El viaje desde la estación de ferrocarril de Surat Thani a Ko Samui transcurrió en la confusión de un sueño nebuloso. Me acuerdo vagamente de que seguí a Étienne y Françoise hasta que tomamos el autobús en Don Sak; del viaje en ferry sólo recuerdo los gritos de Étienne para hacerse oír por encima del ruido de los motores del barco. «Allí, Richard —gritaba, señalando el horizonte—, ¡ése es el parque marino!». Lo único que se veía a lo lejos era una mezcla incierta de formas azul verdosas. Asentí por mera cortesía. Estaba más interesado en encontrar un punto blando en mi mochila para usarla como almohada.
El jeep que nos llevó desde el puerto de Ko Samui hasta la residencia en la playa de Chaweng era un enorme Isuzu sin techo. El mar se extendía a la izquierda entre hileras de palmeras, mientras que a la derecha se alzaba una colina escarpada cubierta de vegetación. Detrás de la cabina del conductor se sentaban diez viajeros con las bolsas entre las rodillas; a todos se les bamboleaba la cabeza en las curvas. Uno llevaba un bate de béisbol apoyado en un hombro, otro mantenía una cámara sobre las piernas. A los lados del camino, unos rostros oscuros aparecían súbitamente entre el verdor.
—Delta Uno-Nueve —murmuré—. Aquí patrulla Alfa.
El jeep nos dejó en la playa junto a un grupo de bungalós con buen aspecto, aunque el protocolo exigía que no compitiéramos por el mejor alojamiento. Al cabo de media hora de penoso deambular por la arena candente, regresamos a los bungalós.
Duchas individuales, ventiladores en la mesilla de noche, un hermoso restaurante con vistas al mar. Los que ocupábamos nosotros estaban el uno frente al otro, unidos por un sendero de grava bordeado de flores. Era très beau, dijo Françoise con un suspiro de felicidad, y yo me mostré de acuerdo.
Lo primero que hice en cuanto cerré la puerta de mi alojamiento fue ir al cuarto de baño y examinar mi rostro frente al espejo. Llevaba un par de días sin verme la cara y quería cerciorarme de que todo estaba en orden.
Me llevé una fuerte impresión. Después de pasar tantos días rodeado de gente de piel morena, me había hecho la idea de que la mía también lo era. El fantasma que apareció en el espejo me confirmó justamente lo contrario. La barba de dos días, negra como el pelo, acentuaba mi palidez. Carencias de rayos ultravioleta aparte, estaba claro que necesitaba un baño. Mi camiseta tenía la rigidez salobre del tejido empapado de sudor que se ha secado al sol para ser sudado de nuevo. Decidí irme sin más a la playa para nadar. Así me limpiaría y tomaría un poco de sol, con lo cual mataría dos pájaros de un tiro.
Chaweng era el lugar ideal para ilustrar un folleto de viajes. Las hamacas se combaban a la sombra de arqueadas palmeras, la arena brillaba tanto que hería la vista y las motos de agua trazaban líneas blancas como la estela que deja un motor de reacción en el cielo inmaculado. Corrí hacia el oleaje, en parte porque la arena estaba ardiendo, y en parte porque siempre entro corriendo en el mar. Cuando el agua comenzaba a azotarme las piernas, di una voltereta hacia delante. Caí de espaldas y retuve el aire mientras escuchaba los suaves rumores subacuáticos.
Llevaba unos quince minutos chapoteando cuando Étienne se reunió conmigo. También él cruzó corriendo la arena y se lanzó al mar con una voltereta, pero salió de inmediato soltando un chillido.
—¿Qué pasa? —grité.
Étienne agitaba la cabeza mientras retrocedía hacia la playa.
—¡Eso! ¡Ese animal! ¡Ese… pez!
Me acerqué a él.
—¿Qué pez?
—No sé cómo se dice en inglés. ¡Aah! ¡Aaah! ¡Hay más! ¡Y pican!
—¡Son medusas! —exclamé al darle alcance—. ¡Genial!
Me encantaban aquellas pálidas formas que se movían en el agua como gotas de un aceite plateado. Amaba su franca rareza, el extraño lugar que ocupaban entre la vida vegetal y la animal.
Un chico filipino me había enseñado algo muy interesante acerca de las medusas. Era de los pocos de mi edad en una isla donde estuve una vez, así que nos hicimos colegas. Pasamos juntos muchas semanas felices lanzándonos un disco volador en la playa y buceando en el mar de la China Meridional. Me enseñó que las medusas no pican si se las toma en la palma de la mano, claro que luego hay que lavarse minuciosamente, pues si uno se toca los ojos o se rasca la espalda, por ejemplo, el veneno hace que escueza como un demonio. Solíamos arrojarnos medusas el uno al otro, como si fueran pelotas de tenis, y la verdad es que por el tamaño y la forma lo parecían. Si el mar estaba calmo, se deslizaban sobre el agua igual que piedras pulidas, aunque suelen explotar si se las lanza con demasiada fuerza. También me dijo que se pueden comer crudas, como si se tratara de sushi. Tenía razón, son comestibles siempre que a uno no le importe pasarse unos cuantos días con vómitos y retortijones.
Observé las medusas que nos rodeaban. Tenían el mismo aspecto que las de Filipinas, de modo que pensé que valía la pena correr el riesgo de sufrir una picadura para impresionar a Étienne con una exhibición de mis conocimientos mundanos. Y así fue. Cuando me vio sacar del mar una de aquellas palpitantes burbujas, abrió los ojos como platos.
—Mon Dieu! —exclamó.
Sonreí. Ignoraba que los franceses dijeran realmente «Mon Dieu».
—¿No te pica, Richard?
—No. Ocurre como con las ortigas: depende de la manera en que las tomes. Ya verás, inténtalo. —Le tendí la medusa.
—No. No me apetece.
—¡Venga! No pasa nada.
—¿De veras?
—Naturalmente. Pon las manos como yo. —Deposité la medusa entre sus manos ahuecadas—. Oooh —se admiró con una sonrisa de satisfacción.
—Pero sólo puedes tocarla con la palma. Si lo haces de otro modo, te picará.
—¿Sólo con la palma? ¿Por qué?
—No lo sé —respondí, encogiéndome de hombros—, pero es así.
—Supongo que el motivo será que la piel es más gruesa en la palma.
—Quizá. —Saqué otra medusa del agua—. Raras, ¿eh? Mira, son transparentes. Y no tienen cerebro.
Étienne asintió, entusiasmado.
Contemplamos nuestra medusa en silencio durante unos instantes, hasta que vi a Françoise en la playa. Lucía un traje de baño blanco y caminaba hacia el agua. Al vernos, nos saludó. Cuando levantó el brazo, el bañador se tensó en el torso, y las sombras que proyectaba el sol del mediodía hicieron resaltar sus pechos, el hueco bajo las costillas y la musculatura del abdomen.
Eché un vistazo a Étienne, que seguía examinando su medusa; le había sacado los tentáculos de la umbrela y la sostenía en la palma de la mano como si fuera una flor de cristal. Tal vez la costumbre lo hacía menos sensible a los encantos de Françoise, ya que en ese instante se acercó a nosotros sin mostrarse impresionada con nuestra captura.
—No me gustan —dijo con aspereza—. ¿Os venís a nadar?
A Étienne y a mí el agua nos llegaba al pecho; a Françoise, a los hombros.
—Ya estamos en el agua, ¿no? —señalé.
—No —apuntó Étienne, alzando al fin la vista—. Ella se refiere a nadar. —Hizo un gesto hacia el mar abierto—. Lejos.
Mientras nadábamos nos inventamos un juego. Cada cien metros buceábamos hasta el fondo y salíamos con un puñado de arena.
Era bastante desagradable. A un metro de profundidad el agua pierde el calor de los trópicos y se vuelve fría de forma tan repentina que es posible señalar perfectamente el paso de una sensación a otra. Al bucear, el frío comienza por la punta de los dedos y casi de inmediato envuelve todo el cuerpo.
Cuanto más nos adentrábamos en el mar, más negra y fina era la arena. El agua del fondo no tardó en hacerse tan oscura que no había manera de ver, así que sólo podía impulsarme ciegamente con las piernas, manteniendo los brazos extendidos hasta que mis manos se hundían en el lecho marino.
Comencé a desconfiar del agua fría. Me apresuraba a recoger mi puñado de arena y volvía a toda velocidad a la superficie, aunque guardase una reserva de aire en los pulmones.
Cuando Étienne y Françoise se sumergían, los esperaba arriba, manteniéndome a flote sólo con la ayuda de los brazos.
—¿Hasta dónde se supone que vamos a llegar? —pregunté cuando los que tomaban el sol en la playa se convirtieron en hormigas. Étienne sonrió.
—¿Quieres que regresemos? ¿Estás cansado?
Françoise sacó la mano del agua y la abrió. Una cascada de arena cayó al mar y se hundió dejando un rastro turbio.
—¿Estás cansado, Richard? —preguntó, enarcando las cejas—. Estoy bien —contesté—. Nademos un poco más.