Los tailandeses en particular, y los asiáticos del sureste en general, son unos consumados travestis. Sus cuerpos menudos y sus facciones armoniosas les garantizan el éxito en ese terreno.
Estaba esperando al pie de la palmera cuando vi uno especialmente bien dotado. Sus pechos de silicona eran perfectos, y tenía unas caderas de muerte. Sólo le traicionaba el vestido de lamé dorado que lucía, demasiado llamativo para una chica tailandesa que paseara por Chaweng.
El travestí, que llevaba un tablero de backgammon bajo el brazo, interrumpió su lánguido paseo para preguntarme si quería echar una partida.
—No, gracias —contesté con rapidez neurótica.
—¿Por qué? —quiso saber—, ¿acaso temes que te gane?
Me limité a sacudir la cabeza.
—De acuerdo. ¿Quieres que juguemos una partida en la cama? —Se abrió el tajo del vestido, revelando unas piernas fabulosas—. En la cama a lo mejor ganas tú.
—No, gracias —repetí, levemente ruborizado.
Él se encogió de hombros y siguió su camino a lo largo de la playa. Un par de bungalós más allá alguien aceptó su oferta de jugar al backgammon. Picado por la curiosidad, intenté ver de quién se trataba, pero me lo impidió el tronco inclinado de un cocotero. Cuando volví a mirar al cabo de unos minutos, ya se había ido. Se me ocurrió que quizás hubiese dado con la horma de su zapato.
Al rato aparecieron Françoise y Étienne, rebosantes de alegría.
—¡Eh, Richard! —dijo Étienne—. ¿Has visto a la chica que paseaba por aquí?
—¿Una que llevaba un vestido de lamé dorado?
—¡Sí! ¡Por Dios! ¡Qué tía tan guapa!
—Ya lo creo.
—Bueno, vente al restaurante. —Alargó una mano y me ayudó a levantarme—. Creo que ya tenemos bote para ir al parque marino.
El hombre era la versión tailandesa de un buscavidas. En vez de ser enjuto y con pinta de comadreja, con un bigote que parecía trazado a lápiz y un traje chillón, era pequeño, gordo y llevaba unos tejanos pitillo jaspeados remetidos en unas gigantescas zapatillas Reebok.
—Poder llegar a un acuerdo —dijo, citando la frase clave del libro del buen empresario—. Sí. Ya lo creo —añadió, apretando los labios y abriendo los brazos en un ademán elocuente. El oro le brilló en la boca—. Por mí, no «poblema».
Étienne asintió con la cabeza. El acuerdo era cosa suya, y yo no tenía nada que objetar. No me gusta nada intervenir en transacciones monetarias cuando estoy en un país pobre. Me produce sentimientos contradictorios no atreverme a regatear por no aprovecharme de la situación y encontrarme con que me han desplumado.
—De hecho, amigo mío, esa guía que usted tiene no ser buena. Usted poder quedarse una noche o dos en Ko Phelong, pero en esta isla sólo poder estar una noche. —Tomó la guía de Étienne y señaló con un dedo regordete una isla cercana a Phelong.
Étienne me miró y me guiñó un ojo. Por lo que yo recordaba del mapa de Mister Duck, que guardaba en mi bungaló, nuestra isla era la siguiente a la indicada por el tailandés.
—De acuerdo —repuso Étienne, bajando la voz como si fuera un conspirador, aunque no había nadie lo bastante cerca para escucharnos—, ésta es la isla que queremos visitar, pero la idea es quedarnos más de una noche. ¿Es posible?
El buscavidas lanzó una mirada furtiva sobre el hombro en dirección a las mesas vacías.
—Sí —susurró, inclinándose hacia delante y mirando de nuevo alrededor.— Pero eso más dinero. ¿Usted comprende?
El acuerdo se cerró en mil cuatrocientos cincuenta bahts, lo que suponía una rebaja considerable sobre la cifra previa de dos mil. Nos encontraríamos con él a las seis de la mañana siguiente. Entonces le pagaríamos, según Étienne se cuidó de dejar bien claro, y él nos conduciría en su bote a la isla. Tres noches después regresaría para recogernos, si es que seguíamos allí.
Eso reducía nuestros problemas a dos.
Si continuábamos hasta la isla siguiente, el hombre no daría con nosotros cuando viniese en nuestra busca. Para resolverlo, Étienne se inventó un cuento sobre unos amigos con quienes teníamos que encontrarnos y con los que quizá regresáramos antes de lo previsto; ningún problema.
Otra cuestión espinosa era cómo llegar a nuestra playa. Podríamos haber acordado que el bote nos llevara directamente allí, pero puesto que no sabíamos con qué nos encontraríamos, tampoco era cuestión de delatar nuestra presencia con el ruido del motor. En cualquier caso, como la isla a la que pretendíamos ir estaba fuera de la zona autorizada a los turistas, nos convenía partir de un lugar donde fuese posible pasar al menos una noche.
Françoise y Étienne parecían bastante menos preocupados que yo por esa última etapa de nuestro viaje. Habían dado con una solución verdaderamente sencilla: nadaríamos. Tras examinar el mapa de Mister Duck y el de su guía, decidieron que no debía de haber más de un kilómetro entre una isla y otra, lo que constituía una distancia a la medida de nuestras fuerzas, según ellos. Yo no estaba tan seguro, sobre todo al recordar la sesión de buceo del día anterior. La corriente nos había llevado muy lejos de la playa de Chaweng. Si nos pasaba lo mismo nadando entre las islas, la distancia se duplicaría fácilmente de tanto corregir el rumbo.
Aún había otro problema: qué hacer con nuestro equipaje. Étienne y Françoise también tenían una solución para eso. Por lo visto, la noche anterior, mientras yo me dedicaba a fumar marihuana, ellos habían hecho muchos planes. Me lo explicaron más tarde, sentados en los bajíos, mientras la marea acumulaba arena en torno a nuestros pies.
—Las mochilas no constituirán un problema, Richard —dijo Françoise—. Nos ayudarán a nadar.
—¿Sí? ¿Cómo? —pregunté, enarcando las cejas.
—Tenemos que conseguir unas bolsas de plástico —intervino Étienne—. Con ellas envolveremos las mochilas para que no les entre agua. Las bolsas retendrán el aire, y nos ayudarán a flotar.
—Ajá. ¿Y de verdad crees que funcionará?
—Sí —contestó Étienne, encogiéndose de hombros—. Lo he visto en la tele.
—¿En la tele?
—En un episodio de El equipo A.
—¿El equipo A? ¡Genial! Entonces seguro que saldrá bien.
Me eché hacia atrás, apoyando los codos en la arena.
—Creo que has sido muy afortunado al dar con nosotros, Richard —dijo Étienne entre risas—. Estoy convencido de que solo jamás habrías llegado a esa playa.
—Sí —convino Françoise—, pero nosotros también tuvimos suerte al dar con él.
—Oh, desde luego. Sin su mapa nunca nos habríamos enterado de la existencia de esa playa.
Françoise frunció el entrecejo y, después, me sonrió.
—En cualquier caso, ha sido una suerte conocerlo, Étienne —insistió.
Le devolví la sonrisa, y al hacerlo caí en la cuenta de que mi malhumor de la mañana había desaparecido.
—A todos nos ha bendecido la fortuna —dije, absolutamente feliz.
Étienne asintió con la cabeza.
—Sí. Eso es.
Permanecimos unos minutos en silencio, disfrutando de nuestra buena suerte. Después me puse de pie dando palmadas.
—Bien. ¿Qué os parece si nadamos un rato? Nos servirá de entrenamiento.
—Buena idea, Richard —contestó Étienne, levantándose también—, vamos, Françoise.
—Me quedaré tomando el sol —dijo Françoise con gesto enfurruñado—. Desde aquí comprobaré si estáis en forma. A ver cuál de los dos llega más lejos…
De pronto me asaltó una duda. Observé a Françoise, tratando de discernir si había alguna intención oculta en sus palabras. Ella miraba a Étienne dirigirse hacia el mar; sus ojos no sugerían nada más.
«Meras ilusiones —me dije—. Eso es todo».
Pero no me sentí conforme. Cuando eché a andar tras Étienne no pude evitar imaginarme que Françoise estaba pendiente de mí. Y la duda ganó cuerpo antes de que el agua alcanzara la profundidad suficiente para nadar. De modo que miré hacia atrás. Françoise se había ido a donde la arena estaba seca y descansaba boca abajo.
En efecto, no habían sido más que imaginaciones mías.