TOMADURA DE PELO

A las cinco de la tarde bajó la temperatura, el cielo se oscureció de repente y se desató un diluvio que comenzó a abrir cráteres en la playa. Me senté en el pequeño porche de mi bungaló y contemplé el diminuto mar de la Tranquilidad que se formaba en la arena. Étienne apareció fugazmente al otro lado del sendero para recoger el traje de baño que había puesto a secar. Me dijo algo que no alcancé a oír debido al fragor de un trueno, y se metió en su casa.

Yo tenía en la mano un lagarto pequeño, de menos de diez centímetros de largo, con unos ojos enormes y la piel transparente. Se había pasado un buen rato sobre mi paquete de cigarrillos, y cuando me aburrí de mirarlo, a la espera de que sacara la lengua para atrapar una mosca, alargué la mano y lo agarré. En vez de escapar culebreando, tal como yo esperaba que hiciese, se acomodó en mi mano. Sorprendido por su audacia, dejé que permaneciese allí, aun cuando eso supusiera mantener el brazo extendido y la palma hacia arriba, en una posición incómoda.

Entonces me llamaron la atención un par de tipos que corrían por la playa hacia mí, gritando y dando alaridos. Cuando llegaron a la altura de mi bungaló, saltaron con agilidad de atletas al porche contiguo al mío.

—¡Tío! —gritó uno de ellos, con el cabello rubio muy claro y barba de chivo.

—¡Una tormenta de cojones! —contestó el otro, rubio, aunque más oscuro, y lampiño—, ¡joder! —Norteamericanos— le susurré al lagarto.

Tras dar unos golpes en la puerta, volvieron a atravesar corriendo la lluvia hacia el restaurante de la playa, haciendo aspavientos y tratando de esquivar la lluvia. Un par de minutos después regresaban a toda velocidad. Llamaron de nuevo a la puerta, y el rubio claro me miró como si me viera por primera vez.

—Se nos ha perdido la puta llave —dijo, señalando el restaurante con el pulgar—. Y a ellos también. No podemos entrar.

—¡Aquí nos tienes! —intervino el rubio oscuro—. ¡Mojados hasta los huevos!

—Mala suerte —repuse, sacudiendo la cabeza—. ¿Dónde la perdisteis?

El rubio claro se encogió de hombros.

—¡En la puta playa, tío, pero muy lejos! —Avanzó hasta la barandilla de madera que separaba los dos porches, y me examinó más de cerca—, ¿qué tienes en la mano? —preguntó.

Levanté el lagarto.

—¡Joder, tío! ¿Está muerto?

—No.

—¡Genial! ¿Me puedo acercar? Ya sabes, está bien eso de conocer a los vecinos.

—Por supuesto.

—¿Te apetece un canuto?

—¡Claro!

—¡Genial!

Saltaron la barandilla y se presentaron. El rubio claro era Sammy; el rubio oscuro, Zeph.

—¿Qué te parece mi nombre? Raro, ¿no? —dijo Zeph, estrechando mi mano izquierda para no molestar al lagarto—. Es un diminutivo; ¿a que no sabes de qué?

—De Zephanian —respondí, sin la menor duda.

—Te equivocas, tío. No es diminutivo de nada. Me pusieron Zeph al nacer. Todo el mundo piensa que me llamo Zephanian, pero no es así. Guay, ¿no?

—Y que lo digas.

Sammy sacó papel de fumar y un poco de marihuana de una bolsa de plástico que llevaba en el bolsillo y empezó a liar un porro.

—Inglés, ¿no? —dijo, alisando el papel entre los dedos—. Los ingleses siempre ponen tabaco en los canutos. Nosotros, no, ya ves. ¿Tú fumas?

—Me temo que sí —contesté.

—Yo, no. Pero lo haría si mezclara tabaco con la hierba. Yo le doy al porro todo el día, igual que en la canción. ¿Cómo es la letra, Zeph?

Zeph se puso a entonar una canción que decía: «No retengas el canuto, amigo mío», pero Sammy lo interrumpió.

—Ésa no, gilipollas. La otra.

—¿Cuál? ¿La de «Yo me fumo dos canutos por la mañana»?

—Sí.

Zeph carraspeó.

—«Yo me fumo dos canutos por la mañana —comenzó a cantar—, y me fumo dos canutos por la noche, y me fumo dos canutos por la tarde, y así me siento genial». —Hizo una pausa y prosiguió—: «Yo me fumo dos canutos en la paz, y dos en la guerra. Me fumo dos canutos antes de fumarme dos canutos, y después me fumo otros dos…». No recuerdo cómo sigue. —Sacudió la cabeza.

—No te preocupes, tío —dijo Sammy—. ¿Entiendes de qué va la cosa, Ricardo? Yo le doy una barbaridad.

—Eso parece.

—Ajá.

Mientras Zeph se entretenía cantando, Sammy había terminado de liar el porro. Lo encendió y me lo pasó.

—Hay algo más sobre los ingleses —dijo, soltando poco a poco el humo—. Os quedáis mogollón con el canuto. Los norteamericanos le damos una o dos caladas y lo pasamos.

—Es verdad. —Di una chupada y asentí.

Estaba a punto de pedir excusas por los malos modales de mis compatriotas cuando me puse a toser con violencia.

—¡Joder! —exclamó Zeph, dándome palmadas en la espalda—. Vaya tos, tío.

Un par de segundos después, un relámpago estalló sobre el mar.

—¡Mola, tío! —dijo Sammy en tono de sorpresa.

Zeph no tardó en seguirle.

—¡Sí, tío, mola!

Abrí la boca pero titubeé.

—Mola… —murmuré al fin.

—Mola cantidad —insistió Sammy.

Dejé escapar un gemido.

—¿Algún problema, Ricardo?

—Os estáis quedando conmigo.

Sammy y Zeph se miraron y me miraron.

—¿Quedándonos contigo?

—Tomándome el pelo.

Sammy frunció el entrecejo.

—No capto la onda, tío.

—Esta forma de hablar como… Keanu Reeves. Es un chiste, ¿no? Vosotros no habláis así, ¿verdad?

Se produjo un breve silencio.

Zeph soltó un juramento.

—La hemos cagado, Sammy.

—Sí —repuso Sammy—. Creo que nos hemos pasado.

Eran estudiantes de Harvard. Sammy estudiaba Derecho y Zeph Literatura afroamericana.

Su numerito tenía que ver con el aire de superioridad de los europeos con que topaban en Asia.

—Es un modo de protestar contra la intolerancia —explicó Zeph, desenredándose uno de sus rizos—. Los europeos pensáis que todos los estadounidenses somos estúpidos, de modo que actuamos como si lo fuésemos, con la intención de confirmar vuestros prejuicios. Después ponemos de manifiesto nuestra inteligencia; así subvertimos el prejuicio de forma más eficaz que con un apabullante despliegue de facultades que sólo produciría confusión y, en último término, resentimiento.

—¿De veras? —pregunté, auténticamente impresionado—. Es muy… elaborado.

—¡Qué va! —repuso Zeph, echándose a reír—. Lo hacemos para divertirnos.

Tenían otros numeritos. El predilecto de Zeph era el del Surfista Capullo; el de Sammy se llamaba el Amante de los Negros y, como su nombre indica, implicaba mayor riesgo que aquél.

—En cierta ocasión me llevé un puñetazo haciendo el Amante de los Negros —me explicó Sammy mientras liaba otro canuto—. Casi me rompen la puta espalda.

Era de prever. El numerito consistía en que Sammy iniciara una violenta discusión con gente absolutamente desconocida, insistiendo en que, dado que en África hay un país llamado Níger y, pegado a éste, otro llamado Nigeria, y que la gente suele referirse a los habitantes de ambos como nigerianos, para evitar confusiones lo mejor era llamar así sólo a los segundos y negros, a secas, a los primeros, independientemente del color de su piel.

—¿No son nigerinos los habitantes de Níger? —pregunté algo mosqueado, aunque sabía que estaba tomándome el pelo.

—Eso será en los diccionarios. La gente llama nigerianos tanto a unos como a otros.

—Ya, pero es que llamarlos negros a todos…

—Mira, tío, yo sólo doy una opinión; una opinión que, por otra parte, me importa un carajo. —Terminó de liar el porro y me lo pasó—. Es lo que me enseñó mi abuelo. Era coronel de los marines. Sammy, me dijo, el fin siempre justifica los medios. Y ¿sabes, Richard?, tenía razón.

Estaba a punto de mostrar mi desacuerdo cuando comprendí que seguía burlándose de mí.

—No se puede hacer una tortilla a menos que se rompan algunos huevos —repuse, sin extenderme en detalles.

Sammy sonrió y volvió la mirada hacia el mar.

—Menudo cuento —dijo, o eso me pareció.

Estalló otro relámpago, y en la playa se recortó la silueta de las palmeras, que semejaban lápices coronados de garras. El lagarto salió huyendo de mi mano, asustado.

—Menudo cuento.

Fruncí el entrecejo.

—¿Perdón? ¿Qué has dicho?

Se volvió a mirarme, también con el entrecejo fruncido, pero sin que la sonrisa abandonara sus labios.

—¿Cómo que qué he dicho?

—¿Qué es lo que acabas de decir?

—No he dicho nada.

Miré a Zeph.

—¿No has oído lo que ha dicho?

—Estaba pendiente del relámpago —repuso Zeph, encogiéndose de hombros.

—Ah.

Supuse que era la marihuana quien hablaba.

Cayó la tarde, y no había parado de llover. Françoise y Étienne se quedaron en su bungaló, mientras que Zeph, Sammy y yo permanecimos en el porche hasta que estuvimos tan colocados como para no hacer otra cosa que seguir sentados en un silencio sólo interrumpido por los comentarios que suscitaba el impresionante retumbo de los truenos.

Una o dos horas después de que anocheciera, una tailandesa menuda salió del restaurante y se acercó a nosotros prácticamente oculta bajo una gigantesca sombrilla de playa. Miró con una pálida sonrisa la bolsa de marihuana y le tendió a Zeph la llave de recambio de su bungaló. Tomé aquello como una señal de que era la hora de arrastrarme hasta la cama.

—Encantado de haberte conocido. Nos vemos mañana, tío —gruño Sammy cuando les di las buenas noches.

Tuve la impresión de que no había la menor traza de ironía en sus palabras y me resultó imposible discernir si lo decía en coña o si la hierba había afectado sus neuronas de chicos de Harvard. Como me pareció muy complicado preguntárselo, me limité a decir «Seguro» y a cerrar la puerta a mis espaldas.

Alrededor de las tres de la mañana me desperté por un instante, con la boca seca y todavía colocado. Agucé el oído. Podía oír las cigarras y las olas que lamían la playa. Había dejado de llover.