No lo sé con seguridad, pero es probable que aquellos carniceros se tiraran media hora de lucha frenética contra las articulaciones, retorciendo los brazos para tronchar los tendones. Hasta que llegó un momento en que la gente se dispersó y cayó exhausta junto a su obra o se puso a deambular entre las sombras. Sólo permaneció Moshe, concentrado en algo diminuto, un dedo, quizá, sin que pareciera darse cuenta de lo pequeño que era. Estaba mirándolo cuando oí la voz de Sal.
—«Esperad tres días en Chaweng —leyó con demoledora frialdad—. Si no hemos regresado para entonces, es que hemos dado con la playa. ¿Nos vemos allí? Richard».
Tardé un poco en comprender a qué se refería, y durante unos segundos sus palabras no fueron sino un ruido entrecortado. Hasta que su sentido se me hizo tan claro como una revelación.
Me volví y vi a Sal a mi lado, de pie y con el pedazo de papel que el jefe del Vietcong había arrojado al suelo. Se me había pasado por alto. Ensordecido y mareado por los culatazos, no supe calibrar su importancia.
—«Nos vemos allí… —recalcó—. Richard».
Se produjo una agitación bajo la enramada. Algunos de los cirujanos hicieron a un lado a Keaty, que me miraba con una expresión de singular perplejidad, y se acercaron.
—¿Richard? —susurró uno de ellos—. ¿Richard es el que trajo a esa gente?
Era la voz de una chica, pero estaba tan cubierta de sangre y tizne que me fue imposible identificarla.
El grupo que me rodeaba creció sin emitir sonido, dejando atrás a Françoise y a Keaty.
Busqué desesperado un rostro conocido al que pedir ayuda, pero cuanto más se me acercaban los carniceros, más anónimos me parecían. Las velas se apagaron bajo sus pies. Los rostros se mezclaron en el espesor de las tinieblas. La desaparición de Étienne me dejó aislado entre desconocidos.
—¡Jean! —grité.
Los desconocidos se echaron a reír.
—¡Moshe! ¡Cassie! ¡Sé que estáis ahí! ¡Sal! ¡Sal!
Pero ella también había desaparecido, y una rechoncha criatura siseó en su lugar.
—Después del Tet, la vida volverá a la normalidad.
—Sal, por favor —imploré, y sentí un pinchazo en una pierna.
Miré y comprobé que se trataba de una cuchillada superficial, pero eso resultó lo más aterrador. Grité y fui apuñalado de nuevo, con la misma precisión. Esta vez el pinchazo fue en el brazo, y tenía casi un centímetro de profundidad; después, en el pecho.
Por un instante no supe hacer otra cosa que limpiarme como un necio la sangre que me corría por el estómago, de donde burbujeó un terror que se hizo grito al llegar a la garganta. E intenté luchar.
Lancé un puñetazo al rostro más cercano, pero tan débil que rebotó en su mejilla. No pude repetir el intento. Me sujetaron por las muñecas y me inmovilizaron.
—¡No! —grité, retorciéndome.
El miedo me dio fuerzas para zafarme, pero al esquivar los cuchillos que venían de frente, recibía cuchilladas por la espalda, y cada vez más profundas, a juzgar por los golpes. Ahora eran tajos, y producían un dolor diferente, menos localizado. Infinitamente más ajeno e inquietante.
—No sigáis —sollocé.
Algo viscoso se enroscó a mi cuello. Unos intestinos. Los míos, pensé entre las convulsiones de mi cerebro aterrorizado, y me los saqué de encima.
Los desconocidos rieron y me lanzaron más cosas. Una mano me dio en el pecho. Una oreja me golpeó en la sien.
Intenté protegerme con los brazos al notar que caía de rodillas. En el último momento, levanté la mirada hacia aquel huracán de gritos y cuchillos, y volví a llamar a Sal para que los detuviera. Le dije que lamentaba mucho haberlo hecho todo tan mal, que había sido sin querer y que jamás volvería a hacerlo.
Y, por último, llamé a Daffy Duck.
Un rostro conocido apareció de repente entre la vorágine.