UNA APUESTA SEGURA

Yo no lo llamaría un sueño. Nada que tuviera que ver con Mister Duck podía considerarse como tal. En este caso fue más bien una especie de película. O una de esas secuencias filmadas con la cámara al hombro.

Mister Duck corría a toda prisa hacia mí por el jardín de la embajada; bombeada por el movimiento de los brazos, la sangre brotaba por los cortes aún frescos de sus muñecas. Yo me tambaleaba entre los gritos de la gente y el ruido de los helicópteros, mientras miraba caer una nevada de papeles oficiales triturados.

La nieve de documentos secretos se arremolinaba impulsada por las hélices y caía sobre una hierba cortada con el cuidado de una manicura.

—Naciste con veinte años de retraso, ¿eh? —gritó Mister Duck al pasar por mi lado y hacer una cabriola—. ¡Hay que joderse! —La sangre trazó un arco en el aire—, ¡mira ahí arriba!

Miré hacia donde señalaba. Una especie de insecto con rotores despegaba del tejado, mientras la gente se colgaba de los patines de aterrizaje.

Luchando contra la pesada carga, el oscilante aparato cercenó un árbol al otro lado de los muros de la embajada.

Yo aullé de excitación.

—¡Menudo tío! —gritó Mister Duck, despeinándome con una mano mojada y empapándome el cuello de la camisa—. ¡Qué espectáculo!

—¿Vamos a huir por el tejado de la embajada? —le pregunté a voces—. ¡Siempre quise hacerlo! —¿Huir por el tejado de la embajada?

—¿Lo conseguiremos?

—Puedes apostar tus putos huevos a que sí —vociferó entre carcajadas.