También debería haberme formulado otra pregunta, pero no lo hice. Gracias a lo que ahora es una importante experiencia, sé que se trata de uno de los extraños modos en que trabaja el cerebro al recuperarse de un fuerte golpe. Uno retiene los hechos más intrascendentes y se olvida de los importantes.
Lo que tendría que haberme preguntado era por qué nadie había acudido en mi ayuda. Si había permanecido inconsciente durante diez minutos, como sospechaba, habían tenido tiempo suficiente para echarme una mano, pero se habían quedado allí, atenazados por el miedo tras el círculo de velas y tan útiles como figuras de cera.
—Ayudadme —balbuceé—, ¿qué os pasa?
Traté de que cayesen en la cuenta de que estaba furioso, pero me fue extremadamente difícil. Aparte de que no conseguía enfocarlos bien, veía doble, de modo que no sabía hacia dónde debía dirigir mi cabreo.
—Keaty… Por favor…
Oír su nombre pareció devolverlo a la vida. Dio unos pasos en mi dirección, y aun cuando apenas si veía, advertí que su forma de moverse no era normal, como si le asustase algo situado más allá de mí.
Me fallaron los codos y me di de boca contra el suelo. Tuve que escupir para sacarme el polvo.
—Deprisa, Keaty —musité.
Cuando se acercó, vi que le acompañaba alguien y supe, por el olor, que se trataba de Françoise. Me agarraron por los brazos y tiraron de mí hasta el centro del claro, con lo que, al pasar, apagué unas cuantas velas con el vientre. Eso añadió un nuevo dolor al que ya sentía, pero al menos me despejó un poco la cabeza. También resultó bastante estimulante un buen trago de licor de coco, a pesar de que estaba un poco agriado, lo que ocurre con rapidez. Su intenso efecto me hizo boquear y cerrar los ojos, pero cuando los abrí de nuevo, mi vista había vuelto a la normalidad.
Al fin comprendí el motivo de que todos se hubieran convertido en estatuas. Apoyándome en Étienne y en uno de los palos que sostenían la enramada, me alcé hasta ponerme en pie. Por lo visto, el Vietcong no creyó que la paliza que me habían dado fuese aviso suficiente, y nos había dejado un recordatorio para que no hubiese lugar a dudas.
El efecto de las balas en los balseros era repugnante. Agujeros enormes, cráneos destrozados. Todos los cuerpos estaban desnudos, como si les hubieran quitado la ropa antes de matarlos. El rigor mortis producía extrañas posturas. Sammy yacía de espaldas, pero debió de estar de bruces cuando le sobrevino la rigidez, y parecía soportar el peso del cielo con las manos. La chica alemana de la sonrisa bonita y el pelo largo se encontraba a su lado, con los brazos abiertos, como si se dispusiera a estrechar a alguien entre ellos.
No veo necesidad de seguir con las descripciones. Sólo me he detenido en ellas porque guardan relación con lo que sucedió luego.
Ver aquello habría sido pernicioso en cualquier circunstancia, y mucho más después de la escena con los centinelas, pero tener que arrostrarlo estando colocado era como para volver loco a cualquiera.
—Bien —dijo Sal, recuperada de su trance y caminando hacia la pila de cuerpos—. Creo que es hora de que nos pongamos a limpiar esto. No nos llevará mucho tiempo si todos… —Se detuvo a mitad de la frase. Movió los hombros como si se estuviera quitando una chaqueta y se dejó caer sentada al suelo—. No nos llevará mucho tiempo —prosiguió—. Venga, limpiemos este estropicio. —Se interrumpió de nuevo—. Vaya estropicio.
El chico alemán estaba atrapado bajo el pecho de Zeph, y los brazos de ambos aparecían entrelazados. Sal no consiguió moverlo. Todos la observamos en silencio tirar inútilmente de las piernas del alemán.
—Menudo estropicio —resolló Sal, sin dejar de tironear. La pierna se le escurrió entre los dedos, y ella cayó hacia atrás, golpeando con el rostro el cadáver de Sammy—. ¡Qué torpe! —exclamó de inmediato.
A continuación se puso a chillar y a clavarse las uñas en la cara. A Sammy le faltaba la mandíbula inferior.
Chillaba del modo en que lloran los que casi nunca lo hacen, y cuyas lágrimas parecen brotar de una profundidad insondable. Aquellos gritos me helaron la sangre, pero a Bugs lo desquiciaron por completo.
He pensado mucho acerca de lo que hizo Bugs, y tengo dos explicaciones. Una es que se puso furioso al ver que Sammy besaba a Sal. La otra es que vio en Sammy la causa de lo que atormentaba a Sal, y decidió acabar con ello. Ambas dan por supuesto que Bugs estaba loco, pero eso no importa. Lo estaba.
Bugs gritó el nombre de Sal, al que siguió un sollozo, sólo uno, y no demasiado alto. Después echó mano de uno de los cuchillos de cocina de Antihigiénix y atacó a Sammy.
Al principio sólo fueron patadas, aunque éstas no tardaron en dar paso a las cuchilladas. En el pecho, en la ingle, en los brazos, donde fuese. Después se sentó sobre el cadáver y lo zarandeó por el cuello. O eso es lo que supuse que hacía, porque todo estaba en penumbra y las amplias espaldas de Bugs no me dejaban ver bien. Cuando se levantó, vi que le había cortado la cabeza y se la llevaba asida por los pelos.
Jean agarró entonces otro cuchillo, se fue hacia la alemana más delgada y se puso a darle tajos en el vientre, hasta sacarle las entrañas. Cassie siguió su ejemplo y, agachándose, se dedicó a los muslos de Zeph. Étienne vomitó, y al cabo de pocos segundos los cadáveres eran pasto de las fieras.
Ahora sé que podríamos haber escapado en aquel momento. Aún quedaba gente bajo la enramada —todos los cocineros, Jesse, Gregorio y unos cuantos de los que trabajaban en la huerta—, pero no habrían intentado detenernos. Y tenía fuerzas suficientes para huir. La escena que acababa de presenciar había producido una descarga de adrenalina de tal potencia que acabó con los efectos de la paliza. Habría corrido un maratón de haber sido necesario, y no digamos una carrera por la selva.
Pero nos quedamos. El desmembramiento de los balseros tuvo un efecto paralizante sobre nosotros. Cada una de las extremidades arrancadas era como una soga que me ataba a aquel sitio.