Advertí que no había por dónde escapar y que iban a matamos a todos. Y lo acepté sin amargura. No había forma de impedirlo, y lo único que me quedaba era afrontar la muerte con lucidez. Aunque hubiera sabido que Vietnam podía acabar de aquella manera, no habría hecho nada por salvar el pellejo sin contar con la seguridad de que mis amigos se salvarían conmigo. Por una vez, había hecho lo que debía.
Por eso me enfurecía tanto que el Vietcong no hiciera lo que se esperaba de él. De hecho, lo estaban haciendo mal, y eso me sacaba de mis casillas.
Al volverme hacia mis compañeros, vi que el jefe de los centinelas me señalaba con el dedo. Acto seguido, uno de sus hombres me sacó a rastras del perímetro de la enramada y me obligó a tirarme al suelo. Entonces comprendí, aterrado, que iba a ser el primero en morir.
¡El primero! Si me iban a matar, que me mataran en el décimo lugar, en el decimoprimero o en el decimosegundo… Pero ¡el primero! No me lo podía creer. Eso significaba que me lo iba a perder todo.
El centinela apoyó en mi frente el cañón de su AK.
—Estáis cometiendo un grave error —grité, cabreado—. Lo vais a joder todo. —Señalé a Moshe con la cabeza—. ¿Por qué no matáis a ése? ¿Qué más os da? Matadlo.
Su rostro barbilampiño me contempló con indiferencia.
—¡Por Dios, pégale un tiro a él! ¡Mata a ese gorila!
—¿Gorila?
—¡Sí, gorila, chino de mierda! ¡Soplapollas! ¡Mata a ese puto gorila! ¡A ése de ahí!
Señalé a Moshe, que se puso a gemir. El centinela que estaba detrás de mí me pateó la espalda.
—¡Mierda! —Jadeé al sentir la quemadura del dolor en los riñones.
Perdí el equilibrio y rodé sobre mí mismo hasta quedar de cara a mis compañeros. Aparte de Étienne, que se había tapado los ojos, todos guardaban la misma postura.
—De acuerdo. —Hice un esfuerzo y conseguí ponerme de rodillas—. Dejadme al menos elegir al verdugo.
En lugar de cometer el error de señalar a alguien, esta vez me limité a girar hasta que conseguí que lo que me apuntara fuese el arma del centinela con pinta de boxeador.
—Quiero que sea este tipo. Está bien, ¿no? Que lo haga él.
El boxeador frunció el entrecejo y miró al jefe, quien se encogió de hombros.
—Sí, tú. El del tatuaje del dragón. —Hice una pausa y lo miré a la boca, que mantenía cerrada—. ¿Sabes una cosa? Sé que te faltan los dientes. —Le mostré los míos y los hice entrechocar.
—Te has quedado sin ellos, ¿eh?
El centinela se llevó un dedo cauteloso a los labios.
—¡Es verdad! —grité—. ¡No tienes dientes! ¡Lo sabía!
Se metió el dedo en la boca y exploró las encías durante unos instantes; luego se volvió hacia su jefe y pronunció unas palabras en tailandés.
—¡Ah! —El jefe asintió—. El chico que venir a vernos todos los días, ¿eh? Gustarte venir a vernos, ¿eh?
Lo miré y entonces, ante mi sorpresa, se agachó y me despeinó.
—Chico listo entre los árboles, todos los días. Nosotros también divertidos contigo. A por marihuana, ¿eh? Muy bien, marihuana. Un poco de marihuana para los amigos.
—Venga, mátame —le dije en tono de desafío.
—¿Matarte, chico listo? No matarte ahora. —Me despeinó de nuevo y se irguió—. No matar a nadie —añadió, dirigiéndose a las figuras apiñadas bajo el dosel de ramas—. Yo avisar.
Vosotros aquí y yo tranquilo. Un año, dos años, tres años, no problemas, ¿eh?
Si esperaba una respuesta, no obtuvo ninguna, lo que pareció irritarle. Respiró hondo y estalló en un arrebato de ira.
—¡Pero ahora sí problemas! ¡Vosotros un problema jodido!
En el más profundo silencio, se metió la mano en el bolsillo y sacó un pedazo de papel. Hasta las cigarras habrían entendido de qué se trataba.
—¡Vosotros hacer mapas! —gritó. No entendí lo que dijo a continuación porque una especie de martillazo me atronó los oídos.
—¿Para qué hacer esto? ¡Los mapas atraen a la gente! ¡Más gente aquí! ¡Más gente peligrosa para mí! ¡Y para vosotros, gilipollas! —Recuperó la calma tan repentinamente como había montado en cólera—. Bien —murmuró.
Dejó caer el papel al suelo, desenfundó su pistola y le disparó. No acertó el tiro, pero dio lo bastante cerca como para que el papel revoloteara en el aire. Me quedé sordo por segunda vez. El cañón de su pistola estaba a un palmo de mi cabeza.
Comenzaba a oír de nuevo cuando se puso a parlotear en un tono de voz espeluznante.
—Bien, amigos. Vosotros gustar mucho a mí. Un año, dos años, no problemas. Yo avisar. Siguiente vez matar a todos.
Tampoco conseguí entender muy bien esta última frase, porque el jefe subrayó sus palabras golpeándome con la pistola en la cabeza. Como intenté aguantar de pie, me arreó de nuevo, y consiguió que cayera de rodillas. Lo siguiente que recuerdo es que me tenía sujeto por la espalda de la camiseta.
—Un momento —farfullé como pude. Mi valentía se había esfumado. Estaba muerto de miedo. Me bastaba con lo que había probado para saber que no quería que me matara a palos—. Un momento, por favor.
Ni por ésas. Me golpeó con una fuerza increíble. Conservé la conciencia unos segundos, fija la mirada en sus zapatillas. Reeboks, como las del buscavidas de Ko Samui. Y después me desmayé.
Ignoro qué paso. Me acuerdo de algunas cosas, unos pasos, unos crujidos, unas voces ahogadas en tailandés, un par de patadas que me hicieron rodar por el suelo, pero son evocaciones incoherentes, arbitrarias y desconcertantes.
Cuando logré incorporarme y sostener mi peso, lo que debió de ser al cabo de unos diez minutos, por lo menos, el Vietcong había desaparecido. Comencé a arrastrarme hacia el emparrado, donde aún divisaba las borrosas siluetas de mis compañeros, y mientras lo hacía me pregunté, confuso, por qué me habían tomado como cabeza de turco. En cualquier caso, ¿por qué una cabeza de turco? Si no pensaban fusilarnos a todos, no me parecía nada correcto que me lo hubieran hecho pasar tan mal.