo suponer que debíamos de hallarnos cerca de la isla. Habíamos tenido la precaución de nadar juntos casi todo el rato, pero Étienne se adelantó en los últimos cien metros. Cuando llegó a la playa dio una voltereta, probablemente con el resto de sus fuerzas, pues se desplomó de inmediato y permaneció inmóvil hasta que me reuní con él.
—Enséñame el mapa —me pidió, intentando incorporarse.
—Étienne —repuse mientras intentaba recuperar el aliento—, ya basta por hoy. Pasaremos la noche aquí.
—Pero la playa debe de estar muy cerca, ¿no? Quizás a unos pocos pasos.
—Basta.
—Pero…
—Chist.
Me tumbé con la cara pegada a la arena húmeda mientras mis jadeos se convertían en suspiros y el dolor abandonaba mis músculos. Étienne tenía en el pelo un nudo de algas que me recordó una espesa trenza verde de rastafari.
—¿Qué es esto? —murmuró, llevándose la mano a la cabeza.
Françoise salió del agua arrastrando su bolsa.
—Espero que esa playa esté por algún lado —dijo, derrumbándose junto a nosotros—. No creo que pueda nadar tanto de nuevo.
Yo estaba demasiado exhausto para manifestar mi acuerdo.