EDÉN

La puesta de sol era espectacular. El rojo del cielo se diluía suavemente en un azul intenso en el que brillaban unas pocas estrellas, y la luz anaranjada proyectaba sombras elásticas sobre la playa, por donde la gente regresaba paseando a sus bungalós.

Yo estaba colocado. Dormitaba en la arena con Françoise y Étienne, recuperándonos de nuestra epopeya como nadadores, cuando aparecieron Zeph y Sammy con un buen puñado de hierba envuelto en un periódico. Habían pasado el día en Lamai buscando la llave perdida, que finalmente hallaron colgada de un madero de los que el mar arroja a la playa. Habían comprado marihuana para celebrarlo.

—Alguien debió de dejar la llave allí sabiendo que volveríamos a buscarla —dijo Zeph, al tiempo que se sentaba a nuestro lado—. No estuvo mal el detalle, ¿no os parece?

—En ese caso, cometió una estupidez —objetó Françoise—. Cualquiera podría haberla encontrado y entrar en vuestra habitación para robaros todo lo que tenéis.

—Bueno, eso… sí, supongo —concedió Zeph, mirando a Françoise como si la viera por primera vez y meneando la cabeza; por un instante creí que intentaba aclararse las ideas—. Tienes razón.

El sol había iniciado su rápido descenso sobre el horizonte cuando la hierba comenzó a surtir efecto. Permanecimos sentados, contemplando los colores tan fijamente como si estuviéramos viendo la televisión.

—Eh —dijo Sammy con una voz tan alta que rompió el hechizo—, ¿habéis notado que cuando miráis al cielo en las nubes se ven formas de animales y de rostros?

—¿Lo hemos notado? —preguntó Étienne, mirando alrededor.

—Sí —continuó Sammy—, es asombroso. Ahí, justo enfrente, tenemos un patito, y aquélla parece un hombre con una narizota.

—Llevo viéndolo desde que era un niño.

—¿Un niño?

—Ajá.

Sammy silbó.

—Mierda. Yo acabo de advertirlo. Claro que quizá dependa del lugar donde uno ha crecido.

—¿A qué te refieres? —preguntó Étienne.

—Hombre, yo crecí en Idaho.

—Eh… —Étienne sacudió la cabeza. Parecía confuso—. Idaho. Sí. He oído hablar de Idaho, pero…

—Bueno, ya sabes lo que pasa con Idaho, ¿no? En Idaho no hay nubes.

—¿Que no hay nubes?

—Ni una. Si Chicago es la ciudad de los vientos, Idaho es el estado sin nubes. Es a causa de un extraño fenómeno meteorológico relacionado con la presión atmosférica, o algo así.

—¿De veras que no hay nubes?

—Así es. —Sammy se incorporó—. Recuerdo la primera vez que vi una nube. Fue en Nueva York, el verano del setenta y nueve. Vi esa enorme especie de pelusa en el cielo y alargué la mano para agarrarla… pero estaba demasiado arriba. —Esbozó una sonrisa melancólica.

Miré a mi madre y le pregunté: «¿Por qué no llego a ese algodón de azúcar, mamá?». —Se le quebró la voz y desvió la mirada—. Lo lamento. No es más que un recuerdo estúpido.

Zeph se inclinó para darle una palmada en la espalda.

—Venga, hombre —le dijo en voz apenas audible—. Ya ha pasado. No te preocupes. Estás entre amigos.

—Sí —le aseguró Étienne—, no pasa nada. Todos tenemos recuerdos tristes.

—¿Tú también tienes recuerdos tristes? —le preguntó Sammy, con el rostro desencajado.

—Ya lo creo. Cuando era pequeño me robaron mi bicicleta roja.

El rostro de Sammy se ensombreció.

—¿De verdad te robaron tu bicicleta roja?

—Sí. Cuando tenía siete años.

—¡Siete años! —exclamó Sammy, dando un puñetazo en el suelo y salpicándonos de arena—. ¡Joder! ¡Esas cosas me cabrean!

Se produjo un silencio crispado. Sammy se puso a liar con furia un canuto. Zeph cambió de tema de conversación.

El arranque de ira había sido muy acertado, lo mejor para salir del paso. Habían conseguido embaucar hasta tal punto a Étienne que habría sido muy cruel revelarle la verdad. De modo que Sammy decidió prolongar la farsa hasta que terminase por sí sola. Creo que Étienne estuvo convencido de que en Idaho no hay nubes hasta el día en que murió.

Acabamos el porro cuando el sol sólo era un arco amarillo que brillaba tenuemente sobre el mar. Una leve brisa esparció unas hojas de papel de fumar sobre la arena, y con ella llegó el olor de la cocina del restaurante, a nuestras espaldas: marisco a la brasa con salsa de limón.

—Tengo hambre —murmuré.

—Huele bien, ¿eh? —dijo Zeph—, me comería un buen plato de tallarines con pollo.

—O de tallarines con perro —comentó Sammy, mirando a Françoise—, comimos perro en Chiang Mai. Sabe igual que el pollo. Todos esos bichos, perros, lagartos, ranas, serpientes, tienen el mismo gusto que el pollo.

—¿Y las ratas? —pregunté.

—Las ratas también.

Zeph tomó un puñado de arena y la dejó caer lentamente entre sus piernas. Después tosió, como sí quisiera que le prestáramos atención.

—¡Eh! —dijo—. ¿Habéis oído hablar del Kentucky Fried Rat?

Fruncí el entrecejo. Aquello sonaba otra vez a broma. Si Étienne volvía a tragarse la patraña que se inventasen, me echaría a llorar. No podía borrar de mi mente la cara de consternación con que nos había hablado de su bicicleta roja.

—No. ¿De qué se trata? —pregunté.

—Es una de esas historias que corren por ahí.

—Cosas que se cuentan de la gran ciudad —apuntó Sammy—. A alguien se le clava un huesecillo en la garganta. Lo analizan y resulta que es un hueso de rata.

—Sí, es esa clase de cosas que siempre le suceden al sobrino de la tía de un amigo, nunca a la persona que te lo cuenta.

—Ya —dije.

—Pues por aquí circula un rumor sobre ese Kentucky Fried Rat. ¿Sabéis lo que se cuenta? Negué con la cabeza.

—Algo acerca de una playa. Una playa tan escondida que nadie sabe exactamente dónde está.

Desvíe la mirada. Un chico tailandés jugaba a la orilla del mar con una corteza de coco que mantenía en el aire a fuerza de darle con los pies y las rodillas. Calculó mal uno de los golpes y la corteza salió disparada hacia el agua. El chico la miró durante unos instantes con los brazos en jarras, quizá preguntándose si valía la pena mojarse para recuperarla. Después echó a correr por la playa hacia un hotelucho.

—No, no había oído hablar de ella —repuse—. Cuéntanos.

—De acuerdo —dijo Zeph, recostándose en la arena—. Os pintaré un cuadro. Cerrad los ojos e imaginaos una laguna.

Imaginad una laguna, oculta del mar y de los barcos por una pared curva de roca. Ahora imaginad arenas blancas y jardines de coral jamás tocados por la pesca con dinamita o las redes de arrastre; cascadas de agua fresca esparcidas por la isla, rodeadas por la selva, no por los bosques tailandeses del interior, sino por la jungla; árboles extraordinariamente frondosos, plantas intocadas durante milenios, pájaros de colores inauditos y monos correteando por las ramas de los árboles.

Un selecto grupo de turistas pasa los meses pescando en los jardines de coral de las arenas blancas. Se van si quieren irse, regresan; la playa no cambia nunca.

—¿Selecto? —pregunté con la mayor tranquilidad, como si hablara en sueños. La visión descrita por Zeph me había dejado totalmente absorto.

—Selecto —repitió—. Su localización se transmite de boca en boca entre los miembros de una minoría privilegiada.

—Es el paraíso —proclamó Sammy—. El edén.

—El edén —murmuró Zeph—, tal como suena.

Para Françoise fue un duro golpe oír que Sammy y Zeph también estaban al corriente de la existencia de la playa. No habría actuado de manera más sospechosa ni aun cuando lo hubiese intentado.

—Bien —dijo, levantándose de golpe y sacudiéndose la arena de las piernas—. Nos vamos mañana temprano a… Ko Pha-Ngan. De modo que mejor será que nos acostemos ya. ¿Étienne? ¿Richard? Venga.

—¿Eh? —solté yo, desorientado ante la imagen hecha trizas de la playa—. Sólo son las siete y media de la tarde, Françoise.

—Nos vamos por la mañana temprano —repitió.

—No he cenado —protesté—. Estoy hambriento.

—Bien, iremos a cenar, pero ahora mismo. Sammy, Zeph, buenas noches —se despidió Françoise sin darme tiempo a invitarlos a que se unieran a nosotros—. Me alegro de haberos conocido. Y, demonios, vaya historia curiosa la de vuestra playa. —Rió con verdaderas ganas.

Étienne se incorporó, mirándola como si la muchacha hubiera perdido el seso, pero ella hizo caso omiso de su expresión de pesadumbre y echó a andar hacia el restaurante.

—Bueno —les dije a Zeph y a Sammy—, me parece que Françoise… Si queréis cenar con nosotros…

—Desde luego —intervino Étienne—. Seréis bienvenidos. Por favor.

—Tranquilo —repuso Sammy, esbozando una sonrisa—. Nos quedaremos un rato más. Que os divirtáis en Ko Pha-Ngan. ¿Pasaréis por aquí al volver?

Asentí con la cabeza.

—De acuerdo, ya daremos con vosotros. Nos quedaremos aquí por lo menos una semana más.

Nos dimos la mano y después Étienne y yo fuimos tras Françoise.

La cena transcurrió en un silencio sólo interrumpido por algún tenso diálogo en francés. Françoise, que acabó por comprender que había actuado como una tonta, se excusó.

—No sé qué me pasó —confesó a modo de explicación—. Me asusté ante la posibilidad de que quisieran venir con nosotros. Zeph dice unas cosas tan… Quiero que éste sea nuestro secreto… —Se enfurruñó, furiosa consigo misma por su dificultad para expresarse—. ¿Creéis que se han dado cuenta de que sabemos lo de esa playa?

—Es difícil decirlo —contesté, encogiéndome de hombros—. Estábamos todos tan colocados. Étienne asintió con la cabeza.

—Sí-concedió, y pasó un brazo por los hombros de Françoise. —Estábamos muy colocados. No hay de qué preocuparse.

Aquella noche me costó dormirme, no porque me sintiera ansioso ante lo que pudiera pasar la mañana siguiente (aunque algo tenía que ver con eso), sino por el modo precipitado en que había dicho adiós a Zeph y Sammy. Lo había pasado muy bien con ellos y sabía que no era probable que volviese a encontrarlos, y eso si regresaba a Ko Samui. Nuestra despedida había sido demasiado rápida y embarazosa, demasiado confusa por culpa de la marihuana y los secretos. Tenía la impresión de que me había quedado algo por decir.